CAPITULO VI
PRIMERA ESCARAMUZA
Randolfo, sin dar entero crédito a la existencia de aquel ser extraordinario y misterioso, se preguntaba, sin embargo, quién habría podido vencer a aquel gigante sin disparar un solo tiro, pues observando el cadáver con atención pudo comprobar que Scibellok no había hecho uso de las armas de fuego. Había herido de muerte a su adversario de un fuerte golpe en la nuca propinado con un hacha, y después le había marcado su contraseña en el pecho con un cuchillo.
El caso era verdaderamente extraño, teniendo en cuenta que los indios rara vez se dejan sorprender por la espalda, pues se dan cuenta de la aproximación del enemigo desde largas distancias. Era necesario convenir que aquel terrible explorador debía de ser un hombre extraordinario, para vencer en todas las empresas.
Abstraído, buscaba Randolfo la solución del enigma, cuando un grito de Telie le hizo levantar la cabeza.
Allá lejos, por entre los árboles, se veía avanzar una forma vaga e indecisa.
Era un hombre a caballo; pero llevaba la cabeza baja, como si tratase de seguir algo que corría delante de él.
Fijándose más, se veía saltar una sombra blanquecina, que unas veces desaparecía entre los zarzales y las hierbas, y otras brincaba, ágil y ligera.
Randolfo, sorprendido, estuvo un momento contemplando a aquel misterioso jinete que se atrevía a penetrar completamente solo por el tenebroso bosque, asolado por los pieles rojas.
Luego saltó a caballo, gritando:
—¡Eh! ¿Quién sois? Si sois Scibellok, sabed que somos cristianos y que estamos dispuestos a defendernos.
Oyendo estas amenazadoras palabras, el jinete levantó la cabeza, miró alrededor y, sin apresurarse, dirigió su caballo hacia los viajeros.
Conforme se acercaba se le distinguía mejor. No tardaron mucho en reconocerle Randolfo y los suyos; cuando le vieron, exclamaron todos a un tiempo:
—¡Morton, el cuáquero!
Era, en efecto, el pacífico y tranquilo explorador del fuerte, precedido de su perrillo blanco, que le mostraba el camino.
Cuando Randolfo y las dos jóvenes le vieron, no pudieron menos de reír. Creían tener que habérselas con el terrible Scibellok y se encontraban con el hombre más pacífico del mundo.
—Muchachos —dijo Morton—, me parece que estáis muy alegres, cosa chocante en vuestras circunstancias. Mientras reís, muchos y graves peligros os acechan por todas partes.
—Reímos con razón —replicó Randolfo—; esperábamos al terrible Scibellok y nos encontramos con el inofensivo Morton. En cuanto a los peligros que nos anunciáis, no somos hombres fáciles de asustar, tanto más cuanto que he enriquecido mi caravana con un valiente explorador: míster Forting.
—No creáis que exagero; os aseguro que por aquí hay indios.
—Ya sabremos evitarlos.
—Os engañáis, joven. Si seguís en esta dirección, no tardaréis en caer en medio de una horda de salvajes. ¿No sabéis que el vado alto se encuentra a diez minutos de este lugar? ¿No sabéis que allí es donde están las bandas de los comanches?
—¡Dios mío! —exclamó Randolfo—. Creyendo evitar el peligro, ¡íbamos a su encuentro! Aprisa, Morton, guiadnos al vado bajo o a algún otro sitio en que estas jóvenes se encuentren seguras. Sólo vos sois capaz de hacerlo.
—Con gusto os complacería si…
—¿Qué queréis decir? —preguntó, inquieto, el joven—. ¿Acaso no queréis guiamos?
—Amigo —contestó el cuáquero—, sabéis que soy un hombre amante de la paz. ¿De qué os serviría si os atacan los indios? Jamás he matado, y nunca lo haré; de modo que mi compañía no ha de serviros de nada.
—¡Miserable! —exclamó impetuosamente Randolfo—. ¿Serás tan cobarde que dejes a estas niñas indefensas? Si no te conociese, te daría un tiro en la cabeza.
—Os engañáis completamente; no son ésas mis intenciones —replicó tranquilamente Morton—. No trato de abandonaros ni rehúso serviros de guía; lo que quiero advertiros es que si nos atacan no he de tomar parte en la lucha. Los cuáqueros tienen horror de la sangre y aborrecen la guerra; eso es todo.
—No se inquiete por ello, Morton —dijo el joven, con voz más suave—. Ya nos defenderemos; guíanos y no se preocupe.
El anciano se inclinó hacia su perrillo, diciendo:
—Periquillo, ¿qué piensas tú de esto?
—Morton —interrumpió Harrighen, impaciente—, no perdamos el tiempo en niñerías. Los indios no deben de estar lejos.
—Nuestra salvación depende de Periquillo, puesto que solamente él puede hacernos evitar las emboscadas. Ahora veréis.
El perro, llamado por su amo, empezó a saltar delante de los caballos, gruñendo sordamente.
Morton contó los gruñidos del perro, y dijo:
—¡Cinco! Por aquí han pasado cinco pieles rojas.
Todos le miraron estupefactos.
—¡Es increíble! —dijo Randolfo.
—Os lo he dicho: sólo él puede salvarnos. Adelante, Periquillo; llévanos al buen camino.
—¿Pero nos avisará de las emboscadas?
—Ciertamente; no se nos acercará ni un indio sin que Periquillo nos lo anuncie. Vamos, y no perdamos tiempo.
La caravana se puso en marcha precedida de Periquillo.
Aquel animal era verdaderamente extraordinario. Corría con seguridad por la selva, sin titubear, olfateando las altas hierbas, los zarzales y los troncos de los árboles.
A cada momento se volvía hacia su amo, agitaba la cola, ladraba sordamente y continuaba su camino.
Morton había dicho a Randolfo y a sus compañeros que se mantuviesen a cierta distancia, para que el perro tuviese mayor libertad.
También les había advertido que si veían que él levantaba un brazo, debían pararse inmediatamente, y que si le veían desmontar, hiciesen exactamente lo mismo, pues era señal de gravísimo peligro.
Habían adelantado algunas millas, cuando el terreno empezó a subir, convirtiéndose pronto en un cerro.
Morton, que seguía al perrillo de cerca, llegó felizmente a la cumbre; pero una vez arriba, se paró y alzó un brazo.
Era señal de peligro, y todos se pararon.
El cuáquero continuó inmóvil por un rato; luego se bajó lentamente del caballo y se tendió en el suelo. No cabía duda: los amenazaba un gran peligro; era prudente imitarle.
Randolfo dio la orden de echar pie a tierra, y permanecieron emboscados; luego tomó el fusil y se alejó, arrastrándose por la colina. Quería saber por qué había hecho Morton aquella señal.
Cuando llegó arriba vio delante de sí un espacio descubierto; poco más abajo se extendían enormes grupos de algodoneros. Mirando con atención, le pareció ver en el horizonte algunas sombras indecisas.
Continuó su camino, arrastrándose con precaución, y, llegando a donde estaba el cuáquero, preguntó:
—Son indios, ¿verdad?
—Sí —repuso el anciano—. Son comanches; pero tan numerosos, que si llegan a atacarnos nos arrancarán a todos las cabelleras.
—¿Cuántos serán, aproximadamente?
—Ahora no veo más que cinco. Los otros estarán más lejos.
—¿Y crees que no podemos rechazarlos? ¿Nos tomas por gallinas?
—No es eso. Si fueseis todos hombres, seguramente los venceríais; pero no olvidéis que hay dos mujeres con vosotros.
—Pues bien: redoblaremos nuestro valor. Además, no creáis que las jóvenes son miedosas; si es necesario, lucharán con energía varonil, os lo aseguro.
—Ya veremos cuando llegue el momento.
—Ten en cuenta que somos tres, y todos decididos, porque mi viejo negro es un valiente que se ha batido varias veces con los pieles rojas.
Morton corrigió:
—Somos cuatro.
—Tú no quieres batirte.
—¡Verdad! Pero no penséis que me dejaré matar como un cordero.
—Pero podrás ayudarnos.
—Ya veremos —repuso tranquilamente el cuáquero.
—¿Qué harías tú si tuvieras mujer e hijos que defender?
—No los tengo. ¡Ah! Veo que se acercan los indios; han debido de descubrir nuestras huellas. Creo que ha llegado el momento de huir.
—¡Morton! ¿Quieres abandonarnos al acercarse el peligro?
—Vayamos a escondernos entre los árboles. Si los indios se acercan, con una buena descarga podréis rechazarlos, seguramente.
—Es un buen consejo, y lo acepto.
—¡Consejo! —exclamó Morton, sonriendo—. Os digo lo que haría un explorador de la pradera si estuviera en vuestro lugar; nada más. Daos prisa, y sabed que tendréis que habéroslas con cinco jóvenes robustos y decididos. Bajad y decid a vuestros compañeros que cuando me vean hacer la señal se lancen hacia adelante con resolución. Yo me quedo aquí al acecho.
Randolfo reconoció la prudencia del consejo dado por el anciano explorador, y en lugar de arrojarse contra los cinco indios, como hubiera sido su deseo, dejó la colina, yendo a reunirse apresuradamente con sus compañeros.
Cuando estuvo cerca de ellos encontró a Forting y a Tom bastante inquietos y asustados por no saber de cuántos enemigos tenían que defenderse.
El joven los tranquilizó, y, volviéndose a Mary, le dijo:
—Todo marcha bien; engañaremos a los indios, pero ten prudencia. Nuestra suerte está pendiente de un hilo. Hay que estar preparados para hacer uso de las armas.
Se escondieron detrás de los árboles y esperaron temerosos la señal del cuáquero.
Transcurridos unos minutos sin que nada acaeciese, Randolfo, que no podía dominar su impaciencia, subió por segunda vez a la colina, y, acercándose a Morton, preguntó:
—¿Se les ve?
El anciano respondió, tras breve silencio:
—¿Habéis escuchado ese grito que ha salido de allá abajo?
—Sí. ¿Es acaso alguna señal?
—Tengo mis dudas; más bien parece un grito de rabia.
—¿Habrán descubierto el cadáver de algún camarada? Yo he visto hace poco un indio mutilado por Scibellok.
—Tanto mejor. Venid.
Bajaron rápidamente la colina, montaron a caballo y se pusieron a la cabeza del convoy.
Morton, después de corto titubeo, condujo a sus amigos a través de un laberinto de precipicios, cubiertos de zarzales espesísimos, internándose luego en la selva.
Randolfo, aunque confiaba en Morton, no estaba muy tranquilo. A cada momento temía ver aparecer a los indios.
Habían recorrido doscientos pasos, cuando descubrieron entre las altas hierbas a varios jinetes.
Harrighen se detuvo, gritando:
—Preparad las armas.
Un instante después, aquellos jinetes se lanzaban contra la caravana, dando feroces aullidos.
—¡Fuego! —gritó Randolfo.
Se oyeron tres detonaciones y se vio caer a dos de aquellos jinetes, mientras los demás volvían grupas rápidamente, desapareciendo detrás de los árboles.
—Venid aprisa —dijo Morton, que no había tocado el fusil.
Las dos jóvenes, Harrighen, Forting y el negro echaron a correr tras él, llegando poco después a un profundo barranco.
Recorríanlo a galope, cuando vieron un vivo resplandor. Los últimos rayos de la luna iluminaban una cascada, más allá del barranco.
A lo lejos se oía el ruido del agua, que murmuraba dulcemente.