CAPÍTULO XVI

LA PARTIDA PARA EL POLO

Olvidándose del principal componente de la cena, Bisby apeló a una precipitada fuga, tratando de escalar los hielos del fiord; pero no le siguió ninguno de sus compañeros: al contrario, se reían de él a mandíbula batiente, sin pensar en cargar de nuevo las armas para defenderse. Viendo el negociante que no se movían, y creyendo que no le habían comprendido, volvió a detenerse, gritando:

—¡Huid, desgraciados! ¡He oído rugir a los leones!

Una risotada general fue la respuesta que obtuvo.

—¿Reís? —preguntó admirado.

—¡Sí, y tendremos risa para veinticuatro horas, explorador asustadizo! —contestó Wilkye—. ¿Imagina que se halla en el desierto de Sahara?

—Pero ¿no oyen los rugidos?

—Sí, Bisby; y os diré que nos prometemos una cosa mejor que la que hemos cazado. ¿Le agradaría una fritura de hígado y de sesos?

—¿De león?

—Sí; pero de león marino, o, si le parece mejor, de foca.

—Pero ¿rugen como los leones las focas de este país?

—Si, Bisby; mas no son peligrosas, y se las puede matar a palos.

—¡Entonces a ellas!

—Enseguida, o se escaparán.

—Pero ¿dónde están?

—Detrás de aquella costa, si no me equivoco. Vamos a su encuentro, y tratemos de impedirles que se zambullan en el mar.

Bajaron por los hielos del fiord, llegaron a la costa, y se dirigieron en silencio, aunque rápidamente, hacia una cadena de rocas, cuya cima había perdido ya su manto invernal.

A un centenar de metros de distancia llegó a ellos un hedor insoportable que inficionaba la atmósfera.

—Detrás de esas rocas debe de haber un verdadero rookories —dijo Wilkye deteniéndose.

—¿Y qué es eso? —preguntó Bisby.

—Quiero decir que allí hay un campamento de focas. De seguro veremos centenares de esos animales.

—¡Las mataremos a todas! —dijo el negociante.

—Con dos nos contentaremos. Lo demás sería una matanza inútil.

—¡Ya las veo! —exclamó Peruschi, que les precedía—. ¡Eso es la fortuna de un cazador o de un ballenero!

Wilkye, Bisby y Blunt llegaron hasta donde estaba su compañero, y miraron hacia el lado de las rocas.

Había allí un verdadero campamento de focas, pertenecientes a la especie de las otarias jubatas, o leones marinos. Se componía de quinientos o seiscientos anfibios diseminados por la playa, que descendía dulcemente hasta el mar. Muchos de ellos permanecían reunidos como en familias de quince a veinte individuos, y otros aislados.

La otaria jubata se diferencia de la foca de los mares árticos, y forma una especie transitoria entre los mamíferos carnívoros y el tipo ordinario de la foca propiamente dicha. Los machos son mayores, pues pasan de dos metros de longitud, tienen el feroz aspecto de los leones, pues les rodea el cuello una crin hirsuta; tienen los ojos grandes, pequeñas orejas cónicas y largos bigotes caídos. Oyéndolos rugir, producen cierta impresión de miedo; pero en realidad tales anfibios son tímidos, se defienden raras veces y sucumben fácilmente.

Las hembras, desprovistas de crin, tienen aspecto menos formidable, y mientras los primeros poseen un pelambre amarillento rojizo, ellas lo tienen más oscuro y escaso.

En esta clase de focas es notabilísima la elasticidad de su cuerpo, que les permite adoptar las posturas más extrañas. En efecto; mientras algunos de aquellos anfibios permanecían recostados de modo que parecían sacos medio vacíos, otros alargaban de tal forma el cuello que llegaban a alcanzar cuatro metros de largo, o sea el doble de su tamaño ordinario.

Aquellos animales, ignorantes del peligro que los amenazaba, dormitaban junto al mar, o recorrían los campos de hielo empinándose sobre sus aletas, mientras las hembras lactaban a sus hijuelos jugueteando con ellos y acariciándolos amorosamente.

Junto a las focas, apoyadas en las piedras, había muchísimas aves marinas, que se nutren exclusivamente del estiércol de aquellos anfibios, disputándoselo encarnizadamente.

—¡Cuántos animales! —exclamó Bisby—. ¡Si pudiéramos cogerlos todos!

—A los primeros disparos se apresurarán a lanzarse al mar —dijo Wilkye.

—¿Y es comestible su carne?

—Es demasiado aceitosa y con sabor a rancio, glotón —le contestó Wilkye—. Como le he dicho, el hígado y los sesos son excelentes.

—¡Pues, entonces, comencemos el fuego!

Los cazadores apuntaron a las más cercanas y dispararon sus armas. Tres focas heridas por las balas cayeron sobre el banco; pero las otras, espantadas de las detonaciones que hasta entonces no habían oído, se apresuraron con desesperados esfuerzo en llegar al borde del bloque de hielo y a zambullirse en el mar. Las hembras sobre todo corrían con rapidez verdaderamente extraordinaria en anfibios tan pesados y de defectuosa conformación, llevando a sus hijuelos apretados contra el seno, para lo cual se servían de una de sus aletas.

En pocos instantes desaparecieron todas bajo el agua, y no volvieron a aparecer sino a una gran distancia, en dirección a un campo de hielo que la corriente arrastraba al Norte.

Wilkye y sus compañeros llegaron al sitio donde yacían las heridas. Las tres recibieron las balas en la cabeza y se movían aún, intentando una de ellas acercarse al borde del banco para escapar. Bisby, que se preocupaba de la cena, le dio el golpe de gracia con la culata del fusil.

—Volvamos a la cabaña —dijo Wilkye— y mandaremos a los marineros para que las recojan.

—¿No se las comerán mientras tanto los animales?

—¿Cuáles? Ya le he dicho que en este continente no se han visto nunca osos ni lobos.

—Podrían aparecer ahora, Wilkye.

—Deseche ese temor. Nadie le tocará la cena.

Se pusieron en camino costeando los bancos de hielo, y de cuando en cuando dispararon contra las aves marinas, que revoloteaban por la orilla. A las siete de la noche llegaron a la cabaña.

Los marineros, que habían llevado la chalupa hasta la costa y aprovechado el tiempo para ponerlo todo en orden en el interior de la casa, fueron enviados por las focas, y una hora después el cocinero se puso ante la estufa a preparar la cena, que fue elogiadísima por todos. El hígado y los sesos de las focas, inteligentemente preparados por Bisby, no podían estar más exquisitos, y todos hicieron honor a la fritura.

A la siguiente mañana, bien temprano, los americanos estaban en pie. Wilkye y sus dos compañeros habían anunciado su partida para el Polo Austral.

Abiertas las grandes cajas que contenían las piezas del velocípedo, todos se pusieron a la obra para ayudar al jefe de la expedición.

Aquel velocípedo, ideado por Wilkye y construido por un hábil mecánico de Baltimore, era una verdadera maravilla. Se componía de ocho ruedas, dos de ellas mayores y más sólidas, y las otras más pequeñas e iguales unas a otras, acopladas de dos en dos, de modo que en caso preciso pudiera transformarse aquella máquina en tres bicicletas, prescindiendo para ello de las ruedas mayores. Todo estaba provisto de engranajes, cadenas y demás piezas necesarias. Construido el velocípedo con acero de una resistencia extraordinaria, recubierto de una piel ligera y fuerte para que el contacto con el metal no produjera a los velocipedistas quemaduras en las manos, pues ya se sabe que con el frío del Polo los metales queman al que los toca, las ruedas estaban provistas de una envoltura de goma vulcanizada; y para colmo de precauciones, a fin de evitar que patinasen o resbalaran por los hielos, ligeramente dentadas.

Ante aquel velocípedo iba el motor, o sea una pequeña caldera, con los accesorios indispensables para desarrollar un caballo de fuerza. Dos árboles, provistos de engranajes y de cadenas, se unían a las ruedas anteriores, que, como hemos dicho, eran más sólidas y gruesas que las otras.

Previendo la dificultad de hallar en aquellas regiones el agua precisa para la generación del vapor, Wilkye había hecho adaptar, junto a la caldera, un recipiente destinado a contener la nieve o el hielo para fundirlo.

Tres asientos, dispuestos uno detrás de otro, debían ser ocupados por los viajeros, mientras una especie de cajón de dos metros en cuadro estaba destinado a las provisiones, las mantas, los vestidos, las municiones y el petróleo necesario para el motor.

—¿Le satisface? —preguntó Wilkye, después de explicar el funcionamiento de su velocípedo.

—¡Es maravilloso! —exclamaron Peruschi y Blunt.

—¡Sorprendente! —exclamó Bisby—. Me parece, sin embargo, que no podrán llevar muchas provisiones.

—Lo he calculado todo —dijo Wilkye—, y llevaré víveres para cuarenta días.

—Entonces, no podrá cargar una gran provisión de petróleo.

—Me bastarán cien litros, Bisby, porque las pruebas que hice me demostraron que diez litros son suficientes para una marcha de cien millas.

—¿Y si se prolongara el viaje?

—Dejaremos la máquina y recurriremos a las bicicletas. Basta adaptar a las ruedas el piñón y la silla.

—Pero entonces no podrá cargar ningún peso.

—Si es preciso, lo abandonaremos todo, las cubiertas, la tienda y hasta las armas, a fin de llevar cada uno cincuenta o sesenta kilos de víveres. Aun sin la máquina de vapor, por las pruebas que hemos hecho, resulta que podremos recorrer por término medio cien millas al día.

—Pero si les sorprende el invierno, ¿cómo podrán caminar por en medio de la nieve?

—Estamos a principios del estío, y espero estar de vuelta antes de que concluya. ¿Cree que emplearemos tres meses en recorrer tres mil millas?

—¡Uf! —murmuró el negociante, moviendo la cabeza—. ¡Tengo siniestros presentimientos, Wilkye!

—Y yo ninguno, Bisby. Estoy seguro, convencido, de triunfar de todos los obstáculos y de desplegar la bandera de la Unión en el Polo Austral.

—Os lo deseo de corazón, amigo mío.

—Pues preparémoslo todo.

Hizo abrir una caja de grandes dimensiones y de ella sacó gran cantidad de otras cajas más pequeñas, cuidadosamente numeradas, que examinó atentamente.

—Nuestros víveres —dijo—: galletas, pemmican, harina, bacalao, lomo salado, manteca, chocolate, café, etcétera; ciento veinte kilos.

—Pero ¿quieren ayunar? —preguntó Bisby.

—Contamos con la caza —respondió Wilkye—. Tres vestidos para mudamos, tres pares de zapatos, tres mantas, una tienda, dos cacerolas de hierro y otros utensilios: veinticinco kilos.

—¿Y no sufrirán frío? —preguntó Bisby.

—Volveremos antes de los grandes hielos; ya se lo he dicho. Tres fusiles, tres hachas, piezas de recambio para la máquina, pólvora, palas y otros pequeños objetos: treinta kilos.

—Total: ciento setenta y cinco kilos —dijo el negociante.

—Además, nuestro peso: ciento setenta y dos. Añadamos cien litros de petróleo, algunas botellas de gin y de whisky y otros objetos, y tendremos un peso de cuatrocientos cincuenta kilos, o sea el necesario para poder obtener en nuestro velocípedo una velocidad de treinta millas por hora. ¿Está cada cosa en su sitio?

—Todo, señor —respondieron los velocipedistas.

—¿Ha preparado el almuerzo, Bisby? Es un almuerzo de despedida, y debe procurar que sea bueno y abundante.

—Las cacerolas hierven de modo que parece que van a estallar. ¡Eh, pinche! ¿Falta mucho?

—Ya se puede servir, señor —respondió el marinero.

Aun en aquellas solemnes circunstancias, Bisby no olvidó su glotonería, y había dispuesto un almuerzo tan abundante, que Wilkye experimentó serias inquietudes respecto a la duración de las provisiones.

Aquel almuerzo, aunque delicioso, fue triste, faltando por completo la animación. Todos estaban conmovidos por la marcha de los exploradores a las misteriosas regiones del Sur, y temblaban ante la idea de que tal almuerzo fuera el último que hacían reunidos. Aun comiendo, pensaban en los peligros que debían afrontar en medio de los desolados campos de hielo del continente polar.

A los postres, Bisby, que a pesar de su emoción había devorado por seis, se levantó para brindar por el triunfo de la bandera de la Unión; pero la voz le faltó, y no pudo hacer otra cosa que arrojarse en los brazos del audaz explorador. Las lágrimas brillaban en los ojos del negociante.

—Vuelvan pronto —murmuró.

—Volveremos, Bisby —dijo Wilkye, que también estaba conmovido—, y si la Providencia nos ayuda, volveremos victoriosos —luego, poniéndose de pie, añadió—: ¡Partamos, amigos! ¡La fortuna es de los audaces!

La caldera había sido ya encendida y tenía la necesaria presión; el gran velocípedo parecía impaciente por lanzarse a través de los campos de hielo.

Wilkye y los dos velocipedistas abrazaron a Bisby, que lanzaba fuertes suspiros; después a los marineros, y enseguida ocuparon las sillas: Wilkye, delante, Blunt el segundo y Peruschi detrás.

—Adiós, amigos: o, mejor dicho, hasta la vista —dijo Wilkye—. Les recomiendo que economicen los víveres, si quieren evitar un desastre.

—Me alimentaré con carne de foca si es preciso —respondió Bisby, estrechando las manos de su amigo.

—Buen viaje y buena suerte, señores —dijeron los marineros.

Wilkye puso en movimiento la máquina, y el velocípedo emprendió la marcha, mientras los marineros y Bisby gritaban a una:

—¡Viva Wilkye! ¡Hurra por la bandera de la Unión!… ¡Hurra por el Polo Austral!…