CAPÍTULO IV

DESDE LAS BERMUDAS A LAS FALKLAND

La mañana del 4 de noviembre la Estrella Polar, que había mantenido una velocidad media de quince millas por hora, avistaba las Bermudas a una distancia de siete leguas.

Estas islas surgen en pleno Océano Atlántico, y su descubrimiento se remonta a 1522, época en que fueron visitadas por primera vez por el navegante español Bermúdez. El segundo europeo que llegó a ellas fue el inglés Pommers, a quien arrojaron allí los vientos de 1609, y se vio obligado a permanecer nueve meses en las islas por haber naufragado su buque.

Su número es de cuatrocientas; pero están habitadas pocas de ellas, y la mayoría son simples escollos. Bermuda es la mayor, con veintidós kilómetros de largo y dos de ancho; la siguen en importancia San Jorge, San David, Somerset… Tienen muchas radas y bahías seguras y de fácil acceso; pero ¡qué triste aspecto ofrecen aquellas islas perdidas en medio del océano! La aridez de sus montes y de sus costas; el tinte gris nuboso de su cielo; sus aldeas, formadas de chozas bajas construidas con una piedra ligera como la pómez y cubiertas con hojas de palmeras; el hedor que despide el pescado puesto a secar en las playas, y los formidables huracanes que con frecuencia las devastan, dan a aquellas islas un aspecto muy poco agradable. Cuentan cerca de diez mil habitantes, la mayoría negros, todos valientes marinos, dedicados a la pesca desde la mañana a la noche o a labrar afanosamente la tierra para no morir de hambre.

En los meses de marzo y abril aquella población crece al llegar los pescadores de ballenas, pues las aguas de dichas islas son muy frecuentadas por los colosos del mar.

Aunque son poco fértiles, producen naranjas, algodón, tabaco y maíz, dando este dos cosechas al año. Producen cierta especie de enebros (juniperus bermudiana) que alcanzan una altura de dieciséis a veinticinco metros, y que sirven para construir ligeras embarcaciones.

Los víveres están allí carísimos, pues faltan casi totalmente las aves y la caza. Sólo hay rarísimos volátiles y unas horribles arañas negras que tejen telas y redes tan resistentes, que los mismos pájaros quedan presos en ellas.

—Estas islas no alcanzarán larga vida —dijo Linderman dirigiéndose a Wilkye y Bisby.

—¿Por qué? —preguntó este último.

—Porque el fuerte oleaje que las combate constantemente acabará por hacerlas desaparecer.

—Sin embargo, hace muchos siglos que oponen una fiera resistencia —dijo Wilkye—. Los pólipos coralíferos saben dar solidez a sus construcciones.

—¿No son estas islas de naturaleza volcánica?

—No, señor Linderman. Las Canarias, las Azores, Santa Elena, Tristán de Acuña y San Pablo son todas islas volcánicas; pero estas deben su existencia a los pólipos coralíferos.

—¿Y quiénes son esos señores pólipos? —preguntó Bisby—. Ya saben ustedes que yo sólo entiendo de…

—De carnes saladas; no lo olvidamos —interrumpióle Wilkye—. Le diré, pues, señor curioso, que los pólipos que las han construido son seres infinitamente pequeños que viven en gran número bajo las aguas. Por lo general se reúnen en la cima de las montañas submarinas y allí fundan su colonia, viviendo del trabajo, tan constante y tenaz, que con la sustancia que segregan van formando verdaderos bancos rocosos de infinita resistencia.

—Pues no comprendo cómo pueden construir islas trabajando, como decís, debajo del agua.

—Lo explicaré, señor curioso. De capa en capa de materia rocosa los pequeños constructores van elevándose hasta la superficie del océano, y ya tenéis formada la isla. Muchos de ellos, dotados de mayor vitalidad que los demás o de contextura algo diferente, siguen construyendo sobre el agua, nutriéndose de la materia alimenticia que se halla en las espumas de las olas, y por esta razón la isla va elevando paulatinamente su superficie sobre la del mar. Más tarde los vientos y las lluvias convierten en fértil y terroso aquel suelo calcáreo; los cadáveres de los peces y las algas sirven de abono a aquellas tierras; el aire se encarga de traer semillas, que al germinar producen bosques y selvas; los pájaros emigrantes las descubren al pasar, se detienen en ellas, forman colonias, y por último el hombre, ese cosmopolita y eterno viajero, pone su planta en la isla. ¿No es esto sencillo y natural?

—¡Y hasta maravilloso! —exclamó Bisby estupefacto—. ¡Ah, qué hermosa es la ciencia! ¡Y yo que la suponía inventada para pasatiempo! ¡Afortunado viaje este que estoy haciendo! ¡Volveré a América más gordo y hecho un sabio!

Entretanto, la Estrella Polar avanzaba a todo vapor hacia el Sur, alejándose rápidamente de las Bermudas, que iban esfumándose entre la niebla.

El Océano Atlántico, algo agitado, hacía cabecear a la ligera goleta. Del Este venían mugiendo amenazadoramente grandes oleadas con las crestas rizadas por las espumas, y se rompían por estribor con ensordecedor ruido, salpicando todo el buque con sus amargas gotas.

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No se veía nave alguna en aquellos parajes, ni siquiera una de las pequeñas barcas de pesca que tan abundantes son en los alrededores de las Bermudas. Bandadas de delfines chapoteaban en la brillante estela del buque, y en el aire describía toda clase de curvas los rincopos, aves marinas semejantes a los ánades, y que tienen la desgracia de que la parte inferior de su pico sea bastante más corta que la superior, defecto que les dificulta mucho para coger la presa. Indican la proximidad de los trópicos, pues rara vez se alejan del de Cáncer o de Capricornio.

También llegó una bandada de los extraños peces que los marinos llaman voladores y los hombres de ciencia Exocoetus volitans o cyanopterus. Estos peces son, sin duda, los más extravagantes habitantes del océano, y también los más desgraciados, pues los persiguen en el agua y en el aire.

Sólo hay dos especies; unos pequeños, porque sólo alcanzan una longitud de veinte centímetros, con la piel azul plateada, que los semeja a las sardinas; los otros tienen un pie de largo, y son tan horribles, que cualquiera se resistiría a comerlos si no supiera que tienen un sabor delicioso.

La piel de estos últimos es rojiza; las aletas, negras, y su cabeza parece un casco erizado de puntas peludas. Además tienen como adorno unas barbas hirsutas que les dan aspecto bien poco agradable.

Por lo general se les encuentra en los climas cálidos, y en tal abundancia, que van reunidos a millares. Sus principales enemigos son los delfines, los tiburones, los peces-veleros y los peces-perros.

Como carecen de armas defensivas, al ser atacados buscan su salvación en el aire. Para ello están dotados de una fuerza de impulsión poderosa y tienen anchas y largas aletas; la primera les permite lanzarse fuera del agua, y ya en el aire, hacen girar las aletas con velocidad vertiginosa, realizando vuelos que duran unos cuarenta segundos.

Estos vuelos no son altos ni largos, pues por lo común sólo recorren 170 o 200 metros a una altura de setenta a noventa centímetros del agua.

La bandada vista por la tripulación de la Estrella Polar parecía presa de pánico. Sin duda la había asaltado los delfines o los veleros.

Corrían en todas direcciones, produciendo un ruido especial la vibración de sus aletas; se cruzaban en todos sentidos, y la luz del sol producía bellos cambiantes en su piel azul plateada o amarillo-dorada. Volaban locamente, sin cuidarse del punto donde iban a caer, y volvían a emprender el vuelo apenas tocaban el agua, para huir sin duda de sus hambrientos enemigos.

Por desgracia, tampoco fuera del océano hallaban la anhelada seguridad, pues durante su vuelo caían sobre ellos los rincopos, los fetontes, de poderosas alas; los alciones, de fulmíneo vuelo, y algunos procelarios, esas fúnebres aves de la tempestad.

Muchos de dichos peces caían en su ciega fuga sobre la toldilla de la goleta, y desde allí iban a la cocina a terminar sus cuitas en la sartén, con gran alegría de Bisby, que deseaba saborear su fresca y apetitosa carne.

El 5 la Estrella Polar atravesaba el Trópico de Cáncer, y ponía proa hacia el Cabo Orange, para dejar a un lado las Pequeñas Antillas, islas que no gozan de buena fama a causa de los huracanes que en sus aguas se sufren, y que ponen a dura prueba a los buques que visitan aquellos parajes.

El 7 la tripulación de la goleta divisó la isla de Fonseca, que es la más oriental de las Antillas y la primera que se encuentra viniendo de Europa o de los puertos del África septentrional.

Aquel día el océano, que hasta entonces se había mantenido en calma, comenzó a agitarse, mientras el cielo se nublaba rápidamente, velándose el sol. Por el Este soplaban de vez en cuando impetuosas ráfagas que levantaban de la superficie del Atlántico enormes oleadas, y en el seno de las nubes sonaban los truenos a regulares intervalos. El color del océano azul oscuro hasta aquel momento, se cambió de pronto en verdoso.

—Este cambio de color lo debemos al mar de fondo.

—¿Qué es eso de mar de fondo? —preguntó el negociante.

—Son oleadas formidables que nacen allá donde el fondo del mar tiene bruscas desigualdades. De seguro bajo nosotros el fondo del mar lo constituye ahora una cadena de montañas.

—Y al chocar unas contra otras, esas olas ¿producen este movimiento general en la masa de agua del fondo?

—Así es, amigo mío; y ese movimiento levanta las arenas.

—¡Cuánto saben ustedes! Y díganme: sin el mar de fondo, ¿sería siempre igual el color de los océanos?

—No, Bisby; varía en muchos sitios. Generalmente el tinte de los océanos es azul verdoso, que va haciéndose más claro cerca de las costas de los continentes; pero algunos mares tienen colores diversos. En las islas Maldivas, por ejemplo, que se encuentran en el Océano Índico, las aguas que las rodean son negruzcas.

—¿Surgen, pues, de un mar de alquitrán? Eso debe de producir un efecto muy triste.

—En cambio, en el Golfo de Guinea, en África, el agua es blanquecina.

—¡Un mar de leche! ¡Eso ha de ser vistoso!

—Entre China y Japón hay un mar que se llama Amarillo porque sus aguas tienen ese color; junto a California, el mar tiene reflejos rojizos, y al lado de las Canarias y las Azores el agua es verde.

—¿Y de qué se deriva esa diversidad de tintes?

—El color azul verdoso del océano se debe, sin duda, a la misma causa que hace parecer azules los montes vistos a cierta distancia, y que da a la atmósfera ese color azul que tiene el cielo. Sin embargo, en algunos lugares la mayor o menor intensidad de la coloración se deriva de la mayor o menor profundidad de las aguas. La gran corriente del Gulf-Stream, que es más salada que el agua del océano, es más oscura. En otros sitios esta mayor oscuridad es debida a la mayor cantidad de corpúsculos en suspensión, en los cuales se refleja la luz solar.

—¡Pero los mares amarillos, rojos, blancos…!

—Obedecen a otra causa. Algunos parecen de esos colores, pero en realidad no lo son; tienen ese tono por ilusión óptica. Sin embargo, el Mar Rojo debe su color a un ser microscópico, intermedio entre el animal y el vegetal, a una especie particular de oscilarla.

—¿Es verdad que también hay mares transparentes y límpidos?

—Sí, Bisby; pero su limpidez no es tan completa que permita distinguir el fondo. Esa limpidez se observa más frecuentemente en los océanos situados junto a las regiones polares, y especialmente en el Océano Antártico. En sus mares se ven nadar los peces a una profundidad de ciento treinta metros.

—¡Otra pregunta!

—Estoy a su disposición.

—Han querido hacerme creer que el agua del mar, además de contener sal, abunda en plata.

—Es cierto, Bisby. El mar contiene tanta plata, tanto hierro, cobre y plomo, que podría enriquecer a todos los pueblos si se hallara el medio de extraer dichos metales. Se asegura que la cantidad de plata que contiene es tan enorme, que supera a la que poseen todos los pueblos de la Tierra. En relación, el agua del mar abunda más en plata que las minas de Méjico y el Perú.

—¿Y por qué no la extraen?

—Porque sería preciso evaporar un mar para obtener trescientos o cuatrocientos kilogramos del precioso metal, y el carbón necesario para producir tan inmensa evaporación costaría cien veces más.

—Entonces, la masa de agua que rodea la tierra debe ser enorme.

—Tanto, que formaría una esfera de dieciséis o diecisiete veces mayor que la de la tierra de todos los continentes e islas reunidos.

—¡Qué desgracia! ¡No me hubiera desagradado intentar la extracción de esa riqueza!

—Es usted americano, y no me sorprende. Los proyectos colosales son una especialidad de su raza. Vamos bajo cubierta, Bisby, que las olas invaden el puente.

El Atlántico comenzaba a asaltar con furia la goleta, haciéndola cabecear violentamente y lanzando sobre el puente verdaderas olas, que corrían impetuosas de proa a popa, mojando a la tripulación que estaba de maniobras.

Se cerraron las escotillas de popa y las portillas de babor y estribor para que no se inundaran la cámara ni los camarotes, y se enrollaron los foques, que poco antes se habían desplegado, para dar más estabilidad al buque.

Por fortuna, la Estrella polar filaba como una ondina, y durante la noche cruzó aquella porción del Atlántico soliviantada por el temporal.

Dos días después avistaba el Cabo Orange, situado entre los confines de la Guayana francesa y el Brasil. El 10, poco antes de oscurecer, fue visto por el capitán Bak el Cabo de San Roque, que es el más avanzado hacia Oriente de las costas de la América del Sur.

El 14 la Estrella Polar pasaba de largo el Río de la Plata, y el 16 echaba el ancla en el puerto de Egmont, estación principal de la isla Falkland, donde contaba con proveerse de carbón antes de aventurarse por los helados mares del Polo Austral.