29

Como todo lo relacionado con aquella traición, Tanalasta consideraba la señal que utilizaba Orvendel para llamar la atención de las ghazneth excesivamente complicada, infantil y muy descorazonadora. Se hallaba en lo alto de torre Rallyhorn, observando desde la oscuridad cómo Orvendel izaba un estandarte deshilachado en cuya superficie se representaba la figura de una ghazneth de anchos hombros y mirada roja; en una de sus manos tenía la corona de Cormyr, y en la otra un rayo; un pie apoyado en el pecho de un moribundo, y el otro en las ruinas de una torre de la nobleza.

—Maldito cabrón —siseó Korvarr—. No tenía ni idea.

—Obviamente —replicó Tanalasta.

Después de oír describir a Orvendel casi con orgullo cómo había jugado con Korvarr para descubrir los planes de Tanalasta, el capitán de Dragones había renunciado a su puesto y solicitado compartir el castigo de Orvendel. Tanalasta había aceptado la renuncia, pero declaró que la contrición de Korvarr ya suponía castigo suficiente. Según el cabeza de familia, la cortedad de vista de Orvendel y su pasión por el estudio lo convirtieron durante su infancia en el hazmerreír. Cuando era muy joven, Korvarr y sus amigos no habían tenido reparos en burlarse del muchacho. No obstante, cuando comenzó la invasión ghazneth, el capitán de Dragones había sido momentáneamente víctima de las locuras de Boldovar, el rey Loco, y pudo apreciar cuán dañinas habían sido sus burlas. Se propuso cambiar su cruel forma de ser, y envió de inmediato varias disculpas a su hermano.

Éste rechazó todos los mensajes, y es que el resentimiento de Orvendel se había transformado ya en una rabia que no conocía límites, y no sólo hacia su hermano. Lord Rallyhorn también se había granjeado el desprecio de su hijo pequeño por no haber ocultado nunca la decepción que supuso para él la torpeza física del muchacho, y lo delicado que era de salud. Igual hizo el resto de la sociedad cormyta, que siguió el ejemplo del hermano mayor y del padre, y que trató al joven como al enclenque de la familia o al bufón. No era de extrañar, pues, que cuando Orvendel empezó a oír los informes de los daños que sufría el reino a manos de los azotes que anunciaban las profecías de Alaundo, se divirtiera de lo lindo.

Orvendel se obsesionó con las ghazneth y aprendió todo lo que pudo sobre ellas, hasta que descubrió que podrían convertirse en herramientas de su ansia de venganza. No tuvo ninguna dificultad para registrar la cámara mágica de la familia con tal de hacerse con un objeto que pudiera atraer la atención de las ghazneth, y cuando Korvarr envió mensaje conforme no tardaría en teletransportarse de vuelta al hogar acompañado por la princesa, Orvendel ya se había puesto en contacto con Luthax. Bajo la tutela de la ghazneth, el joven Rallyhorn había aceptado los intentos de recuperar la amistad de su hermano y se había convertido en espía; su primer paso consistió en concretar la venganza ayudando a los monstruos a devastar el sur de Cormyr.

En cuanto aquel lamentable estandarte pendió del tope del palo, Orvendel encendió una linterna con cuya luz iluminó el estandarte.

—Aho… ahora será mejor que os retiréis. —El joven no miró ni a Tanalasta ni a su hermano, y estaba tan asustado que la luz de la linterna tembló a medida que hablaba—. Supongo que no querréis que os vean.

—Vigila tu pulso, Orvendel —dijo Tanalasta—. No nos interesa que sospeche nada malo.

Orvendel observó sus manos temblorosas y exhaló un par de veces, después presionó el fondo de la lámpara contra su estómago.

—No pasa nada. No es la… primera vez que estoy nervioso.

—¿Y estás seguro de que lo verá? —preguntó Korvarr.

—Estará observando —respondió su hermano pequeño—. Ansía la magia, y no esperará mucho. Aprisa.

—Adelante, alteza —dijo Korvarr—. Me quedaré en el dintel de la puerta con la ballesta por si intenta escapar.

—¿Te crees más rápido que una ghazneth? —preguntó Orvendel, que miró a su hermano. Por muy asustado que pudiera estar, el muchacho compuso una mueca de desprecio—. Si te quedas aquí, querido hermano, Luthax te matará. A mí no me importa nada, pero te aseguro que echaría a perder el plan de la princesa.

—Esta vez Orvendel no nos traicionará —dijo Tanalasta cogiendo del brazo a Korvarr—. Luthax lo mataría de todos modos, y estoy segura de que preferirá que lo recuerden como al héroe que salvó Cormyr, que como al muchacho que lo vendió.

Orvendel empezó a temblar de pies a cabeza, y se volvió para observar la oscura ciudad. Después de la confesión que había hecho, confesión que se produjo incluso antes de que la reina Filfaeril expusiera todas las pruebas de que disponía, Tanalasta había pronunciado las palabras más duras de toda su vida al condenarlo a muerte. Después de dejarle que considerara su destino durante un tiempo, empezó a jugar con él, a describirle todas las ejecuciones horribles de anteriores traidores, para después rogarle que la ayudara en lo posible a cambio de elegir una ejecución que fuera rápida y lo más indolora posible. Orvendel había resistido aquella parte del interrogatorio con sorprendente entereza. Fue desafiante y orgulloso hasta que Korvarr empezó a hablar de los suyos, y de cómo lo ridiculizarían a su muerte.

Sus descripciones habían servido para martirizar mucho más a Orvendel que las torturas descritas por Tanalasta, y el muchacho finalmente aceptó ayudarlos a tender una trampa a Luthax. Dado el miedo que tenía a que se burlaran de él, la princesa estaba convencida de que cumpliría con lo que había prometido. Antes de cumplir los veinte años, también ella había tenido que sufrir en sus carnes los mismos temores que Orvendel, y sabía mejor que nadie lo mucho que pesaban esos sentimientos.

Tanalasta cogió del brazo a Korvarr y lo arrastró tras ella escaleras abajo, preguntándose si podría volver a mirarse al espejo cuando acabara la guerra. Apenas hacía diez días de lo que se llamó «El concilio de Hierro», cuando ordenó ejecutar a lady Calantar por el simple hecho de protestar una orden real. Ahora utilizaba a un muchacho asustado, un hombre joven según la ley y las costumbres, a quien no por ello dejaba de considerar un muchacho, a que atrajera a una ghazneth a la trampa que habían tendido. Si lo hacía bien, recibiría por toda recompensa una muerte indolora.

Tanalasta no pudo reprimir un temblor al pensar en lo que se estaba convirtiendo. Quizá fuera una regente para quien el principal objetivo consistía en librar al sur de todo mal, pero ¿y después? Cuando volviera a ver a Rowen, ¿podría mirarlo a los ojos y describirle todas las cosas horribles que había hecho?

Cuando Tanalasta descendió por los escalones, Owden Foley la cogió del brazo y la condujo al espacioso estudio de Urthrin Rallyhorn.

—Alteza, ¡estáis temblando! —dijo—. ¿Tenéis frío?

—Me temo que me estoy convirtiendo en un témpano de hielo. —Tanalasta miró a su alrededor, y preguntó—: ¿Está todo preparado?

Aunque la estancia parecía vacía, la princesa sabía perfectamente que había una docena de Dragones Púrpura, ocultos tras un panel de estanterías falsas que se extendía a lo largo de una de las paredes. Había también un par de magos guerreros sentados en una aspillera oculta por una cortina gruesa, y dos más agazapados tras el pesado escritorio del duque. El resto de la compañía, un centenar de guerreros escogidos y una docena de magos guerreros, aguardaba al pie de la escalera, dispuesta a irrumpir en la estancia en cuanto se disparara la trampa.

—Tan preparados como podamos estarlo —dijo Owden.

Condujo a Tanalasta a lo largo de la estancia hasta la puerta de roble de un armario, cuyas puertas abrió. En su interior, el gabinete parecía menos un armario que un ataúd construido para dos personas. De hecho, era una caja de hierro disfrazada de armario, con un grueso forro de cuero acolchado, y una barra de acero a modo de cerradura, que sólo podía abrirse desde el interior. La princesa sabía mejor que nadie que nada podría impedir que la ghazneth la alcanzara, pero si conseguía entretenerla podría recurrir al broche mágico de la capa y teletransportarse.

Tanalasta penetró en su interior y cogió el arma que destruiría a Luthax: una corona antigua con una gema incrustada, que en tiempos perteneció al rey Draxius Obarskyr. Se miró el estómago, tan inflado a esas alturas que ya no podía verse las puntas de los pies, y dijo:

—Espero que se cierre la puerta.

—Estoy seguro de que lo hará, alteza —dijo Owden. Entró junto a la princesa y, pese a la seguridad de su tono de voz, empujó la puerta para asegurarse—. ¿Lo veis?

—Sí —respondió ella. El forro de cuero empujó su tripa hacia sus pechos, pero oyó que la barra de acero se ajustaba en su lugar—. No la cerremos hasta que sea necesario, si no le importa.

Owden profirió un gruñido de desaprobación, pero abrió de nuevo la puerta. Casi de inmediato, Tanalasta olió el olor acre del azufre y observó la bruma amarillenta que colgaba de la estancia. Primero pensó que Luthax había olido la trampa e intentaba asfixiarlos, pero después oyó que algo se posaba en el tejado y que toda la torre empezaba a temblar. Una voz grave reverberó a través de las tejas, fuerte y retumbante como un terremoto.

—¿Dónde has estado, muchacho? Tengo mis necesidades.

—Lo… Lo sé. —Abajo, apenas lograron oír la respuesta de Orvendel—. La princesa ha obligado a todos los nobles a llevar su magia al palacio real. Habréis…

—Ya me había percatado —masculló Luthax—. Debiste advertirnos. De haberlo sabido con tiempo, podríamos haberlos emboscado. Con toda esa magia… sabes que no habría pasado mucho tiempo hasta que te convirtiéramos en uno de los nuestros.

Tanalasta se sobresaltó, y oyó que Owden siseaba entre dientes a su lado. Orvendel no les había dicho nada de eso, de que intentaba convertirse en ghazneth, pero tenía sentido. Imaginó que lo veía señalando hacia abajo, bajo el techo, mientras pronunciaba la palabra «trampa». Se sintió como una idiota al pensar que comprendía lo que sentía el muchacho, aunque no demasiado. Mientras conversaban, había un centenar de Dragones Púrpura que se acercaban a la torre montados en hipogrifos, dispuestos a enfrentarse en el aire a la ghazneth y devolverlo al techo. Finalmente, la única diferencia estribaría en la forma en que Cormyr recordara a Orvendel Rallyhorn y en lo que pensaría Tanalasta de sí misma.

Pero Orvendel no era tan iluso como antes.

—Hasta el momento os he ayudado a encontrar el doble de toda esa magia. —Hubo una larga pausa—. Si quisierais convertirme en uno de los vuestros, a estas alturas ya lo hubieseis hecho.

Lo siguiente que oyó Tanalasta fue un cuerpo que rodó por el tejado. Pensó por un instante que Luthax había matado al muchacho, pero entonces la ghazneth se dirigió de nuevo a él.

—Tengo hambre, muchacho. No es buen momento para jugar conmigo.

—No estoy jugando —Orvendel hablaba tan bajo que Tanalasta apenas podía oír lo que añadió—: Tengo algo especial para vos.

—¿Dónde? —preguntó Luthax—. No percibo magia.

—No es magia… algo mucho mejor —dijo Orvendel. Junto a Tanalasta, Owden maldijo entre dientes, al parecer convencido de que el muchacho se había propuesto traicionarlos. Orvendel añadió—: Venid abajo.

—¿Abajo? —preguntó Luthax con suspicacia—. Tráelo aquí arriba.

—Uy, no puedo.

—¿Estás jugando conmigo, muchacho? —Oyeron una bofetada procedente del techo, seguida por el golpe que se dio Orvendel al caer de nuevo—. Haz lo que te digo, o…

—¿Orvendel? —llamó Tanalasta. Pasó la corona a Owden y abandonó su escondrijo—. Orvendel, he oído voces. ¿Hay alguien contigo ahí arriba?

Nadie respondió, y Owden la cogió del brazo.

—¿Qué estáis haciendo?

—¡Silencio! —siseó Tanalasta. Retiró su mano y se dirigió al pie de las escaleras—. ¡Orvendel! ¡Responde!

Oyeron ruidos procedentes del techo, y la nube de azufre se hizo más densa y más acre. Korvarr salió de debajo de las escaleras.

—¡Orvendel! —gritó Tanalasta—. No estoy dispuesta a esperar más tiempo esa sorpresa tuya. El tiempo de una princesa es…

—¿Orvendel? —llamó Korvarr, serio, al comprender qué era lo que se proponía Tanalasta. Se puso delante de la princesa y empezó a apartarse de la escalera, llevándola hacia su ataúd—. Si se trata de otro de tus jueguecitos…

—¡Nada de eso! —rugió la voz profunda de Luthax.

Una llamarada recorrió todo el trecho de escaleras, alcanzando a Korvarr de lleno en el pecho y empujándolo contra Tanalasta. Ésta trastabilló y cayó al suelo, con el olfato sobrecogido por un sorprendente hedor a carne quemada. Korvarr cayó sobre ella, aullando y gritando mientras sacudía los miembros contra el suelo para apagar el fuego.

La cabeza de un mago asomó por detrás de la cortina de la aspillera, después la estantería empezó a deslizarse cuando los Dragones Púrpura que se ocultaban detrás la corrieron para salir.

—¡Alto! —gritó ella con voz autoritaria. El mago ocultó la cabeza tras la cortina, y la estantería falsa dejó de moverse. Suspiró aliviada, y repitió con menos aplomo—: ¡Deje de moverse, Korvarr!

Aunque en realidad aquella orden no iba destinada a él, de algún modo, pese al dolor y el miedo, Korvarr encontró la fuerza necesaria para permanecer inmóvil. Tanalasta se lo quitó de encima e intentó pensar desesperadamente en lo que haría a continuación si no fuera consciente de la presencia de Luthax en el techo, escuchando cada paso que daba e intentando descubrir si había gato encerrado.

—¡Ayuda! —Al tiempo que gritaba, hizo un gesto a Owden para que cerrara el armario, y a los demás compañeros para que siguieran en sus puestos. A Korvarr lo dejó en el suelo, ardiendo junto a ella—. ¡A mí la guardia!

Luthax no necesitó oír más para convencerse. Con un increíble estruendo bajó por las escaleras hasta irrumpir en la sala, seguido por una nube asfixiante de humo y ceniza. En medio de la nube se plantó la figura de aspecto humano con la barriga de un mago y piernas curvas, delgadas como palillos. Dirigió su fiera mirada a Tanalasta, y acto seguido avanzó un paso.

Un torrente de toses surgió de detrás de la falsa estantería, y al oírlo la ghazneth abrió unos ojos como platos. Se volvió hacia el sonido levantando un dedo.

—¡Ahora! —gritó Tanalasta—. ¡Hacedlo ahora!

La librería cayó hacia adelante, aplastando a Luthax contra el suelo. Un círculo de llamaradas rojas surgió por debajo, y se extendió hasta quemar la planta de los pies de Tanalasta y prender fuego a las alfombras. Entonces, una docena de Dragones Púrpura se arrojaron hacia adelante y empuñaron las espadas sobre la estantería caída.

Una columna de fuego surgió a través de una obertura, y abrió un orificio en el techo de roble de la torre del tamaño de un caballo. Dos Dragones Púrpura cayeron hacia atrás gritando, con las manos sobre sus rostros quemados. Los demás empezaron a hundir sus espadas de hierro a través del agujero.

Ahora que la ghazneth estaba atrapada, Tanalasta se dedicó a Korvarr; se quitó la capa y la extendió sobre el cuerpo quemado del capitán, que chilló y rodó sobre sí mismo, envolviéndose en la capa y apagando las llamas.

Un crujido tremendo reverberó en las paredes de la estancia cuando el suelo de un extremo cedió y se precipitó sobre el piso inferior. Tosiendo, medio asfixiada por el humo sulfuroso, Tanalasta se arrojó hacia adelante y echó un vistazo, a través de la cortina en llamas que le llegaba a la altura de la rodilla, a la estancia humeante que había debajo.

La estantería falsa yacía sobre el suelo caído y chamuscado, y sobre ella se encontraban docenas de Dragones Púrpura gruñendo o gritando. Luthax se incorporaba de rodillas, asomando la cabeza. La ghazneth estaba rodeada de unos treinta Dragones Púrpura, cuyas armas se entrechocaban al atacarlo con denuedo. Aunque muchas de sus heridas parecían cerrarse de inmediato, otras no lo hacían, y Tanalasta sabía que se imponían por ser muchos.

—¡Owden, la corona! —Extendió la mano hacia atrás, sin por ello dejar de mirar a través del agujero. Entonces señaló a los magos que habían permanecido ocultos bajo el enorme escritorio—. ¡Y bajad de una vez esa caja!

Los magos volcaron la parte superior del escritorio, que reveló la caja enorme de hierro que había ocultado la tapa de cerezo. Después la empujaron hacia el boquete que había en el suelo. Abajo, Luthax pareció advertir que no podía regenerar las heridas tan deprisa como se las infligían sus atacantes. Dejó de forcejear y cerró los ojos para concentrarse. Un rumor sordo hizo temblar la torre. Los tapices que colgaban de las paredes se ondularon rítmicamente, y el polvillo del yeso cayó de los travesaños.

—¡Moveos! —ordenó Tanalasta, animando a los magos que llevaban la caja al agujero.

Owden le dio la corona, y después arrimó el hombro a la caja de hierro. La enorme jaula se deslizó por el suelo, dio un bote y cayó sobre la cabeza de Luthax. La ghazneth cayó de espaldas con la caja sobre el pecho y la corona que ceñía totalmente aplastada.

Cesó la confusión y el humo empezó a aclarar, después la forma del cráneo de Luthax pareció recomponerse. Tanalasta quitó al chamuscado Korvarr la capa, y la utilizó para extinguir las llamas que devoraban el borde del agujero. Descolgó las piernas y levantó un brazo hacia Owden.

—Bájeme.

—Son más de tres metros —respondió éste con los ojos abiertos desmesuradamente—. Es demasiado, lo sé —dijo—, pero lo haré si es necesario.

—No es necesario —Owden la cogió de las muñecas y se agachó boca abajo; acto seguido, la descolgó por el borde—. ¡Eh! ¡Los de ahí abajo, necesitamos ayuda!

Varios pares de manos cogieron a Tanalasta por las piernas y la depositaron suavemente en el suelo del piso inferior. Aunque toda la operación no les llevó más que treinta segundos, cuando se acercó a la caja de hierro para arrodillarse junto a Luthax, su cráneo había recuperado por completo su forma normal.

Tanalasta sostuvo la corona antigua sobre su cráneo calvo y negro.

—Luthax el poderoso, castellano supremo de los magos guerreros, como legítima descendiente de Obarskyr y heredera del trono dragón, le concedo la cosa que más desea, el deseo que le empujó a traicionar aquello que más amaba. —A medida que así hablaba, Luthax abrió los ojos. La princesa le ciñó la corona, y terminó el discurso que Alaphondar había escrito para la ocasión—. La corona de Draxius Obarskyr os pertenece.

—¡No! —Luthax extendió la mano y golpeó a la princesa en la mejilla.

Fue como si le explotara el oído de dolor; todo se volvió oscuro. Durante un instante pensó que Alaphondar se había equivocado, pero entonces recuperó la visión y pudo ver que la mirada de Luthax perdía el fuego que la caracterizaba. La sombra abandonó su rostro, y Tanalasta se encontró frente a los ojos amargos de un mago ansioso de poder y devorado por el odio.

Luthax volvió a levantar el brazo, pero en esta ocasión un Dragón lo detuvo antes de que pudiera descargar el golpe. Se sacudió la mano del soldado y palpó la corona, intentando en vano deslizar un dedo bajo ella para poder quitársela. Sólo logró hacerse cuatro rasguños en un costado de la cabeza.

—No servirá de nada, Luthax —suspiró aliviada Tanalasta. Levantó una mano y profirió un gemido de cansancio cuando la ayudaron a levantarse—. Querías esa corona, y ahora ya la tienes.

—Sí, eso quería —dijo con voz mezquina—. Pero y tú, ¿qué es lo que quieres? Creo que tendré que pensarlo.

La mirada de Luthax recaló en su propia barriga, adonde miró Tanalasta, sorprendida al ver una cadena de plata de la que pendía una hebilla del mismo metal en forma de girasol.

La hebilla le resultaba tan familiar como el símbolo sagrado que llevaba alrededor de su cuello. Era la misma hebilla que lucía Rowen Cormaeril en su cinturón de explorador; la misma hebilla que había observado ella durante el viaje que los había llevado a través de las Tierras de Piedra; la misma hebilla que tanto se esforzó en desabrochar en su noche de bodas.

Tanalasta se la arrancó a Luthax del cuello.

—¿Dónde la has conseguido?

—Veo que estás interesada —dijo el anciano con una sonrisa—. Qué curioso, porque con esta corona en la cabeza no lo recuerdo…

—Jamás. —Se preguntó qué clase de esposa se negaría a aceptar el trato sugerido por Luthax. Tanalasta dio una patada al viejo en las costillas y se apartó—. Encerrad a este monstruo en su jaula.

Owden asomó la cabeza por el agujero del techo.

—¡Y aseguraos de que no pueda lanzar hechizos!

—Eso —dijo Tanalasta—. Tendremos que hacer algo para asegurarnos. Rompedle las manos y la mandíbula: las quiero bien rotas.