CAPITULO XXVI

LOS COLONOS DEL CAPITÁN LINTHON

A pesar de sus preocupaciones y de sus angustias, Randolfo acabó por dormirse; sin embargo, su sueño fue corto.

Un clamor ensordecedor le despertó. Se oían gritos de rabia de los guerreros, llantos e imprecaciones de las mujeres, chillidos de los chiquillos.

Algo grave debía de ocurrir.

Lo primero que pensó Randolfo fue que algunos enemigos habían asaltado la aldea.

Iba a preguntar a sus guardianes cuál era el motivo de semejante escándalo, cuando Abel Doc entró precipitadamente.

El padre de Telie era presa de profunda agitación.

—Señor Harrighen —dijo—, ayer tarde ha ocurrido un grave suceso, que ha enfurecido al pueblo y pide que se os sacrifique a todos al momento.

—¿Qué dices? —preguntó Randolfo, aterrado.

—Scibellok, el Espíritu del Bosque, ha estado en la aldea.

—¿Estás loco?

—No. Scibellok ha venido, ha entrado en la tienda de Wenonga y ha matado al jefe.

—¿A Buitre Negro?

—Sí, señor Harrighen.

—¿Y cómo sabes que ha sido Scibellok?

—Porque ha dejado su sello: un golpe de hacha en la cabeza y heridas en aspa en el pecho.

—¿Y no le ha visto nadie entrar en la aldea?

—Nadie absolutamente.

—¿Y el pueblo?…

—Está furioso y pide vuestra muerte, creyendo que todos sois cómplices de Scibellok. Si queréis escapar de la horrible suerte que os espera, no tenéis más remedio que conceder a Braxley la mano de vuestra hermana.

—Nunca, Abel Doc.

—Aceptar, señor Harrighen, y tanto él como yo os prometemos facilitar vuestra huida.

—¿Con mis compañeros?

—No; no podemos ocuparnos de ellos.

—Rehúso, Abel Doc; prefiero morir, mejor que sacrificar a mi hermana y a mis valientes compañeros.

—Señor Randolfo, no dudéis, os lo ruego. ¿No oís los feroces aullidos de los pieles rojas? Están cerca, y dentro de pocos minutos no podré salvaros, y seréis sometido a martirios horrendos.

—No tengo miedo.

—Desgraciado. ¡Morir a vuestra edad!

—Todo es inútil, Abel Doc; moriré con mis compañeros.

—Os salvaré, a pesar vuestro.

Diciendo esto, Abel Doc levantó en sus poderosos brazos al prisionero y se lanzó a la puerta trasera de la tienda.

En el mismo momento entraban veinte o treinta indios armados con hachas y aullando como fieras.

Era tarde para huir. Abel Doc, para demostrar que no era cómplice de los «rostros pálidos», puso al mal tiempo buena cara, y entregándoles a Randolfo, dijo:

—Aquí tenéis al prisionero. Ya no se nos escapará.

E inclinándose al oído del joven, añadió:

—Trataré de salvaros.

Los indios agarraron fuertemente a Randolfo y le arrastraron a la cabaña de la medicina, donde ya se encontraban Diego y Ralf.

—Señor Randolfo —dijo el ladrón de caballos—, de esta hecha todo ha terminado para nosotros. Estos reptiles nos quemarán vivos.

—Yo tengo la culpa —dijo el joven.

—Moriremos como valientes —añadió Diego—. Un día u otro tenía que ocurrir.

—¿Y Morton? —preguntó Randolfo—. Me extraña no verle aquí.

—El cuáquero debe de estar ya lejos.

—¿Ha huido?

—¿No habéis comprendido que es él quien ha matado a Buitre Negro?

—Me han dicho que ha sido Scibellok.

—Es verdad, Scibellok o, mejor dicho, Morton.

—¿Qué dices? —dijo Randolfo, asombrado.

—Me he enterado de todo, señor. El terrible Scibellok, el destructor de los pieles rojas, el Espíritu del Bosque, era Morton.

—Eso es imposible. ¿Morton, Scibellok?

—Pues así es. Morton, que a todos nos parecía el hombre más pacífico del mundo, el que decía que le horrorizaba verter sangre humana, era el formidable explorador de la selva. He logrado descubrirlo todo.

—¿Deliras, Ralf? Sin duda, el miedo te ha hecho perder la cabeza.

—No, señor Randolfo. Os digo más: Morton no es el nombre verdadero del cuáquero.

—¿Pues cómo se llama?

—Bertet, o sea el colono del río Pecos.

—¿Al que le mató la familia Buitre Negro?

—Exactamente. Se fingió muerto para poder vengar a su mujer y a sus hijos. Hace tiempo que lo sospechaba; pero ahora tengo la evidencia de que no me engaño.

—¡Scibellok era Morton! —exclamaron a un tiempo Randolfo y Diego.

—Ya se ha vengado de Buitre Negro.

—¿Ha sido él quien lo ha matado?

—No cabe duda. Supe por los indios que Morton estaba en la cabaña del jefe. Le ha matado y ha desaparecido, llevándose seis cabelleras que estaban colgadas de un palo, y, además, la de su enemigo.

—¿Dónde estará?

—Los indios han notado la falta de uno de sus más veloces caballos, y yo digo que Morton no nos abandonará y que pronto tendremos noticias suyas.

—Si llega a tiempo —interrumpió Diego—, pues me parece que estos salvajes tienen prisa por enviarnos al otro mundo.

—¡Oh!, no será hasta mañana —dijo Ralf—, hoy tienen que ocuparse de las honras de Buitre Negro.

—Doce horas no es bastante tiempo para que Morton pueda traernos socorro. Además, ¿dónde encontrar hombres suficientes para lanzarse contra la aldea? —añadió Randolfo.

—¡Si puede llegar al fuerte del capitán Linthon! ¿Qué queréis? Todavía espero salvar la piel.

Su conversación fue interrumpida por la llegada de un hombre. Randolfo alzó los ojos y vio que el recién llegado era Braxley.

—¡Miserable! —gritó el joven, esforzándose por romper sus ligaduras—. ¿Vienes a presenciar la agonía de tus víctimas?

Braxley giró sobre sus talones y salió corriendo de la cabaña, como si temiese que le siguiesen los prisioneros.

Abel Doc le esperaba.

—¿Qué hay? —le preguntó.

—No he tenido valor para afrontar su cólera —repuso aquel malvado.

—¿Qué piensas hacer?

—¡Ese hombre no cederá!

—Lo mismo creo yo.

—Entonces, dejémosle morir —dijo Braxley, con repugnante cinismo.

—Yo quisiera salvarle.

—Hazlo si puedes. En cuanto a mí, no me he de ocupar más que de Mary.

—¿Piensas robarla?

—Sí; aprovecharé la confusión de esta noche durante los funerales del jefe.

—Buena suerte —dijo Doc con cierta ironía.

Se saludaron y se separaron.

Por la tarde, mientras se procedía a dar sepultura a Buitre Negro y resonaban en la aldea aullidos y llantos de dolor, Braxley abandonaba silenciosamente su cabaña, llevando un magnífico caballo negro.

Atravesó varias callejuelas desiertas, pues todo el pueblo estaba en la plaza central, en los funerales del jefe, y se detuvo delante de la cabaña que habitaba Mary.

Sólo una vieja estaba con ella.

Braxley se acercó a la mujer, y de un puñetazo la hizo caer al suelo aturdida; luego la ató y amordazó y entró en la tienda.

La infeliz Mary, acurrucada en un rincón, lloraba silenciosamente; cuando vio entrar a aquel hombre, el terror la hizo enmudecer y le miró con espanto.

—No os asustéis, miss Mary —dijo Braxley, acercándosele—; vengo a salvaros. Dentro de una hora terminarán los funerales del jefe indio y en seguida os conducirán al lado de los otros prisioneros. Ya están preparadas las hogueras para quemaros, pero tengo preparados seis caballos, y cuando lleguen aquí los indios estaremos lejos del peligro.

—¿Venís a salvarme a mí sola? —exclamó indignada la joven—. Salid, maldito; vos sois la causa de todas nuestras desgracias. Jamás aceptaré la libertad si viene de vuestra mano.

—No tenéis razón para hablar así, miss Mary, cuando arriesgo mi vida por salvar la vuestra.

—Salid he dicho, maldito. Quiero morir, como mi hermano.

—¡Ah!, no; os llevaré conmigo, a pesar vuestro, y seréis mi esposa, señora mía.

—Salid y dejadme en paz.

—Os repito que tenéis que seguirme. No quiero que os maten los indios. El tiempo apremia y hemos perdido mucho.

Diciendo esto, Braxley se arrojó sobre la joven, y cogiéndola entre sus brazos, la levantó. Mary no pudo oponer resistencia, pues estaba atada; pero gritó con todas sus fuerzas.

Braxley le tapó la boca con la mano, salió de la tienda, montó a caballo y, atravesando uno de los puentes levadizos, partió a galope.

En la plaza principal se oían llantos de mujeres y aullidos lúgubres de los guerreros. El jefe iba a ser sepultado.

Braxley, no viendo a ningún guerrero, dirigió el caballo hacia la pradera.

La noche era muy clara, pues había luna. Podía orientarse con gran facilidad.

Habían recorrido algunas millas, cuando se encontró con numerosos jinetes que descendían de la colina. Una ojeada le bastó para saber quiénes eran.

—¡Los blancos! —exclamó.

En el mismo momento sonó un disparo y su caballo cayó gravemente herido.

Mary dio un grito de terror.

Antes que Braxley pudiera levantarse, se le acercó un hombre que blandía un hacha.

—¡El mago! —dijo el miserable, reconociendo a Morton.

—No, soy Scibellok —gritó el cuáquero con voz terrible—. Mira, Llevo en la cintura la cabellera de Buitre Negro.

—¡Socorro! ¡Morton! —exclamó Mary, reconociendo al fiel cuáquero.

—¡Piedad! —dijo Braxley.

—Los hombres como tú no merecen gracia de Scibellok. ¡Muere, bribón!

El hacha hizo justicia una vez más. Entonces, el viejo cogió a Mary en los brazos y la desató.

—¡Gracias, Morton! —dijo la joven, rompiendo a llorar—. Ahora salvad a mi hermano.

—Aquí estamos todos, y dentro de pocos momentos la aldea india será presa de las llamas.

—¿Qué quiere decir todos?

—El capitán Linthon, su hijo y todos los colonos del fuerte. Somos ciento y todos valientes.

—¿Dónde los habéis encontrado?

—Venían ya en nuestra ayuda. Habían sabido que estábamos prisioneros y el valiente capitán corría a salvamos. Decidme, miss Mary, ¿qué hacen los pieles rojas?

—Están enterrando a Buitre Negro.

—¿Y los prisioneros?

—Van a quemarlos inmediatamente después que terminen los funerales. Salvad a mi hermano, Morton.

—Los salvaremos; montad a caballo y seguidnos. Presenciaréis nuestra victoria.

Un instante después se les unían el capitán Linthon y su hijo Harry, que iban en la vanguardia de los colonos.

El encuentro fue conmovedor. El capitán abrazó a la valerosa joven y, sabiendo que el tiempo urgía, dio las órdenes oportunas para el ataque.

La columna se dividió en dos compañías para asaltar la aldea por los dos lados, y se puso en marcha.

En la plaza principal se veían alzarse llamas gigantescas, que indicaban el principio del martirio de los prisioneros.