CAPÍTULO XXIII
EL REGRESO A LA COSTA
Una permanencia prolongada en aquellas regiones tan lejanas del mundo habitado podía ser fatal a los valientes exploradores, que habían de recorrer mil quinientas millas a través de los campos de hielo antes de encontrar ningún socorro.
Habían ya perdido demasiado tiempo para llegar hasta allí, y aunque se encontraban en pleno estío, la más elemental prudencia les aconsejaba apresurar la marcha.
En aquellas regiones, el 21 de marzo se pone el sol, y una noche horrible de seis meses de duración cae sobre el continente austral, si bien bastante antes de aquella época comienzan las furiosas nevadas y los grandes fríos. ¿Qué sería de los exploradores si aquellos hielos se cubrían de nieve, imposibilitándolos para usar las bicicletas? ¿Podrían recorrer a pie tan enorme distancia, desafiando las terribles congelaciones que gangrenan la nariz y los pies?
Otro motivo aún más poderoso les aconsejaba huir hacia el Norte. El temor de llegar a la costa demasiado tarde, corriendo entonces el peligro de quedar abandonados en aquel continente en pleno invierno. Bisby y los marineros, al no verlos regresar en el tiempo señalado, podrían creerlos muertos y embarcarse en la chalupa o en la Estrella Polar, en caso de que esta hubiera retrocedido.
Por todas estas razones, al siguiente día los tres exploradores apresuraban los preparativos de marcha. Como estaban casi sin víveres, mataron algunas aves y dos focas, a fin de contar con alguna carne y con el aceite necesario para la lámpara, pues se había concluido la reserva del alcohol, y después reconocieron las bicicletas, que estaban en muy buen estado, a pesar de las presiones de los hielos, y plegaron las mantas y la tienda.
—Apresurémonos, amigos —dijo Wilkye—. Una última mirada a esta región, que tal vez no volverá a ver ningún hombre, y partamos.
—¿Y la bandera? —preguntó Peruschi.
—Que permanezca aquí ondeando a los soplos del viento en testimonio de nuestra llegada al Polo.
—Una palabra, señor —dijo Blunt—: propongo que aquella montaña que se yergue hacia la Cruz del Sur se llame de Wilkye.
—¡Gracias, amigos! —dijo el americano—. Y yo propongo que este mar se llame de Peruschi, toda vez que él lo descubrió y esta extensión de hielos, banco de Blunt.
—¡Gracias, señor! —dijeron los dos velocipedistas conmovidos—. ¡Hurra por el monte de Wilkye! ¡Hurra por el mar de Peruschi! ¡Hurra por el banco de Blunt!
—¡Adiós, Polo Austral! —dijo Wilkye dirigiendo una larga mirada a aquella región—. ¡Ojalá otros hombres tan afortunados como yo posen sus pies en tus hielos inmaculados y desentrañen los secretos que encierras, que la ciencia espera, y que por falta de tiempo no puedo estudiar!
Montaron en sus bicicletas y se alejaron rápidamente a través del banco, siguiendo el 68° meridiano que debía conducirlos a la Tierra de Graham, dejando tras ellos la bandera estrellada de la Unión, que flotaba a impulso de los vientos del Polo Austral en las orillas del mar libre.
El día era espléndido, y la temperatura, cosa verdaderamente extraña en aquella región de las nieves y de los hielos eternos, indicaba por su dulzura uno de los días primaverales de los climas templados.
El sol, que estaba ya muy alto en el horizonte, hacía perder a los hielos su triste aspecto y les daba maravillosa brillantez, como si fueran moles de cristal en las que hubieran incrustado ópalos y esmeraldas, y que destellaban todos los colores del prisma. Algunos, heridos de través por los rayos solares, parecían lanzar encendidas llamas, y otros, perdidos en las lejanías del gran campo, parecían sobrenadar en un mar de púrpura.
Torrentes y cascadas de agua caían espumeando desde lo alto de los icebergs, que desafiaban el deshielo desde hacía siglos, y por la llanura corrían murmurantes arroyos, que pronto desaparecían en las quiebras y barrancos con alegres susurros.
Hasta las aves parecían festejar aquella dulce e insólita temperatura. Grandes bandadas revoloteaban sobre el campo, pasaban rasando casi con los velocipedistas, a los cuales saludaban con roncos gritos, como invitándoles a abandonar aquellos inhospitalarios países.
Las focas, saliendo por los agujeros abiertos entre el hielo, habían acudido a respirar aquel aire tibio y a calentarse a los rayos del sol. Los tres velocipedistas no se detuvieron a contemplar aquella escena, nueva para ellos. Inclinados sobre los manillares de sus máquinas, huían hacia la lejana orilla de la Tierra de Graham, tratando de no desalentarse. Una vaga inquietud les atormentaba, y una voz interior les gritaba que apresuraran la huida si no querían ser sorprendidos por los tremendos hielos del invierno polar.
Aquella inquietud no obedecía, ciertamente, a exceso de prudencia. Por la noche, tres horas antes de que se pusiera el sol, y cuando sólo habían recorrido ciento veinte millas, bajó bruscamente la temperatura, poco antes tan agradable. Parecía como si el invierno hubiera caldo de pronto en aquellas regiones: la calma desapareció, un viento duro comenzó a soplar del Sur, y el termómetro desde 5° sobre cero, bajó en media hasta ¡-14!
—¡Y estamos solamente a quince de enero! —dijo Blunt, que habla mirado el termómetro que llevaba sujeto a la silla de su bicicleta—. En estos países el verano dura bien poco, señor Wilkye.
—No se prolonga más allá del veintiuno de marzo —respondió el jefe de la expedición—. Dentro de tres semanas pueden caer las primeras nieves, y por eso debemos apresurar la marcha todo lo que podamos y procurar avanzar dos grados cada día.
—¿Nos lo permitirá el hielo? Me parece que comienza a rizarse demasiado.
—Confiemos en Dios, querido Blunt.
Acamparon, encendieron la lámpara para calentar el interior de la tienda y, después de una frugal cena, trataron de dormir; pero su sueño fue breve. Aquel frío repentino provocó presiones, y durante la noche el banco crujió y tembló de un modo alarmante, obligándolos a estar desvelados muchas horas.
Al siguiente día, a las siete, siguieron el viaje; pero, como había predicho Blunt, el banco no presentaba ya una superficie plana. Las presiones y el deshielo lo habían trastornado todo, haciéndolo casi impracticable para las bicicletas.
Por todas partes se alzaban sólidos icebergs de gran mole, pirámides, macizos de hielo, montañas cortadas a pico, puntas agudas que amenazaban romper las gomas de las ruedas, y de vez en cuando encontraban largas cortaduras que se prolongaban muchas millas, obligándoles a triplicar el camino.
Muchas veces se vieron precisados a apearse y a marchar con gran trabajo a pie, para traspasar todos aquellos obstáculos, perdiendo un tiempo que les era demasiado precioso.
El 20 de enero, después de una serie de furiosas carreras alrededor de los hielos, llegaron al primer cairn, al sitio en que el oso los acometió. En cinco días no habían adelantado más que tres grados.
El cairn no había sido tocado, y pudieron proveerse de carne fresca y recobrar fuerzas; pero Wilkye tuvo que conceder a sus compañeros un descanso de veinticuatro horas.
El 22 emprendieron otra vez la lucha con las hendiduras y los icebergs, que se multiplicaban de un modo inquietante. Se esforzaban por ganar camino, pero con poco éxito y gran consumo de fuerzas y energía.
Para mayor desgracia, todas las noches los sorprendían las presiones, impidiéndoles el sueño y el descanso.
El 27 fueron tan intensas las presiones que creyeron los expedicionarios que había llegado su última hora.
El inmenso campo estuvo en plena convulsión, y junto a la tienda se abrió una grieta espantosa, que amenazaba sepultarlos.
Entretanto, el frío seguía aumentando. Del Sur soplaban con frecuencia vientos impetuosos que producían bajas en la temperatura. Dos veces, durante la noche del 30 de enero, el termómetro bajó a ¡—20°!
El estío se marchaba a toda prisa, y el invierno adelantaba amenazador, con sus huracanes de nieve, sus tremendos hielos y sus negras nieblas.
El sol perdía rápidamente su fuerza y cada vez aparecía más tarde y más pálido: se ponía a las diez de la noche y no salía hasta las dos de la mañana, haciéndose cada día más prolongada su ausencia.
El 3 de febrero, completamente exhaustos y hambrientos, pues se les habían acabado las provisiones, llegaban al segundo cairn, junto al cual, torcidos por las presiones, se veían los restos de la máquina.
¡Ah, si al menos hubieran tenido aceite de foca para ponerla en presión, en movimiento, y aventurarse en ella hacia la costa! Pero no. Las focas habían desaparecido, la provisión de petróleo no existía y en el cairn sólo se guardaban algunos litros de alcohol, que habían de conservar si querían comer las carnes asadas o cocidas y calentar la tienda durante los fríos de la noche.
—Descansemos aquí un par de días, amigos —dijo Wilkye—. Estamos exhaustos.
—¡No puedo más, señor! —dijo Blunt—. La fatiga, el insomnio y el hambre me han rendido.
—Y yo me sostengo en pie por un milagro de equilibrio —dijo Peruschi—. ¿Cuánto tenemos que recorrer aún, señor Wilkye?
—Cerca de mil millas.
—¡Es mucho todavía, señor! Estas grietas nos han hecho perder un tiempo precioso y triplicar el camino.
—Confiemos en que sobre el continente el hielo estará más llano y nos permitirá marchar más aprisa. Yo no sé, pero me asaltan siniestras inquietudes, amigos míos, y pienso siempre en Bisby y en los marineros a quienes dejamos en la costa.
—¿Qué teme? —preguntó Blunt—. ¿Tal vez que nos hayan abandonado?
—No lo sé; pero estoy intranquilo y quisiera estar ya en la costa.
—Bisby no nos abandonará, señor.
—Él, no; pero ¿y los otros? Ha transcurrido ya el tiempo convenido, y no sé aún el que emplearemos en llegar a aquel punto. Este desierto de hielo, que antes afronté sonriendo, ahora me da miedo y me parece que medita no sé qué traición. Sin embargo, no nos desanimemos y levantemos la tienda.
Acamparon, y demolido el cairn, que estaba intacto, como el otro, extrajeron sus últimas riquezas, que consistían en quince kilos de galletas, seis cajas de té, un poco de azúcar, diez kilos de pemmican, dos libras de chocolate y ocho litros de alcohol.
Poniéndose a ración y economizando todo lo posible, podrían tirar, cuando más, veinte días. ¿Sería suficiente aquel tiempo para llegar a la costa, que se hallaba a tantas millas de distancia? Si no se les presentaban tantos obstáculos podían confiar en ello, pues aunque el frío siguiera aumentando, ellos se sentían con fuerzas para recorrer de ochenta a cien millas diarias.
Durante los dos días dedicados al descanso, nada ocurrió de particular. El gran banco no se movió y pudieron dormir tranquilamente y recobrar fuerzas, de que tanta necesidad tenían.
La mañana del 6 de febrero, repartida entre todos la carga, siguieron su camino a través de los hielos, entre miles de obstáculos que los obligaban a frecuentes detenciones para atravesar a pie verdaderas montañas de hielo y a dar rodeos inmensos para evitar las cortaduras que se multiplicaban ante ellos.
La noche del 7, poco después de haber desaparecido el sol, una luz blanquecina, pero intensa, apareció de improviso al Sudoeste, iluminando el inmenso campo de hielo y haciendo brillar vivamente los icebergs, las pirámides, las cúpulas y las columnas que se elevaban en todas direcciones.
Poco después, un gran arco irregular, de cerca de treinta grados de elevación, apareció de pronto, lanzando al cielo rayos inmensos que experimentaban extrañas y rápidas contracciones y cuyo tinte era pálido, casi incoloro.
Era una aurora austral. Las auroras del Polo Sur no tienen el esplendor de las del Norte, tan ricas en matices rojos, verdes y azules, y carecen de la intensidad, y duración de aquellas.
Semejan relámpagos, porque aparecen y desaparecen con gran rapidez. ¿Cuáles son las causas que las producen y por qué no son iguales, siendo el frío tan intenso en un Polo como en el otro? La ciencia no ha logrado revelar los misterios de tales fenómenos y se ha limitado a suponer que tienen por origen un acumulamiento de electricidad, hipótesis que puede ser acertada, pues en aquellas altas latitudes los huracanes son raros y la sequedad del aire extremada.
El 9, después de una carrera penosísima por el campo de hielo, los exploradores se encontraron de pronto ante un brazo de mar de muchas millas de ancho y cubierto de hielos flotantes. El camino estaba cortado y se veían en la imposibilidad de seguir.
Aquello los desmoralizó. ¿Dónde se encontraban? ¿Qué había ocurrido? ¿Por qué aquel gran campo no estaba ya unido al continente?
—¿Se habrá desprendido? —preguntó Blunt, que lanzaba miradas de desesperación a aquel brazo de mar.
—No lo sé —respondió Wilkye con voz sorda.
—¿Hemos seguido siempre el mismo meridiano?
—Sí; aproximadamente siempre el 66°.
—Entonces, por el camino que hemos recorrido, debemos hallarnos junto al continente.
—¿Y dónde está el continente? ¿Lo ves tú?
—No veo más que hielos flotantes —dijo Peruschi.
—Es mediodía —exclamó Wilkye después de algunos instantes de silencio—. Dadme el sextante, y tomaré la altura.
Hizo rápidamente las observaciones y el cálculo para obtener la longitud y latitud exactas. Cuando terminó, un grito de desesperación se le escapó de los labios.
—¿Qué sucede, señor? —le preguntaron los dos velocipedistas.
—Temo, amigos míos —respondió Wilkye con amargura—, que no nos encontramos ya en el 66° meridiano y que, en vez de adelantar, hemos retrocedido al 82° de latitud.
—¡Imposible, señor! —dijo Peruschi—. Teniendo en cuenta el camino recorrido, debemos hallarnos al 78° de latitud.
—No —respondió Wilkye—. El gran campo de hielo se ha desprendido del continente y derivado al Sur; nos hallamos a 82° 20’ de latitud y a 72° 12’ de longitud, o sea frente a la Tierra Alejandra.
—Entonces, ¿nuestros esfuerzos han sido infructuosos?
—Sí, Blunt, porque nos hallamos a cerca de mil cuatrocientas millas del Estrecho de Bismarck.
—¡Maldición! ¿Y ahora?
Wilkye no respondió; se había dejado caer sobre un bloque de hielo, con la cabeza entre las manos, presa de sombría desesperación.