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—Empiezo a agradecer que los trasgos nos empujaran en lugar de retroceder a Jesters Green —jadeó uno de los capitanes, mientras ganaban una altura encharcada y resbaladiza debido a los restos de trasgos—. Al menos es un lugar llano.

—Si creéis que a mí me queda aliento para malgastarlo soplando un cuerno… —rió Azoun.

—Tendría que ser un loco para desear convertirme en el rey de Cormyr, ¿verdad? —gruñó Lanjack Blackwagon.

El rey rió en voz alta y quiso dar una palmada al guerrero, pero al intentarlo resbaló en una maraña de cadáveres de trasgo y a punto estuvo de caer. Tres brazos se dispusieron a impedirlo.

Un total de veinte hombres cubiertos de armaduras que conocieron tiempos mejores, armaduras ahora melladas, cubiertas de sangre y barro, que crujían por doquier con ruido metálico, seguían de pie junto al rey y el mago más poderoso del reino. Todos ellos eran capitanes, oficiales superiores ya fuera por nacimiento o por su valor en el combate, y eran todo cuanto quedaba, al parecer, del en tiempos poderoso ejército que había logrado romper oleada tras oleada de trasgos.

Cualquiera diría que se habían llevado la peor parte, pero lo cierto es que los trasgos yacían muertos a millares en los campos que se extendían ante sus ojos, aunque había muchos dispersos, dedicados a rebuscar espadas, cuchillos o monedas entre los cadáveres. Se mantenían lejos de la modesta banda de enemigos humanos, a quienes al pasar dedicaban miradas cargadas de odio.

Enfrente, en la cima de la colina a la que trepaban los maltrechos cormytas, el malvado dragón reagrupaba a sus trasgos, y sus alas de murciélago dibujaban un arco en el aire como velas incansables y amenazadoras que movía de un lado a otro. La batalla distaba mucho de haber terminado.

—Bien, si estuviéramos en Jesters Green, las señoras casi podrían vernos desde las murallas de Suzail —bromeó Kaert Belstable, adoptando una postura valiente.

—Así podrían cruzar apuestas —añadió secamente el comandante de lanzas que estaba más cerca, cuyo comentario provocó un coro de risas y chanzas.

Azoun miró a su alrededor y, durante un instante, cruzó su mirada con la de un sorprendido Ilberd Crownsilver. Guiñó un ojo al muchacho y le sonrió al coronar la cima, momento en que se encontraron frente a frente con un montón de trasgos.

Los trasgos parecían descansados y dispuestos a presentar batalla; formaban prietas filas, brillaban sus escudos y aprestaban las mazas, flanqueados como estaban por carros de lanceros que apretaban el paso para rodear a la agotada cuadrilla de humanos. Sobre ellos y por la retaguardia colgaba la cabeza del malvado dragón, que observaba con expresión triunfal los restos de enemigos que seguían con vida.

Voces guturales y agudas dieron las órdenes, y se produjo un estruendo metálico cuando centenares de trasgos se movieron al unísono, echando atrás el brazo para descargar el primer golpe con la maza. Ilberd Crownsilver humedeció sus labios y miró rápidamente de izquierda a derecha. Parecía ser el único hombre presa del miedo. En los rostros curtidos que le acompañaban, tan sólo intuyó la fiera determinación que conduce al guerrero a la batalla.

Ilberd tragó saliva; temblaba como una hoja azotada por el viento, y entonces oyó un rumor a su espalda. Se volvió con gesto cansino, temiendo que los trasgos los hubieran seguido por la retaguardia para atravesar a los últimos de Cormyr con sus lanzas, como al venado antes de ponerlo al fuego.

No eran trasgos, no era nada que pudiera alarmarlo. Alguien se abría paso entre los hombres, un viejo que no llevaba armadura, un hombre jadeante. Era Vangerdahast, que seguía ciñendo esa extraña corona de hierro. Los capitanes guerreros se hicieron a un lado para hacerle sitio.

Ilberd Crownsilver se relajó. Un hechizo del mago de la corte, o una descarga de sus varitas, y la batalla quedaría vista para sentencia.

Vangerdahast alcanzó la primera línea de la cuadrilla cormyta y elevó ambas manos al cielo. La corona de su frente despidió una especie de destello y cegó su mirada. La voz del mago, cuando habló, retumbó por el campo de batalla como si perteneciera a un dios enfadado o a un coloso. Las palabras que retumbaron y retumbaron le parecieron duras y desconocidas a oídos de Ilberd. Sonaban muy parecidas al chillido que los trasgos tenían por lengua. Cuando el mago concluyó, se produjo un breve silencio que sólo perdonó el eco de sus palabras, momento en que los humanos y los trasgos se calibraron con la mirada.

Entonces, en el silencio espectral, los trasgos hincaron la rodilla en tierra, dejaron sus armas sin decir palabra e inclinaron la cerviz hasta tocar el suelo con ella.

El dragón zarandeó la cabeza de un lado a otro, obviamente asombrado al ver que los suyos deponían las armas. Retrocedió y levantó el vuelo. Todos alrededor de Ilberd, temblor de armaduras al envararse los guerreros, intentaron levantar el escudo que no tenían.

Por grande que fuera, era también diestro y terrible en su poder. El joven Crownsilver observó boquiabierto su magnificencia, de pie y paralizado cuando el dragón surcó el cielo para después volver, con las alas extendidas, dispuesto a arrojarse sobre ellos. Jamás había visto tal elegancia felina, ni nada de tamaño semejante capaz de moverse así, como aquella bestia, grande como algunos de los castillos del reino. Jamás había visto tal… capacidad de destrucción como cuando el dragón cayó sobre los cormytas, escupiendo fuego cuando apenas estaba a veinte pasos del mago de la corte, al que siguió como la antorcha gigante que uno aplica a la telaraña que desaparece. Los hombres salieron despedidos en todas direcciones. Ilberd vio a Elber Lionstone dando tumbos en el lomo escamoso del dragón, con el rostro torcido en una mueca de dolor mientras lo acuchillaba con frenesí, pese a que su daga rebotaba fútilmente en las escamas. Cayó de lado, lejos de su mirada, para precipitarse en algún lugar de la ladera por la que había subido. El fuego rojo trazó una estela al paso del dragón, quemando la hierba que pisaban con sus botas. Los hombres gimieron o maldijeron débilmente al trastabillar o al hacer un esfuerzo por levantarse. Muchos se llevaron a los labios las pociones necesarias para ahuyentar el dolor.

Durante un instante tuvo la impresión de que el mago de la corte había desaparecido, convertido en ceniza por el aliento de dragón o devorado por él, pero entonces el malvado dragón sobrevoló su posición dispuesto a regresar al punto elegido, e Ilberd vio al rey Azoun trastabillar con un cuerpo a cuestas que tenía más aspecto de cenizas que de carne. Ilberd se acercó como pudo para ayudarle. Azoun le dedicó una sonrisa fiera y le entregó a Vangerdahast, que estaba aturdido, cojo y pesaba como un demonio.

—Parece llegado el momento de que canten los aceros —dijo alegre el rey, observando a los trasgos que se habían rendido, y que descendían corriendo ladera abajo.

Habían abandonado las armas, los escudos y el acero brillante, que alfombraba la cima como una capa de aguerrido metal, y que separaba al dragón de los cormytas. Al pie de la colina, confundidos con ellos, había otros trasgos que respondían a la llamada sibilante del dragón. Estos nuevos trasgos empuñaban sus armas y no parecían dispuestos a rendirse.

—¡Tengo que alcanzar al dragón! —gritó de pronto el rey—. ¡A mí, gentes de Cormyr!

Un latido de corazón después corrían por la cima, resbalando sobre las armas que había a sus pies, y el dragón volvía la cabeza en su dirección, azorado como un muchacho al que sorprenden echando mano a la despensa.

El dragón extendió sus fuertes alas para emprender de nuevo el vuelo.

—¡No permitáis que levante el vuelo! —rugió Azoun.

—Delante de vos, mi rey —respondió un comandante de lanzas que lucía en el hombro el blasón de Tapstorn—. ¡Fijaos!

Ilberd vio que el anillo que llevaba en su dedo (sin duda sería uno de los preciados herederos de los Tapstorn) refulgía de pronto como hecho de fuego. Ese fuego mágico brilló un instante, y el anillo perdió lustre y se convirtió en ceniza; como consecuencia de ello, Murkoon Tapstorn torció el gesto en una mueca de dolor y sacudió los dedos quemados. Las llamas se extendieron a continuación por la cima hasta alcanzar al dragón, sobre cuya cabeza llovieron invisibles varapalos, como si de los martillos de una forja se tratara. El enorme wyrm se encogió, agachó la cabeza y retrocedió. El hechizo lo siguió, golpeándolo sin cesar.

Alcanzaron a los primeros trasgos a pocos pasos del bulto enorme que era el dragón. Ilberd jadeaba al tener que sostener al mago de la corte, que lo montaba a caballito y que pesaba como un cadáver. Dioses, quizás había muerto de veras.

Estalló el entrechocar del acero, que pronto se convirtió en una canción constante cuando los hombres, cansados, se enfrentaron a los trasgos a golpe de espada, dispuestos a abrirse paso a través de la marea de enemigos que iba en aumento, armados con aceros de formas bizarras y el odio reflejado en la mirada. Ilberd vio caer a Skormer Griffongard, el nuevo portaestandarte, cuyo yelmo resquebrajado revelaba la larga melena, y sus ojos que eran como dos llamas furiosas. Se abrió paso bañado en sangre de trasgo hasta que, literalmente, lo acuchillaron por todas partes, momento en que cayó al suelo y se perdió de vista bajo la marea.

Murkoon Tapstorn trastabilló y se volvió con un hilo de sangre que manaba del ojo que acababan de vaciarle, y un grito de dolor en los labios, antes de caer sobre el cadáver de un trasgo. Una docena o más de criaturas pasaron por encima de él, y la mano enfundada en guantelete que los atacaba desde el suelo como buenamente podía no tardó en quedar inerte y desaparecer también de la vista.

Ilberd zarandeó el cuerpo de Vangerdahast como si de un ariete se tratara, descargando patadas a diestro y siniestro para quitar de en medio a los trasgos que le salían al paso. Sintió que a fuerza de patadas quebraba sus costillas, y que los trasgos se apartaron profiriendo gritos ahogados. Ilberd ocupó el espacio que habían dejado libre, pisando fuerte y sin preocuparse por la posibilidad de tropezar. De pronto acusó un dolor agudo y lacerante en la rodilla izquierda; alguien le había apuñalado. Rugió de dolor y descargó un puñetazo en el rostro del trasgo, e inmediatamente después movió la cintura para atravesarlo con la espada. El movimiento hizo que el mago cayera de sus hombros sobre una docena de trasgos. Libre del peso, Ilberd se volvió y se entregó en cuerpo y alma a la danza de la muerte, y causó una carnicería entre los trasgos hasta que todos cayeron a su alrededor y pudo cargar de nuevo a Vangerdahast sobre sus hombros.

Al volverse vio que seis lanzas de los trasgos atravesaban de parte a parte a Kaert Belstable, que trastabilló mientras la sangre oscura surgía a borbotones de su boca y de su nariz, y con un desafío en los labios se arrojó sobre uno de sus asaltantes, dispuesto a arrancarle los ojos con la malla que cubría sus dedos. Cayeron juntos, y los demás trasgos aprovecharon la ocasión para acuchillarlo en el suelo.

Lanjack Blackwagon o, mejor dicho, lo que quedaba de él, cayó cubierto de sangre sobre los trasgos que se arrojaban a la refriega, mientras el malvado dragón escupía sus piernas y sus entrañas antes de lanzar una risotada.

Ilberd observó horrorizado aquella cabeza que retrocedía, y que le pareció grande como una cabaña, cubierta de colmillos afilados y amarillos, altos como hombres. Una vez agotado el hechizo de Murkoon, la bestia abrió la mandíbula humeante para acabar con aquél que lo desafiaba espada en alto.

¡Era el rey!

Las llamas lo inundaron todo como un torrente blanco y ardiente, llamas que prendieron la hierba y empujaron a los trasgos a emprender una caótica retirada en todas direcciones. Hacía demasiado calor como para poder ver a través del fuego, pero cuando remitió e Ilberd pestañeó para recuperar la visión, Azoun de Cormyr seguía de pie en el mismo lugar donde lo había visto antes, con el espadón en alto, en cuya hoja refulgían azuladas las runas mágicas. No había sufrido ni un solo rasguño.

Ilberd observó boquiabierto como Azoun se arrojó sobre el dragón como si fuera un hombre en la plenitud de sus fuerzas; el dragón abandonó su aliento de fuego para lanzarse a fondo sobre el rey, con aquellas mandíbulas repletas de colmillos, dispuesto a partirle en dos por la cintura como había hecho antes con Lanjack.

Azoun murmuró algo ininteligible, su armadura lanzó un destello y de pronto su peto se transformó en una barra de acero, una jabalina de doble punta, larga y gruesa como un hombre. Las mandíbulas del dragón se cerraron sobre ella, manó la sangre negra en cascada y el malvado dragón profirió un grito de dolor. A Ilberd le pareció un grito femenino, e incluso, en cierto modo… delicado.

El dragón seguía sacudiendo la cabeza para librarse del colmillo de acero que tanto daño le había hecho, cuando Azoun esgrimió un objeto que había sacado del peto con el que golpeó aquello que tenía más cerca del dragón, su ala derecha. Se produjo un destello de luz dorada, tan brillante que las nubes suspendidas en el cielo se iluminaron momentáneamente. El dragón profirió un nuevo grito.

Por un instante, Ilberd Crownsilver creyó ver que el enorme y escamoso dragón se había convertido en una doncella elfa desnuda y alada, que se movía dolorida con una melena roja que colgaba sobre sus hombros y sus alas cubiertas de plumas. Echó la cabeza hacia atrás sollozando, y vio que sus ojos eran sendos diamantes de furia y fuego. Entonces retrocedió con un rugido que inundó todos los sentidos de Ilberd, y volvió a convertirse en dragón. Pestañeó, incapaz de creer lo que acababa de presenciar.

—Hombre —rugió el dragón—, ¿con qué me has golpeado?

—Con el cetro de los Señores —repuso Azoun con voz serena—. La mayor creación de lord Iliphar, señor de los elfos.

—¡Ni siquiera eres merecedor de pronunciar su nombre, humano! —escupió el dragón. Diminutas lenguas de fuego surgieron de entre sus colmillos, fuego que pareció evitar el objeto que empuñaba el rey. En la mano que no esgrimía la espada ennegrecida tenía un cetro dorado esculpido en forma de roble, del que surgían delicadas ramas sin un orden concreto, y en cuyo pomo había una amatista gigante engarzada, en forma de bellota.

—No, Nalavara —respondió el rey de Cormyr con tal desenfado que no parecía hablar con un dragón—. Lord Iliphar negoció con mi antepasado y le concedió la potestad de reinar, siempre que reinara bien. Esa negociación, ese trato, ha llegado a mí. En cierto modo, él fue guardián y padrino de mi estirpe.

El malvado dragón profirió un chillido de ira e intentó golpear al hombre que lo desafiaba, pero su ala maltrecha no le respondió, y cayó de costado al suelo sobre un puñado de trasgos; no pareció molestarle la perspectiva de aplastar otros tantos cuando rodó sobre sí mismo para incorporarse.

El estruendo que hizo al caer no bastó para distraer a Ilberd cuando un trasgo se encaramó a su cuello para abrirle la garganta. El trasgo murió cuando Ilberd, tan sorprendido como el propio trasgo, se movió con rapidez y hundió la hoja del enemigo en su cuello. Ilberd dejó caer al trasgo sobre la pila de sus camaradas muertos, y pensó que aunque el humanoide se hubiera salido con la suya, habría visto morir al malvado dragón, lo cual significaba la salvación de Cormyr.

Pero, en realidad, el dragón distaba mucho de haber muerto.

Azoun golpeó al dragón en la cabeza, tan fuerte como se atrevió, consciente de que jamás volvería a disponer de una oportunidad como aquélla. La sangre caliente asomó por entre las escamas de la criatura situadas en la comisura del ojo derecho, pero Nalavarauthatoryl el Rojo se apartó del rey aplastando más trasgos en su retirada.

—¡Los elfos no se atienen a tratos con quienes los asesinan! —rugió el dragón—. Iliphar hizo un trato con vosotros, pero ninguna palabra suave me devolverá a mi prometido. Cerca de quince siglos hará que se convirtió en ceniza aquél con quien me iba a casar, quince siglos de soledad: sin el tacto de su abrazo, sin la felicidad de estar juntos de la que habríamos disfrutado. Escupo en tu trato, humano… ¡escupo fuego sobre él!

Las llamas surgieron de nuevo de la garganta del dragón, pero en esta ocasión lo hicieron en un color rojo oscuro, intermitentes, como un vapor de humo y sangre negra. El dragón sacudió la cabeza dolorido y frustrado, aunque la llamarada que había conjugado prendió en la cima, atemorizando a los trasgos presentes y dejando al rey a solas con su enemigo, y los caídos, incluido el mago de la corte, cuya piel parecía cubierta de ceniza.

Azoun se movió lentamente en círculos, obligando al dragón a volverse y seguirlo, hasta situarse junto a Vangerdahast. Quizá podría aprovechar parte de la magia que quedaba en los bolsillos del mago o…

—Yo también he sufrido pérdidas en esta guerra —dijo el rey de Cormyr al dragón, levantando tanto su espada como el cetro, más la espada para proteger la maravillosa creación de Iliphar de la garra, el ala o la cola de aquel monstruo. Al contrario que un dragón de verdad, Nalavarauthatoryl no parecía emplear la cola en combate, y sólo la utilizada como soporte para mantener el equilibrio—. Centenares de mis súbditos yacen muertos por tu culpa y por culpa de las criaturas que has reunido.

—¡Bah! ¿Y qué significan para mí sus muertes? Son escoria, escoria que debe ser destruida o barrida lejos de estos bosques de elfos. Me encargaré de reducir a escombros sus campos, sus torres de piedra y todo lo que han construido, para devolver los bosques a estas tierras.

Nalavara lanzó un mordisco, pero apartó la cabeza cuando la hoja que tenía clavada le partió el labio al borde de las escamas. Sacudió la cabeza y profirió un rugido estruendoso, golpeando al solitario humano con una de sus garras. La espada entonó de nuevo su mortífera canción, y con ella, con otro destello de luz dorada y un dolor lacerante e intenso, lo hizo el cetro de los Señores.

El malvado dragón siseó y retrocedió. Sus ojos brillaron febriles de odio al encontrarse con Azoun, pero el rey le devolvió una mirada serena.

—Yo también he perdido a alguien a quien amaba —dijo Azoun—. Mi hija Alusair murió quemada por tu fuego.

—¿Y a mí qué me importa, humano? ¿En qué te basas para suponer que una vida humana pueda equivaler a la vida de un elfo?

—Ambas encuentran su final —dijo el rey—. Ambas desaparecen para no volver a disfrutar de esta bella tierra.

El dragón volvió a la carga con la mandíbula por delante, pero en esta ocasión se apartó a tiempo de evitar la hoja de la espada que iba a morder su cuerpo escamoso, pero también antes de alcanzar su objetivo.

—E incluso de poder medirlos por el mismo rasero, humano, ¿por qué habría de preocuparme después de que los humanos hayan arrasado y despojado esta tierra? ¿Qué es tu Cormyr sino los Bosques del Lobo faltos de la vegetación que antes los cubría, vegetación que ha retrocedido ante vuestros edificios e incluso vuestras tumbas, tierra malgastada para enterrar vuestros huesos, cuando podría emplearse en plantar árboles y servir de cuna a la vegetación? —Nalavara se revolvió inquieto, intentando aprovechar su gigantesco tamaño para impedir que el rey pudiera emplear la espada y golpearlo por la retaguardia.

—Este Cormyr —respondió Azoun no sin cierta educación— que tú consumes y desgarras, que cubres de plagas e infestas de trasgos y enjambres de insectos, Lorelei Nalavara, es la misma bella tierra que tanto te preocupa.

—¿Cómo te atreves? —preguntó el dragón, al borde del sollozo, alzándose ante él de un modo terrible. Se arrojó sobre el rey con las alas rotas y extendidas, y una mueca dibujada en el rostro—. ¡Toma pues mi vida, humano! Acaba conmigo. ¿O acaso caerás tú primero?

Ambos se movieron con rapidez, más el humano que el dragón, pues no deseaba que lo alcanzara. El dragón fue tras él, ansioso por convertirlo en pulpa sangrienta a fuerza de aplastarlo con su propio peso. Lo atacó con las garras, y abrió amplias zanjas en la tierra. Los trasgos huyeron despavoridos colina abajo, entre gritos de terror.

Después de un rato ausente y aturdido, Ilberd Crownsilver fue capaz de recordar su propio nombre. Recordó haber caído, la enorme silueta del dragón que lo aplastaba y la batalla previa. Yacía tumbado de espaldas con las mismas nubes grises como humo en el cielo que había visto cuando… y estaba tumbado sobre los cadáveres de trasgos, fríos, inmóviles y de tacto desagradable. Sintió un fuerte y repentino deseo de levantarse y averiguar lo sucedido, aunque ello significara morir bajo las espadas de docenas de crueles trasgos.

El joven noble se puso en pie como pudo, aunque la cabeza le daba vueltas. Descubrió una sustancia roja, su propia sangre, al observar tranquilamente las yemas de sus dedos; sangraba del ojo derecho y se había lastimado también en el costado izquierdo del estómago, herida que después de apartar la maltrecha armadura descubrió poco profunda pero ensangrentada.

—Bueno, todo esto a cambio de saborear la gloria —gruñó para sí—. Pues a mí me sabe a sangre, pero ahí la tienes, ¿verdad? —Tosió débilmente, escupió más sangre y miró a su alrededor. Había trasgos por doquier, que vagabundeaban por el campo como aturdidos, que rebuscaban en los cadáveres para recoger las armas o los yelmos. Sin embargo, no había ninguno cerca. Algunos incluso parecían huir de la cima de la colina donde se encontraba.

Ilberd levantó la vista para observar el lugar donde se había enfrentado junto al rey contra el malvado dragón, a tiempo de ver que el enorme wyrm se arrojaba sobre Azoun y rodaba sobre sí mismo intentando destrozarlo con sus garras; vistos así, dragón y rey parecían dos niños que peleaban sobre el fango.

—Gloria —dijo enfadado antes de escupir más sangre. Había perdido el yelmo y la daga al caer, podían estar en cualquier parte, pero la espada seguía en su vaina. La desenvainó, admiró su peso y equilibrio por última vez, y emprendió el ascenso de la colina.

Cormyr le necesitaba, y si morir en el fango de allí arriba bajo los colmillos del dragón era lo bastante bueno para su rey… también lo sería para él. Con una sonrisa, Ilberd Crownsilver apretó el paso, dispuesto a afrontar su destino.

—Esto es una locura, Nalavara —jadeó Azoun cuando ambos rodaron por el suelo y se incorporaron de nuevo, cada uno por su lado—. Ambos luchamos por Cormyr: ¡para proteger y mantener sin mácula la tierra que amamos!

Los ojos del dragón rojo lanzaron un destello al oír las palabras que acababa de pronunciar el rey.

—Inteligentes palabras —siseó—. Los humanos siempre han hecho gala de una gran labia, pero se expresan con lengua de serpiente. ¡Muere, rey humano!

En esta ocasión su fuego no fue ni un hilo que apenas desafió la magia defensiva de la espada que empuñaba el rey, aunque su mandíbula fuera tan mortífera y salvaje como siempre. La armadura tembló bajo el colmillo cuando cerró sobre el hombro izquierdo de Azoun y le obligó a trastabillar, pese a las estocadas que lanzaba a la mandíbula del dragón tanto con la espada como con el cetro.

—Te ataco afligido —jadeó cuando la luz dorada lo envolvió de nuevo—, y me disculpo ante ti en nombre de Andar Obarskyr, por los pecados de mi padre y demás antepasados que hayan podido guardar el secreto de lo que éste hizo, y también por toda la responsabilidad que me pueda corresponder. ¿Podría el hecho de ofrecerte mi vida en pago de la de tu amado terminar con todo esto?

El dragón rojo echó la cabeza hacia atrás y le miró asombrado mientras arrastraba el ala rota.

—¿Qué has dicho, humano?

Azoun extendió ambos brazos, permitiendo al dragón una vía directa hacia su pecho, protegido tan sólo por un jubón de cuero empapado, que era en lo que se había convertido el peto metálico. Se le veía viejo, tenía el pelo blanco y su rostro estaba curtido y maltrecho, pero también parecía satisfecho.

—¿Serviría mi vida para compensar la que tú perdiste? —preguntó de nuevo—. Si es así, la rindo complacido. Tómala, siempre y cuando devuelvas la paz a Cormyr y, por tu honor, Lorelei Nalavara, a todos los que habitan en este reino.

Las escamas del dragón rojo temblaron durante un instante, y tuvo ocasión de ver ante sus ojos el cuerpo grácil de una doncella elfa, cuyo pelo rojo caía en cascada sobre la larga y bella capa, y cuyos ojos suplicantes y oscuros reforzaban una boca temblorosa, que parecía a punto de esbozar una sonrisa.

Entonces desapareció, y de nuevo se enfrentó al dragón: no obstante, era un wyrm más pequeño, aunque de ojos brillantes y furiosos.

—¡No! —exclamó Nalavara—. Tu truco llega demasiado tarde. He pasado mucho tiempo odiando, humano, tanto que ya no tengo nada más en este mundo. Nada de lo que digas o hagas me devolverá a mi Thatoryl. Igual que él cayó, caerás tú. ¡Esa paz que tanto ansías sólo la disfrutará tu «bella Cormyr» cuando el último cadáver humano alimente los bosques que tanto habéis maltratado!

—El tiempo ha cambiado Faerun, igual que los dragones dieron paso a los elfos, y tu raza a la mía —dijo seriamente Azoun—. No puedo resucitar a Thatoryl Elian, pero puedo erigir una piedra, o plantar un bosque, en su memoria. Incluso en tiempos de guerra cuidan mis monteros de la tierra, y se preocupan de atender los bosques. Puedo convertir Cormyr en un gran bosque… pero el paraíso en el que tú cazabas ha desaparecido, y mucho me temo que sea por siempre. ¿No podríamos trabajar juntos para recordar su eco? ¿Acaso todo tiene que acabar con sangre?

Nalavarauthatoryl el Rojo volvió a retroceder, batiendo sus alas pese al dolor que le causaba la que se había fracturado.

—¡Por supuesto que sí, humano! —espetó—. ¿De qué otro modo, por muy «civilizadas» que sean tus pretensiones, podrían dragones, elfos y humanos resolver sus disputas? No somos mucho mejores que los trasgos, y no puedo convertirme en algo que no soy. ¡Muere!

Sus mandíbulas se cerraron de golpe sobre Azoun, pese a la espada que se hundió en su garganta y el cetro que lo golpeó. Su luz dorada iluminó el interior de su cabeza y sus ojos estallaron en sendas bolas de fuego.

Las costillas se fracturaron y los órganos prendieron antes de que abriera la mandíbula. Maltrecho, Azoun jadeó en voz alta ante el dolor que sentía, apenas consciente de que el cetro de los Señores había empezado a arder en sus manos.

Pese a ello, su furia le impidió perder la conciencia.

—¡Cormyr! —exclamó Azoun, asentando los pies en el suelo y manteniendo firme el cetro en la mandíbula del dragón.

Que esas damas que observaban la batalla desde las murallas de Suzail cambiaran las apuestas. Tenía que salvar un reino, costara lo que costase, condenadas fueran todas ellas. Y este maldito dragón ya estaba tardando demasiado en morir.

La sangre negra manó a borbotones de la boca del dragón, empapando el pecho y los brazos del rey, infectando sus heridas e inundando su organismo por dondequiera que encontrara sangre humana. Azoun gruñó dolorido y trastabilló cuando a su enemigo lo sacudió un temblor, del hocico a la punta de la cola, y después, lentamente, gorgoteó hasta guardar silencio eterno.

Cuando el malvado dragón cayó por fin, sendos penachos de humo se elevaron de sus vacías cuencas, y Azoun cayó de rodillas sobre el cuerpo de Vangerdahast. Había cumplido su tarea, había empleado toda su fuerza y había llegado el momento. Momento para que incluso los reyes dejen atrás su trono en favor de pastos más tranquilos.