CAPÍTULO XIII

LA TIERRA DE PALMER

Los elefantes marinos pertenecen al género de los mamíferos, al orden de los cetáceos y a la familia de las focas; pero se puede decir que, por su estructura singular, forman un grupo aparte. Son, sin duda, los más extravagantes animales de las regiones australes, y aun los mayores, pues suelen medir ocho metros de largo y cinco de circunferencia.

No se encuentran más que en aquellas regiones y sólo entre el 35° y el 60° de longitud, aunque se les ve en ocasiones más al Norte, y son muy abundantes en las costas de la Georgia y de la isla de Tristán de Acuña. A veces se muestran en las islas Falkland y de Juan Fernández.

Los franceses los llaman éléphants marins, los ingleses elephants seal, y en los demás pueblos los nombran macrorincos. Sea como fuere, estos anfibios son verdaderos elefantes. Los machos poseen una verdadera trompa, que alcanza cerca de dos pies de longitud cuando el animal se encoleriza y se prepara a acometer o a defenderse. Cuando está tranquilo, la trompa está más corta, gruesa y fláccida. Estos colosos tienen la piel rugosa, basta, cubierta de una pelambre corta e hirsuta, de color leonado ceniciento; aletas natatorias semejantes a las de las focas, bastante desarrolladas; ojos grandes y salientes, orejas desprovistas de pabellón exterior y dientes curvados y muy fuertes, aunque cortos.

Las hembras son bien diferentes: son más pequeñas, tienen el pelo oscuro en el lomo y amarillento en el vientre, carecen de uñas, y están privadas de trompa.

Habitan en las costas de las islas polares o del continente, donde se divierten solazándose en los pantanos o zambulléndose en el mar pues son muy buenos nadadores. En tierra caminan difícilmente a causa de su pesadez, y el que por primera vez los ve marchar los supone enfermos, pues su cuerpo tiembla como si fuera un enorme saco de gelatina y sus ojos se inyectan en sangre.

A pesar de esto y de la lentitud de su marcha, pues tienen que detenerse para descansar cada doce o quince pasos, emprenden verdaderos viajes para buscar agua dulce, a la cual son muy aficionados. Se ha visto a algunos de ellos trepar sobre rocas de diez o doce metros de altura, para beber el agua contenida en una oquedad de la cima.

Estos anfibios no son peligrosos, porque carecen de armas defensivas y huyen del hombre, que es el único enemigo de quien tienen que temer. Son muy desconfiados: se sumergen al menor ruido, y sólo se les puede coger cuando duermen a flor de agua.

Los balleneros han matado muchísimos y continúan persiguiéndolos con encarnizamiento; porque, si bien su carne es negra y mala, su lengua constituye un bocado excelente; su piel es apreciada para emplearla en la fabricación de correajes y guarniciones para caballos, y, el aceite que se extrae de su grasa es de la mejor calidad, por ser claro, inodoro, de no mal sabor y porque no se enrancia, siendo preferido a los demás aceites que se emplean en el alumbrado. De un solo animal pueden extraerse mil quinientas libras, siendo la parte aceitosa de su grasa densa, como la de la ballena.

El elefante marino herido por la tripulación de la goleta había sido sorprendido mientras dormía a flor de agua, dejándose mecer por las olas. Despertado bruscamente por el ruido de la hélice, trató de huir; pero tres marineros cogieron los fusiles a toda prisa y los dispararon con tal precisión que las tres balas le entraron en la cabeza, hiriéndole de muerte.

La chalupa botada al agua se dirigió hacia el elefante marino, muerto ya, y lo remolcó hasta la banda de estribor de la goleta. Fue preciso utilizar la grúa de vapor para izar aquella enorme mole, que pesaba tres mil kilogramos por lo menos.

Una vez en la goleta, se le extrajo la lengua, que es manjar exquisito cuando se la tiene en sal durante algún tiempo, y el corazón, que no es desagradable al paladar, aunque resulta duro y tendinoso, y enseguida los marineros separaron la grasa para fundirla y obtener el aceite por filtración. El resto del animal fue arrojado al agua, pues ya hemos dicho que su carne es absolutamente incomible por su dureza y mal sabor.

La goleta se puso nuevamente en movimiento, filando a lo largo de la costa de la Tierra de Palmer, para llegar al Estrecho de Bismarck, punto elegido para que desembarcara la expedición americana. El Cabo Groenland, que situado en la extremidad de aquella especie de península o isla se extiende entre la bahía de Dahlman y el canal de Roosen, era ya visible, y entre los hielos se distinguían los islotes de Paúl, que forman un pequeño grupo.

De kilómetro en kilómetro, conforme la Estrella Polar avanzaba hacia el Sur, la temperatura se hacía más fría, aunque la estación no era aún rigurosa. El sol no podía vencer las corrientes de aire del Sur, que eran excesivamente frías, pues atravesaban inmensos campos de hielo y extensísimos desiertos de nieve del continente austral.

El deshielo había comenzado, y aumentaba desde las once de la mañana a las cinco de la tarde. Los bloques se fundían y se destacaban de la costa del continente, filando hacia el Norte, y por los flancos de aquellos colosos caían verdaderas cataratas, que se helaban durante la noche.

Hasta las enormes moles de hielo del continente se ponían en movimiento, y de vez en cuando se derrumbaban entre las rocas de la costa, con horrible fragor, masas que debían de pesar centenares de toneladas, y que al caer al mar levantaban altas oleadas.

—Pero ¿de dónde vienen esos hielos? —preguntó Bisby a Wilkye en el momento en que caía al mar una de aquellas montañas—. ¿Quién los fabrica en estas costas?

—Vienen del continente austral donde son abundantísimos los bancos de hielo. Podría decirse que todo el interior de ese continente forma una sola mole de hielo.

—Pero ¿qué son esos hielos?

—Verdaderos ríos helados, Bisby; o, mejor dicho, corrientes petrificadas.

—¿Se mueven los hielos?

—Siempre, amigo mío. Las nieves que se acumulan durante el invierno no tardan en congelarse; y, estando la tierra por naturaleza más o menos inclinada hacia el mar, los hielos comienzan a resbalar. Su marcha es muy lenta en invierno; pero cuando comienza el deshielo se hace más rápida, y siguen caminando hasta llegar al mar. De esas moles de hielo nacen los icebergs, que, como le he dicho, no pueden formarse en pleno mar, ni tampoco cerca de las playas.

—¿Es considerable la velocidad de los hielos?

—Por término medio varía de doce a quince centímetros por día.

—Una velocidad de tortuga. ¿Y es siempre la misma?

—No, porque el movimiento es más rápido en el centro que a los lados, como ocurre en los ríos, y mayor en la superficie que debajo.

—Pero ¿no es compacto el hielo?

—No, porque se funde, se alarga o se estrecha; pero llega al mar compacto.

—Debe de ser enorme la masa de hielo que descarga en el mar.

—Se calcula que en un año vierten quinientos millones de metros cúbicos.

—¿Existen solamente aquí?

—Es donde más abundan. En las regiones árticas no hay tantos; y también se ven en las Spitzberg, en Groenlandia, en las islas polares y aun en Asia, América y Europa, en la cima de las altas montañas.

—Quisiera ver uno de esos centros productores de hielo, Wilkye.

—Verá más de uno apenas desembarquemos en la Tierra de Graham.

El 27 de noviembre, hacia las ocho de la mañana, la Estrella Polar pasaba ante el monte William, cono colosal que se yergue casi frente a los islotes de Rosenthal, al 65° 20’ de latitud Sur. El aspecto que ofrecía la alta montaña era espantoso y bello al mismo tiempo.

Por sus flancos se veían rodar de vez en cuando enormes bloques arrancados por el deshielo, y el ruido que producían al chocar en barrancos y gargantas llegaba a oídos de la tripulación. Su cima blanca, inmaculada, no hollada nunca por pie humano, brillaba, tiñéndose con los más puros colores del iris.

A mediodía desapareció aquel cono. La goleta bogaba a todo vapor, quemando carbón sin economía alguna. Parecía que Linderman tenía prisa por deshacerse de la unión americana. Desde su última discusión con Wilkye estaba de un humor negro. Evitaba encontrarse con su adversario, y se mantenía encerrado en su camarote casi todo el día, saliendo sólo a las horas de comer. ¿Quería evitar nuevos altercados? ¿Le preocupaba la vista de aquella costa defendida por gigantescos bastiones de hielo que no ofrecían paso a ningún buque, y que no parecían tender a deshelarse aunque la estación estaba ya avanzada?

Esto era, sin duda, el verdadero motivo, porque la noche del 27, mientras la Estrella Polar iba a rodear la punta extrema de la península dirigiéndose hacia la isla Grosler, que se encuentra en la desembocadura del Estrecho de Roosen, después de dudar bastante tiempo, se acercó a Wilkye, que paseaba por el puente en compañía de Bisby.

—¿Qué me dice de este retardo del deshielo? —le preguntó de pronto.

—Nada —respondió el americano.

—¿No le sorprende?

—No, porque todos los exploradores australes han notado que en estas regiones el deshielo no es completo, sino parcial y de corta duración.

—¿Y cree que no se abrirá esta enorme muralla de hielo?

—De seguro, cuando estemos en pleno estío; pero se cerrará muy pronto.

—Si no se abre, ¿por dónde pasará mi buque?

—Eso sólo es usted quien lo, ha de resolver.

—Lo sé; pero creo que también le interesa a usted.

—¿Qué puede importarme a mí que el deshielo sobrevenga o no? Con mis velocípedos puedo avanzar lo mismo sobre los hielos que sobre la tierra desnuda —dijo Wilkye.

—Veo que no tiene fe en mi tentativa.

—Temo que los hielos le detengan bien pronto.

—Avanzaré, aunque tenga que destrozar mi buque y llegar al Polo a pie.

—Eso es cuenta suya.

—Y de usted. Si mi buque se pierde, ¿cómo volverá a América?

—¿Y quién devolverá a su patria a su tripulación?

—¡Es verdad! —dijo el armador, cuya frente se había nublado—. La pérdida del buque sería la ruina de entrambos. ¿Cuánto tiempo calcula que empleará en llegar al Polo?

—Todo depende de las circunstancias y de los obstáculos que encuentre; pero confío en regresar a la costa antes de que empiece de nuevo el hielo. Allí esperaré a la Estrella Polar.

—¿Y si un desastre malogra mi expedición?

—Tengo una chalupa de mi propiedad, y con ella trataré de llegar a la Tierra de Fuego. Y usted, ¿cuándo espera volver?

—Cuando haya llegado al Polo —contestó Linderman resueltamente.

—¿Y si la Estrella Polar no puede avanzar?

—Iré a pie.

—¿Y cómo volverá a América?

—Con las chalupas.

—Pero un viaje a pie al Polo durará muchos meses.

—No importa. Estoy decidido a todo.

—En ese caso, no sé si me encontrará en el Estrecho de Bismarck. Si no le veo aparecer, a los primeros hielos me alejaré del continente.

—Es cosa que me interesa poco. Me admira, sin embargo, la fe que tiene en llegar al Polo —dijo con marcada ironía.

—Cuando usted empieza a dudar del buen éxito de su propia expedición. ¿No es cierto, señor Linderman? —replicó Wilkye con no menos ironía.

—Eso no deja de ser una suposición suya —rebatió el armador con sorda rabia—. Yo persistiré en mi intento, aunque pierda mi buque a través de los hielos y deje en el camino tres cuartas partes de mi tripulación. Usted, en cambio, no pasará de la mitad, a pesar de sus famosos velocípedos. ¡Ah! Quisiera verle en medio de aquellos fríos intensos, de la nieve, de los hielos, luchando contra todos esos enemigos y contra el hambre. No lo olvide, señor americano; en el continente polar no será ya mi huésped, sino mi rival, y no le prestaré socorro alguno.

—Estamos en el mismo caso, señor inglés. Cada uno obrará por su propia cuenta.

En aquel instante se oyó al capitán Bak gritar desde lo alto del puente:

—¡El Estrecho de Bismarck!