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La princesa de acero observó a través de la niebla que se cernía sobre los cadáveres amontonados como humo ansioso por encontrarse en otra parte. Había cadáveres por todas partes, apilados y extendidos por los campos como una cosecha grotesca. Los cuervos y los buitres volaban en círculos, y al descender hendían la niebla como negras flechas. Los trasgos parecían una alfombra macabra e infinita, aunque junto a ellos habían caído muchos valerosos caballeros y no pocos Dragones Púrpura, inmóviles y con los ojos abiertos. Aunque se tratara de la última batalla de la campaña, habría escasos efectivos para vigilar las fronteras y patrullar los caminos. No quedaría otro remedio que abandonar las Tierras de Piedra durante un año, quizá más, y si Sembia u otra potencia decidía expandirse al Reino de los Bosques, quedaría poco valor y menos aceros aún para impedírselo.
Las botas de Alusair resbalaron al pisar una maraña de espadas, y a punto estuvo de caer sobre el montón de trasgos que servían de mortaja al comandante de lanzas que yacía bajo ellos, un cadáver sin rostro, cubierto de sangre y de un enjambre de moscas. Pero recuperó pie y volvió a mirar a su alrededor, al campo de batalla. Ante ella, en algún lugar, se encontraba su padre. Se había enfrentado al dragón rojo hasta las últimas consecuencias, de eso no le cabía ninguna duda, lo cual probablemente le había conducido a la cima de alguna de las colinas circundantes, puesto que es en ellas donde los dragones prefieren posarse.
Aquélla de la derecha, pensó Alusair, sería el lugar que ella elegiría. Vio algunos trasgos en la ladera, había un puñado de humanoides vivos entre las decenas de muertos. Tragó saliva, sopesó la espada y miró a su derecha, donde una nube negra ocultaba a la ghazneth que el clérigo había insistido en convencerla de que era un amigo y un aliado vital. Hace tiempo, aquella ghazneth había sido Rowen Cormaeril. «Por los dioses», pensó Alusair, «¿qué broma cruel habéis gastado a Cormyr?».
La nube caminaba pesadamente tras ella igual de obediente que cualquier otro oficial del ejército; de hecho, Alusair había ordenado a sus hombres que lo consideraran como tal, ignorando las cejas enarcadas y las miradas oblicuas que recibió a cambio.
—Dar órdenes no es fácil y no por ello una se convierte en un personaje popular, pero ¡por la corona y por Tempus que soy yo quien da las órdenes aquí! —gritó.
Vio una sombra enorme en la colina, acompañada por el ala espinosa y maltrecha de un dragón. El malvado dragón había perecido.
—¡Rápido! —ordenó, señalando la cima con su espada—. ¡La corona está en peligro!
Entonces descubrió en una colina más pequeña, a su izquierda y más o menos a su misma altura, donde ondeaba el estandarte real y un bulto que sólo podía corresponder a una tienda. No parecían haber sufrido daños, y también vio el brillo de algunos, pocos, yelmos y escudos. El estandarte de Azoun, cuyo motivo era su propia corona, ondeaba a media asta. El rey no había regresado a la tienda.
—¡Moveos, bueyes! —espetó a los hombres que la rodeaban, que acto seguido obedecieron caminando entre los restos de trasgos—. ¡Conozco barones rechonchos capaces de moverse con mayor rapidez ante la visita de sus acreedores, por no hablar de sus esposas cuando acuden a las puertas de los burdeles! —Levantó la espada para animarlos y se dio un golpe con la hoja en el muslo, como si pretendiera espolear su propio ánimo—. ¡Subamos a esa colina!
Alguno de sus hoscos caballeros profirió un quejido burlón y quedo, que otro recogió. Se oyeron risas, aparecieron sonrisas en algunos rostros y de pronto se sintió más animada. Dioses, ¡qué orgullosa estaba de liderar a hombres como aquéllos!
Un trasgo se escurrió bajo sus pies, entre los cadáveres, y tiró una estocada a su entrepierna. Incapaz de hacer nada excepto apartarse, Alusair vio que tres espadas atravesaban al trasgo, aceros pertenecientes a tres de sus caballeros que se habían lanzado a fondo sin pensar en su propia seguridad.
—Leales idiotas —maldijo con cariño—. ¡Adelante!
Se encontraban en la ladera, a medio camino de la cima, obligados a sortear los cadáveres amontonados de los trasgos, que al menor roce caían unos sobre otros arrastrando consigo a un Dragón Púrpura, que tenía siempre el insulto a flor de labios. Delante, en la cima, los trasgos vivos no repararon en su presencia, porque estaban enzarzados en una disputa sobre un objeto que se encontraba frente al dragón muerto.
—Tiene que ser mi… padre —murmuró Alusair tras humedecerse los labios.
Owden Foley, que subía la colina a su derecha, la miró fijamente, y después se volvió a la nube oscura que se movía ante él. Antes de que pudiera abrir la boca, un golpe de viento aulló sobre la cima, se llevó a unos cuantos trasgos por delante y empujó a los demás a caer al suelo. Era una tempestad que gemía como si estuviera viva, pero que tan sólo sopló sobre la cima. Los cormytas que acompañaban a Alusair apenas sintieron el viento en sus caras.
Terminaron de subir la ladera y coronaron la colina, en cuya cima se encontraba el cuerpo del dragón, erigido como una muralla sobre la cresta; los trasgos yacían esparcidos por doquier. Allí no había cadáveres amontonados, sólo trasgos vivos que empezaron a gritar de rabia y terror al ver a los humanos cubiertos de armadura ganar la altura con la espada desenvainada. También había otra cosa.
Algo oscuro, húmedo y brillante ante la mandíbula del dragón. La sangre de la criatura había formado un enorme estanque, empapando a los dos hombres que yacían tendidos allí, uno encima de otro. Ambos ceñían corona y parecían más o menos enteros. Uno de ellos, el que movía de forma imperceptible un brazo, era el rey Azoun. El otro… ¿Vangerdahast?
¿El rey secreto de Cormyr? ¿O se habría coronado rey de algún otro reino? Alusair no sabía qué responder. Pensó que, quizá, los había engañado a todos y que había desatado la tragedia sobre Cormyr. O quizás aquella corona fuera un legado de Baerauble, un objeto al que tan sólo debía recurrirse cuando temblaran los cimientos del reino.
No importaba… o, más bien, en aquel momento no merecía la pena preocuparse por ello.
Alusair volvió la cabeza con cierta dificultad. Se encontraba en el borde de la tormenta, y sus vientos impedían su movimiento como la sólida puerta de un establo que le hubieran cerrado en las narices.
—¡Rowen! —gritó consciente de que la tormenta arrancaría el nombre de sus labios antes de que nadie a barlovento pudiera oírlo.
No podía ver a la ghazneth, envuelta como estaba en la nube, pero la criatura sí debía estar pendiente de ella. El viento se encalmó al cabo de un instante, y Alusair avanzó a la carrera entre los trasgos, en dirección al lugar donde yacía el rey. El estruendo de los pasos y las maldiciones apenas contenidas de los hombres y los trasgos le dieron a entender que sus caballeros y los Dragones Púrpura corrían tras ella.
Un trasgo esgrimió un garfio en su dirección. Alusair bloqueó el ataque con su propio acero y descargó una patada con todas sus fuerzas, deslizándose por la hierba al caer. El trasgo profirió un chillido y salió disparado por los aires. La princesa de acero acabó junto al estanque formado por la sangre del dragón. Algunas llamaradas estallaron súbitamente, surgidas de la nada, y el breve restallido del rayo verde azulado jugueteó sobre el fuego.
—¡Magia espontánea! —exclamó sorprendido uno de los clérigos—. ¡Gracias, Chauntea!
—¿Chauntea? —preguntó Alusair, sorprendida, al volverse junto a los suyos como si fueran uno solo, dispuestos a formar una barrera protectora alrededor de la zona oscurecida. Los trasgos avanzaron sobre ellos dispuestos a lanzar tajos y estocadas por doquier.
—A alguien tendrá que agradecérselo, digo yo —jadeó un Dragón Púrpura—. Y como es clérigo, se lo agradece a su diosa.
—Gracias, señor ingenioso —dijo sarcástica, entre jadeo y jadeo Alusair, mientras atravesaba de parte a parte a un trasgo que se había infiltrado a espaldas de uno de sus hombres, para después arrojarse a fondo y atacarle a los tobillos—. Hasta ahí llego. Lo que me interesa saber —gruñó cuando su hoja chocó con las placas metálicas y herrumbrosas del trasgo más alto que había visto en su vida, y después se hundió hasta la empuñadura en ella, atravesando a la criatura— es por qué la magia espontánea le empuja a dar las gracias.
Tuvo que patear con todas sus fuerzas a los trasgos que empalaba con la hoja de la espada, y adoptó la costumbre de zarandearlos de tal modo que fueran a chocar contra los demás humanoides que intentaban superar la línea defensiva. Había trasgos por todas partes.
El Dragón Púrpura esgrimía la espada como si de una guadaña se tratara, segando a los trasgos. Uno de ellos cayó sobre la sangre del dragón rojo con un grito de horror en los labios, y se apartó a toda prisa del estanque sacudiendo el fuego que se había extendido por sus brazos y piernas.
Alusair tiró con fuerza de daga, abrió la garganta a un trasgo con un golpe de revés y se apartó para evitar las puntas de sendas lanzas enemigas. Después, descargó una patada en el trasgo al que había acuchillado, atacó con la daga a los de las lanzas y acompañó las estocadas con dos rápidos tajos de la espada. ¿De dónde sale tanto trasgo? ¿Y qué diantres comen?
—El Ganado y los leales granjeros de Cormyr que cuidan de él —respondió hosco el Dragón Púrpura, momento en que Alusair se percató de que había formulado aquellas preguntas en voz alta.
El rayo hendió el cielo sobre la cima, un rayo cegador y ramificado que atravesó a los trasgos como dispuesto a abrirse paso hasta los mismos escudos cormytas. El rayo azotó a los trasgos como si de un látigo gigante se tratara, un látigo esgrimido por un gigante invisible. Cuando cedió su furia, dejando un olor a humedad en el ambiente, aparte del desagradable hedor a carne de trasgo quemada, sólo quedaba un puñado de humanoides vivos, que empeñaban ya la defensa. Algunos murieron de inmediato, otros huyeron, chillando y balbuciendo de terror. Alusair no tuvo que dar la orden de que sus guerreros los dejaran irse, pues sabían para qué habían subido a la colina.
Sardyn Wintersun, más ensangrentado de lo que lo había visto jamás, dio la orden de mantener la posición, esgrimir la espada y defender la línea contra cualquier enemigo.
Abrió la boca para advertirle de que aún no estaba muerta, y que podía dar las órdenes perfectamente sola, pero la cerró sin pronunciar palabra cuando el Dragón Púrpura señaló en dirección a la zona oscura que protegía la formación. Alusair le miró un instante, e inclinó la cabeza en silencioso agradecimiento. Después se volvió hacia la sangre negra que formaba una especie de estanque. Era negra como la pez, y brillante como la piel de una serpiente; en ella se hundiría hasta la altura del tobillo. Al avanzar, unos sonidos parecidos a una música extraña anunciaron la magia que la inundaba. Al caminar, las llamas surgieron alrededor de sus botas como lenguas amarillo verdosas que acariciaban sus fosas nasales y su garganta como especie exótica, y vio que Owden caminaba a su lado con expresión decidida.
Y no estaban solos, puesto que la forma oscura y grotesca de una ghazneth caminaba al frente, y la magia que emanaba la sangre negra y pegajosa parecía apartarse de ella a su paso.
Sólo tenían que caminar unos pasos, pero tuvo la impresión de haberlo hecho durante horas, antes de llegar al lugar donde el rey de Cormyr yacía retorcido sobre el cuerpo chamuscado e inmóvil del mago de la corte. Alusair se arrodilló sin reparar en la sangre negra, que la empujó hacia atrás con una llamarada y un intenso destello. Una mano se hundió en el estanque dispuesta a echar un trago de la sangre del dragón, y Alusair dedicó una fugaz sonrisa de agradecimiento a Rowen, antes de extender los dedos para acariciar la mandíbula de su padre y recuperar la empuñadura de la espada que había soltado.
—¿Padre? —preguntó con voz entrecortada.
Por un instante pareció que el rey de Cormyr no la hubiera oído. Volvió la cabeza lentamente, con los ojos entrecerrados y la mirada perdida sobre el cielo cubierto de nubes grises; entonces torció los labios en una amarga sonrisa.
—De modo que te salvaste, valiente hija mía —dijo lentamente Azoun, cuando la princesa estaba a punto de hablar—. Vales por dos de mis mejores caballeros. Mi pequeña Alusair. Mi princesa de acero. Había empezado a permitirme albergar la esperanza de que hubieras escapado de algún modo a la ira del dragón.
—Padre —dijo Alusair, acercando sus labios para besarlo—. Estoy viva… y tú también. Has vencido al dragón.
—Tristeza eterna —murmuró el rey—. Tan honda, tan intensa. Su amor era tan fuerte como el de cualquier Obarskyr, pero amaba un Cormyr diferente…
—¿Padre? ¿Estás herido? —preguntó Alusair, sacudiéndolo suavemente. Si había hecho una pregunta estúpida en su vida, era aquélla. Owden Foley murmuraba ya alguno de sus hechizos de curación, y con sumo cuidado apoyaba su mano peluda en la garganta de Azoun.
La princesa se apartó ligeramente para dejarle el espacio que necesitaba. Bajo sus manos, el rey murmuró algo ininteligible. Un destello fugaz de luz violeta recorrió el cuerpo de Azoun para desaparecer después. Al rey lo sacudió una convulsión, ladeó los ojos y finalmente los cerró. Alusair abrió los suyos como platos.
—¿Qué ha sido eso, maestre de agricultura? —preguntó.
—La mejor curación de la que soy capaz —respondió el interpelado al encontrarse con la mirada hosca de la princesa—… o al menos eso empezó siendo. Pero no tengo la menor idea de en qué se ha convertido. Tenemos que apartar a su majestad de la sangre del dragón. No sé por qué, pero no hace más que interferir la magia, o quizás algo peor.
—¿Cómo, peor?
Owden bajó el tono de su voz hasta convertirla en un susurro y se acercó a la princesa para murmurar sus siguientes palabras, al tiempo que se llevaba la mano a la boca para evitar que las oyera el hombre que yacía a sus pies.
—Está devorando su carne, alteza, hasta los mismos huesos si lo dejamos ahí. Es necesario moverlo.
—Su tienda —ordenó Alusair, que inclinó la cabeza en dirección a la otra colina—. Allí tenemos agua para desinfectar sus heridas. —Levantó ambas manos (por las que corría un hormigueo… no, de hecho ardían levemente) de debajo del cieno negro. Se las miró pensativa durante un instante, antes de volver la cabeza hacia otro lado y gritar—: ¡Sardyn!
—¿Mi señora?
—¿Ha terminado con esos trasgos, o alguno de sus muchachos aún no ha tenido bastante?
—Hemos despejado la colina y todos podemos sentirnos satisfechos —respondió con nobleza.
Los labios de Alusair esbozaron una sonrisa y se volvió para observar el anillo defensivo. Sardyn había roto la formación para responderla, pero los demás, fieles a su adiestramiento, seguían mirando al campo de batalla, apoyados en sus espadas y en posición de descanso. ¡Dioses, qué espadas tan valientes!
—Necesito trasladar al rey a su tienda, al igual que al mago de la corte, con la mayor suavidad y cuidado posibles, rodeados por un anillo de aceros. Sin mayor tardanza.
Sardyn inclinó la cabeza.
—¡Romped la formación! —gritó—. ¡Formad anillo defensivo móvil! ¡Elstan, Murrigo, Julavvan y Perendrin, a mí!
Todos los hombres empezaron a moverse a su alrededor. Alusair permaneció de pie e inmóvil, y con la mirada pidió a Owden y a Rowen que se mantuvieran a cierta distancia de ella; después se alejó un poco, hasta donde pudiera limpiar la sangre del dragón de sus botas, rodillas y manos. Cogió entre sus dedos el broche de la capa que llevaba arrebujada y que estaba empapada en sudor, y la echó sobre sus hombros.
«Está vivo, Tana», murmuró aliviada, al tiempo que visualizaba el rostro de su hermana. «Está…».
Pero no logró establecer contacto. Ceñuda, Alusair cerró los ojos y perdió de vista el campo de batalla, los cuervos que graznaban a lo lejos y los hombres que caminaban pesadamente, para dibujar mentalmente el rostro de Tanalasta tan bien como fuera posible.
En esa ocasión, echó hacia atrás la cabeza y la vio reír con tantas ganas cuando tropezó y se escapó de sus manos el manojo de llamaígnea que había recogido en los bosques… o cuando Alusair le impidió que la abofeteara y vio el miedo dibujarse en su rostro ante su fuerza. O…
Nada. Vacío, oscuridad… ni siquiera las imágenes confusas de quien está sumido en sueños. Apretó el broche con fuerza. De pronto, Alusair hizo volar sus pensamientos en otra dirección, y recordó el rostro del único hombre que la había atraído durante más de una noche: el grueso mercader de nombre Glarasteer Rhauligan. Le doblaba la edad, tenía una flema de hierro, encanecía su pelo y sus muñecas eran fuertes como el acero. Se preguntó si los espías de la corte habrían informado a Vangerdahast o a su padre de sus relaciones acrobáticas entre las sombras de la armería, y también se preguntó qué pensarían al respecto.
Estableció el contacto al instante. Rhauligan se encontraba en un callejón, probablemente en Suzail a juzgar por su aspecto, y tenía a un hombre acorralado contra la pared.
—La próxima vez que des por sentado que el hecho de que haya guerra y se reclute a todo el mundo, te va a permitir librarte de los maridos para seducir a sus mujeres… —amenazaba Rhauligan con una mueca; sus palabras reverberaron en la mente de Alusair.
En el momento en que él se percató de su presencia, la princesa dijo apresuradamente:
«Después hablamos, te lo prometo», y rompió el contacto.
De modo que el broche funcionaba, y funcionaba bien.
Puso todo su empeño por capturar y retener un conjunto tan vívido de imágenes de Tanalasta como pudo, pero a cambio no encontró más que oscuridad, una sensación de vacío, un silencio ominoso.
Alusair sintió la boca seca, tragó saliva y se puso en pie. Owden y Rowen esperaban a ambos lados, apartados, aunque era obvio que montaban guardia, y la procesión que llevaba al rey de Cormyr y al mago de la corte se perdía en aquel momento de vista, colina abajo.
La princesa de acero ignoró las miradas de inquietud de ambos y contempló la tienda regia erigida en lo alto de la lejana colina. De sus labios, al cabo de un momento, surgió un largo y tembloroso suspiro. Un súbito escalofrío recorrió su espina dorsal.
Tan sólo había una causa posible que justificara el silencio de Tanalasta.