23

Los tres permanecían sentados en la terraza que daba a los magníficos terrenos de los Crownsilver. Maniol Crownsilver, el duque Kastar Pursenose y la dama de las perlas, Bridgette Alamber. Bebían merlot y contemplaban los terrenos ondulantes que se extendían ante su mirada. Era como si una capa de hielo cubriera sus tierras, una capa de hielo que hiciera oídos sordos a los deseos de un anfitrión dispuesto a pedirle que se marchara. Los perales se habían marchitado y ahora apenas quedaban los restos nudosos, los rebaños de la famosa oveja Silvermarsh yacían abotagados y molestos en los pastos pardos, y la cosecha de vino se había echado a perder bajo un manto níveo de moho blanco.

—Lástima de cosecha, Manny —dijo lady Alamber, antes de apurar las últimas gotas de su vaso—. El merlot de Silverhill no tiene igual. Me temo que lo echaré de menos.

—Aún tenemos un barril, o un centenar, en la bodega. —Maniol vertió el poso de la jarra en el vaso de lady Alamber, y después la colocó al borde de la mesa, donde una mano anónima de guante blanco la cogió para llenarla de nuevo—. Me encargaré de que te envíen un barril.

—Qué amable por tu parte.

—No tiene importancia —dijo Maniol—. Lo único que te pido es que lo mantengas alejado de tus magias.

—Puedes dormir tranquilo —respondió lady Alamber—. Sería una lástima que alguna de esas ghazneth desperdiciara semejante cosecha. Puede que acepte la oferta de la princesa y envíe mi magia al castillo para que esté a buen resguardo.

La burla implícita en el tono de su voz arrancó una risa sardónica de ambos hombres, momento en que la mano anónima depositó de nuevo la jarra en la mesa. El duque Pursenose ofreció su vaso a Maniol para que lo llenara.

—Dime, ¿qué vamos a hacer respecto al asunto Goldsword? —preguntó.

—¿Hacer? —Maniol sirvió al duque—. Lo mismo de siempre, por supuesto: esperar hasta que el asunto se resuelva por sí solo.

—No sé en qué habrá estado pensando la princesa —dijo lady Alamber—. Dormir con un noble de tercera fila es una cosa, pero casarse con él…

—Y con un Cormaeril, para más inri —apostilló Maniol—. ¿Acaso pretendía conseguir aliados para Goldsword?

—Aun así, hay quienes afirman que demostró entereza, y también quienes admiran su franqueza —señaló Pursenose—. Con todo lo que ha sucedido en el norte, dicen que ha demostrado una gran capacidad de liderazgo.

—Los Hardcastle y Rallyhorn… y los Wyvernspur —asintió Maniol al tiempo que se servía—. Ahora que poseen las tierras que pertenecieron a los Cormaeril, se han convertido en una de las familias de mayor peso en la corte.

—Precisamente. —Lady Alamber volvió a vaciar el vaso—. Por un lado, ha concebido un heredero —dijo con una mano extendida a un lado, que bajó antes de elevar la otra hacia el lado opuesto—. Por otro, se trata de un Cormaeril. ¿Cómo intuir quién saldrá ganando?

—Eso no importa, querida —dijo Maniol, que se apresuró a servirla de nuevo—. Lo que importa es que nosotros no salgamos perdiendo.

—En tiempos normales, sí —terció Pursenose—, pero con esas terribles ghazneth campando a sus anchas y destrozándolo todo, y los orcos y los trasgos sueltos en el norte… mala cosa para quienes estamos en segunda fila, y aún podría empeorar. Saldríamos ganando si eligiéramos un bando.

—¿Y si elegimos el bando equivocado? —repuso Maniol, haciendo un gesto de negación—. Recuerda lo que Azoun hizo a los Bleth y a los Cormaeril después del asunto Abraxus. Dudo que los sembianos sean más agradecidos si nos aliamos con Tanalasta para combatirlos. —Echó un buen tiento al vino e hizo una mueca—. Me parece que el casco estaba un poco mohoso.

A Pursenose le había dado esa impresión, pero no había querido insultar a su anfitrión señalándolo en voz alta.

—Está un poco avinagrado —comentó educadamente—. Pero volvamos a lo nuestro: creo que estamos olvidando a las ghazneth. ¿Acaso no son el verdadero enemigo? Si permitimos que las cosas continúen así, todos perderemos la cosecha de este año.

—Lo cual no hará sino aumentar desorbitantemente el precio de nuestras existencias. —La imperceptible sonrisa de Maniol se vio teñida por un súbito rubor—. Nadie dijo que fuera fácil ser noble. —Hizo una mueca al notar el ardor de estómago, pero se las apañó para mantener la sonrisa cuando se volvió para arrastrar a lady Alamber a la conversación—. ¿No estás de acuerdo, Bridgette?

Pero lady Alamber no dijo ni palabra. Seguía sentada en la silla, hundida, boquiabierta y con la mirada inyectada en sangre clavada en el cielo. Una saliva teñida de rojo resbalaba por la comisura de sus labios, y un hedor acre surgía de la silla que había a su lado.

El duque Pursenose siseó dolorido y el vaso resbaló de entre sus dedos y se rompió en mil pedazos al chocar contra el suelo.

—Yo diría, Maniol… —boqueó hundido en la silla—, que este vino está en mal… estado.

Pero a lord Crownsilver ya no le importaba nada. Su cabeza golpeó contra la superficie de la mesa, y un gorgoteo largo y húmedo abandonó su garganta. Aún enfundada en guantes blancos, la mano anónima retiró la jarra de la mesa.

Desde el balcón del rey, los Jardines Reales parecían el campamento de un enorme ejército pertrechado para soportar un largo asedio. Estaba lleno de las columnas humeantes que abandonaban las hogueras, de la lona o las telas que servían para improvisar las tiendas, emplazadas entre los delicados árboles del jardín. Había gente por todas partes, reunida en pequeños grupos, durmiendo bajo los árboles, vagabundeando de un lado a otro en busca de los hijos extraviados o de rostros familiares. El olor de la comida, la suciedad y las flores se mezclaban en uno solo, creando un aroma graso y dulzón. El olor recordó a Tanalasta aquella dama noble cuyo olfato se había acostumbrado a su propio perfume.

—Comenzaron a llegar anoche —explicó Korvarr—. Les dijimos que no podían quedarse a dormir, pero se negaron a marcharse. Con el palacio real tan cerca, dijeron que era el único lugar seguro en Cormyr para dormir.

—Ya me encargaré yo de discutirlo con ellos —dijo secamente Tanalasta—. Déjeme un tiempo para pensarlo. De momento, me preocupan mucho más todos esos asesinatos.

Se volvió a Sarmon el Espectacular, que permanecía sentado tras ella en una silla de ruedas que Alaphondar había diseñado para él. Aunque sabía que el mago no había cumplido los cincuenta años, parecía doblar esa edad, tenía bolsas bajo los ojos, una piel arrugada blanca como el alabastro y un pelo ralo a través del cual pudo ver las manchas que cubrían su piel.

—Usted se ha encargado de seguir el caso. ¿Qué le parece?

—Lord Crownsilver y sus invitados elevan la cuenta de asesinatos a un total de quince en los últimos diez días —respondió Sarmon—. Tendríais que arrestar de una vez a lord Goldsword antes de que se produzcan más.

—¿Y cómo sabe usted que es cosa suya? —preguntó la princesa.

—Por el hecho de que no lo sé —respondió Sarmon—. Pretende privaros de apoyo.

—¿De apoyo? —preguntó Owden, como siempre de pie al lado de Tanalasta—. Creía que lo más peculiar en estos asesinatos era el hecho de que todas las víctimas eran neutrales.

—Obviamente, lord Goldsword está descubriendo hacia dónde se decantan los nobles —aventuró Sarmon.

—A mí no me parece tan obvio. —Tanalasta se volvió y lo miró fijamente—. ¿Cómo lo descubre antes que nosotros?

—Los magos guerreros no pueden recurrir a las escuchas mágicas sin atraer la atención de las ghazneth, alteza —dijo el mago, cuyos dedos arrugados se cerraron con fuerza en los brazos de la silla.

—Por supuesto. No pretendía decir que no estuviera usted haciendo todo lo posible. —Aunque frustrada por la situación, Tanalasta se negó a emprenderla con un hombre que había dado cincuenta años de su vida por defenderla—. ¿Y los otros espías? —preguntó a su madre.

Incómoda, la reina apartó la mirada.

—Me temo que la lealtad de muchos de esos espías pertenece a tu padre. No hemos recibido muchos informes.

—¿Qué le pasa a esa gente? —Tanalasta hizo un gesto de impotencia y observó el campo de refugiados. No era la primera vez que deseaba que Vangerdahast estuviera allí para ayudarla, o, al menos, para activar su formidable red de espionaje—. ¿Acaso no ven el peligro que corre Cormyr?

—El único peligro que ven es el suyo —respondió Alaphondar—. Con los reveses sufridos en el norte, me temo que la llamada de Goldsword para aceptar la ayuda de Sembia encontrará oídos más receptivos.

—¡No necesitaríamos la ayuda de Sembia si nuestros nobles empuñaran la espada y se dispusieran a luchar! —exclamó Tanalasta, golpeando la balaustrada. Hizo una pausa para tranquilizarse, miró a Owden y añadió—: Empiezo a creer que debí casarme con Dauneth. Al menos los nobles no utilizarían el nombre de mi esposo para minar mi autoridad.

—Buscarían otra excusa —dijo Owden—. ¿De veras creéis que se volverían valientes sólo por el hecho de que vos no tuvierais coraje para seguir los dictámenes de vuestro propio corazón?

La pregunta del clérigo amainó la tormenta desatada en el pecho de Tanalasta.

—Supongo que no. —Se apartó de la balaustrada y se acercó a su madre—. Hablando de cobardes y traidores, ¿has conseguido alguna pista sobre el espía que se ha infiltrado entre nosotros?

—Por supuesto. —Filfaeril miró a su hija a los ojos—. Hace un tiempo que conozco su identidad.

Tanalasta tenía la sensación de que su madre se equivocaba.

—¿Y por qué no me lo has dicho?

—No hubiera servido de nada; si acaso, para ponerlo sobre aviso.

—Pero si sabes quién es, ¿por qué no encerrarlo en una mazmorra? —preguntó Tanalasta, molesta ante el tono de voz de la reina.

—Porque los espías pueden resultar muy útiles, sobre todo cuando su lealtad pertenece al enemigo —sonrió Filfaeril.

—¿Te importaría ser más explícita? —preguntó la princesa, enarcando una ceja.

—Sí, al menos de momento —Filfaeril sostuvo la mirada de su hija.

—Como desees —dijo Tanalasta, consciente de que no le quedaba más remedio que esperar a que su madre se decidiera hablar—. Supongo que ya está todo.

—¿Y qué me decís de lord Goldsword? —preguntó Sarmon—. ¿Vais a arrestarlo?

—Si lo hiciera —sacudió la cabeza Tanalasta—, daría a entender que le tengo miedo. No es un buen modo de inspirar confianza entre nuestros nobles indecisos.

Los nudillos de Sarmon perdieron todo el color, cogido como estaba a los brazos de la silla, pero no quiso discutir la decisión.

—Sabia elección, pero es necesario hacer algo —dijo Alaphondar—. Tal y como están de mal las cosas, la gente pierde la confianza. Necesitan veros actuar.

Tanalasta miró por encima de la balaustrada y un escalofrío recorrió su espina dorsal al ver a la gente a la que estaba decepcionando.

—Lo que esa gente necesita, Alaphondar —dijo la princesa— es comida.

—Por supuesto que sí, alteza —respondió ceñudo el mago—, pero ¿qué tiene eso que ver con el asunto que llevamos entre manos?

—Nada —admitió Tanalasta. Siguió mirando los Jardines Reales, y de pronto supo lo que tenía que hacer—. Nada y todo. Obviamente, nada puedo hacer para detener a las ghazneth, e incluso puede ser que no pueda hacer nada para detener a lord Goldsword, pero sí hay algo que puedo hacer.

—¿Y de qué se trata? —preguntó Alaphondar con expresión pensativa.

—Puedo alimentar a mi pueblo. —Hizo un gesto para que Korvarr se acercara—. Capitán, envíe a un hombre con órdenes para los cocineros, y disponga mesas en el patio. Bajaré dentro de una hora, y espero que me tengan preparado un buen cucharón.

Se reunieron en un sitio de Suzail donde tenían lugar tales encuentros, en la tenuemente iluminada estancia de una taberna que se encontraba en un barrio donde ningún noble pudiente pondría el pie. Por eso los seis nobles se habían tomado la molestia de disfrazarse, y habían cubierto sus rostros con barbas postizas; por eso se habían teñido el pelo y habían tomado todas las precauciones habidas y por haber para evitar que alguien los siguiera. La estancia desprendía un olor fuerte a hidromiel, madera enmohecida y a marineros a quienes no les vendría mal tomar un buen baño. Estaba rodeada por los cuatro costados de otras estancias similares, vacías gracias al pago de cinco coronas de oro por cabeza, precio con el que el grupo había llamado más la atención que los pañuelos perfumados con que protegían su nariz a medida que se adentraban en el discreto refugio.

Hablaba Frayault Illance, ridículamente disfrazado su rostro de dandi con un parche púrpura en el ojo y tres cicatrices falsas.

—Se trata de la princesa. Natig Longflail me dijo que había oído decir a Patik Corr que el sastre de la princesa le había dicho a su esposa que no había cosido ni confeccionado un vestido de novia para Tanalasta, y que él no apoyaría a un bastardo en el Trono Dragón, ya fuera el hijo de Rowen Cormaeril, de Alaphondar Emmarask o de Malik el Sami yn Nasser, ¡y dicho eso, murió! Los espías de la princesa lo encontraron, os lo digo yo, y fueron sus asesinos quienes lo mataron.

—¿Y no estarás culpando a la princesa sólo porque no quiso escuchar tus cuitas, Frayault? —preguntó Tarr Burnig. Era un hombretón entrado en carnes, que normalmente lucía una poblada barba pelirroja; se había cortado las patillas y disfrazado de guardia de una carabela mercante que no hacía mucho había vuelto de hacer la guerra en el mar, y de hecho era de los pocos que estaban a la altura del disfraz—. Natig me explicó que siempre y cuando la princesa se casara cuando tuviera el hijo, él se pondría de su parte y enviaría a los Nueve Infiernos a Emlar Goldsword y sus sembianos.

—¿Y por qué todos esos asesinatos no pueden ser cosa de los sembianos? —preguntó lord Jurr Greenmantle—. Por qué iba a importarles de qué lado nos decantemos: si nos matan hasta que no seamos lo bastante fuertes como para decantarnos por Tanalasta, aunque quisiéramos, la princesa no tendrá más remedio que someterse a sus condiciones.

Todos se enzarzaron en una acalorada disputa, hasta que se levantó un hombre alto de pelo negro y barba larga, y empezó a golpear la mesa con la empuñadura de la daga.

—¡Basta! ¡Basta! —La voz pertenecía a Elbert Redbow, que no era ni alto ni de tez oscura, pero que sí era lo bastante rico como para hacerse pasar por tal al menos por una noche—. Podríamos discutirlo toda la noche sin que ninguno de nosotros ceda ni un ápice en su posición. Incluso he oído decir que podría tratarse de las ghazneth, aunque no sé por qué iban a preocuparse. La princesa no ha demostrado ser muy eficaz a la hora de enfrentarse a ellas.

—¡Escuchadle! ¡Escuchadle! —Era la primera cosa en la que los seis habían logrado ponerse de acuerdo.

—¿De modo, lord Redbow, que tiene un plan?

—Así es. —Su voz se hizo más grave, y apoyó los nudillos encima de la mesa—. Tenemos que dejar de hablar y empezar a actuar.

—¡Escuchadle, escuchadle! —concedieron de nuevo los presentes.

—Enviaremos a alguien a todas las partes interesadas que sean sospechosas —explicó Elbert—. El enviado fingirá ser un cobarde redomado que teme por su propia vida, y asegurará que hemos organizado una reunión secreta para divulgar pruebas sobre la identidad del asesino.

—¡Y averiguaremos la identidad del asesino dependiendo de quién se presente para cerrarnos la boca! —exclamó Tarr—. ¡Menudo plan, menudo plan!

—Siempre y cuando resulte —dijo Frayault—, pero ¿qué hacemos después de descubrirlo?

—¿De veras es usted tan lento como parece? —preguntó lord Greenmantle—. ¡Pues nos uniremos a ellos, por supuesto!

Llegados a ese punto llamaron a la puerta. Los seis nobles volvieron la mirada.

—¡Dijimos que no queríamos que nos molestaran! —masculló Elbert Redbow.

—Sí, pero es que no han pedido ni una sola jarra de licor —replicó el tabernero—. ¿Cómo se supone que voy a pagar mis gastos? Todos ustedes deben, al menos, pedirme una jarra.

—¿Qué me decís? —preguntó Elbert, molesto—. De todas formas estoy que me muero de sed.

—Una jarra no hace daño a nadie —asintió lord Greenmantle, al tiempo que se acercaba a la puerta.

Greenmantle apenas había corrido la silla con que habían atrancado la cerradura, cuando la puerta se abrió de par en par y una mano anónima arrojó un objeto diminuto en la estancia. Elbert Redbow maldijo y se arrojó a lo largo de la mesa para caer sobre el objeto, que cedió bajo su peso, y de pronto se extendió por el reservado un desagradable olor a aceite y sulfuro.

Lord Redbow volvió a maldecir en voz alta, y después todo a su alrededor se tiñó de color escarlata.