CAPITULO XV
UN ATAQUE NOCTURNO
La persecución de los indios duró algunas horas. Querían destruir completamente la banda de los «rostros pálidos» antes de que llegasen a las riberas del río Pecos y entrasen en el fuerte del capitán; pero no parecía que iban a tener éxito, pues no llevaban ni prisioneros ni cabelleras.
Si no habían conseguido su malvado intento, volvían, sin embargo, al campo cargados de botín, pues habían encontrado en el bosque algunos furgones de víveres destinados al fuerte.
Probablemente habían estado ocultos allí Harry y sus compañeros antes de empezar la lucha contra los pieles rojas. Viéndolos volver cargados de toneles llenos de licores, sacos de municiones y muchos bagajes, Randolfo se volvió al viejo guerrero para interrogarle.
Pankiskan levantó el hacha sobre el prisionero como si hubiera querido intimarle la orden de no hablar, bajo la pena de romperle la cabeza; después dejó el arma, diciendo:
—Largo Cuchillo es curioso. Pankiskan no lo es, pero quiere complacerle. Mis hermanos han saqueado los furgones de los «rostros pálidos»; beberemos muchos licores y Pankiskan tendrá su parte.
—¿A dónde iban los «rostros pálidos»?
—Al fuerte.
—¿Llevaban un convoy de víveres?
—Sí.
—¿Y por qué os han asaltado?
—Para librarte a ti y a las dos jóvenes.
—¿Cómo sabían que estábamos prisioneros?
—Se lo debían de haber avisado.
—¿Pero quién?
—El Cocodrilo del Lago Salado.
—¿No le habíais cogido prisionero?
—No, pero el hacha de Pankiskan es larga y le alcanzará.
—Sí, cógelo ahora. Bayo tiene las piernas largas y tu hacha es corta.
—¿Qué dices, Largo Cuchillo? —preguntó el indio con voz ronca.
—Que eres un reptil.
El indio levantó de nuevo el hacha, y esta vez decidido a hacer uso de ella. Algunos de sus compañeros que se habían acercado le detuvieron, diciéndole en su lengua:
—No le mates, hay que llevarle a la aldea.
—Lo dejaremos para más tarde —respondió el viejo guerrero.
Se colocó el hacha en la cintura, y, volviéndose hacia Randolfo, le dijo:
—Vamos, Largo Cuchillo, vendrás al poblado de Pankiskan.
—¿Para qué? —preguntó el joven, temblando de miedo.
—Para bailar en el palo de la tortura —respondió el indio, con un gesto terrible.
—¿Por qué no me matas ahora?
—Porque así le parece a Pankiskan.
—¿Y qué haréis de las dos jóvenes? —preguntó Randolfo, angustiado.
—Pankiskan no sabe nada.
—¿Dónde están? Déjamelas ver.
—Pankiskan no lo sabe.
—Te lo ruego.
El indio se enojó.
—¡Basta, Largo Cuchillo!
Se levantó, amenazándole con el puño; luego, calmándose, añadió:
—Vamos a ver cuál es tu suerte.
Sus compañeros se habían reunido en medio del campamento y discutían animadamente. Randolfo no podía entenderlos por hallarse bastante lejos y conocer muy poco la lengua comanche.
Después de hablar largo rato, se repartieron el botín, compuesto de barriles de aguardiente, pipas, cuchillos, telas y utensilios de varias clases.
Un hombre que parecía ser el jefe, cuya piel era más clara y sus facciones más regulares que las de los otros, fue el que hizo el reparto; luego montó a caballo y se acercó a Randolfo, mirándole con atención.
Habiéndose parado a sólo quince pasos de distancia del prisionero, éste pudo observarle cómodamente.
Era un anciano de aspecto feroz, con larga barba blanca, cosa extraña, pues los indios acostumbran quitarse todo el vello de la cara.
No tenía ni los pómulos salientes, ni la frente deprimida de los pieles rojas, y sus ojos eran también diferentes de los de esta raza, siendo mayores y perfectamente horizontales.
«¿Quién será éste? —murmuró Randolfo—. Parece que es blanco y no indio. ¿Será algún ladrón de la pradera que se ha hecho adoptar por los pieles rojas y luego le han nombrado jefe?».
El anciano, al darse cuenta de que Randolfo le observaba, le volvió la espalda y se dirigió a toda prisa hacia sus guerreros, arengándoles, parte en inglés y parte en una lengua desconocida del prisionero. Por lo poco que éste pudo comprender, el jefe prometía otra victoria más ruidosa que la obtenida, un botín mayor y gran número de prisioneros.
Aquel discurso produjo enorme efecto en los guerreros; todos rodearon al anciano, aclamándole y agitando con furia fusiles, hachas y cuchillos. Cuando se calmaron algo, el jefe hizo una seña a un joven y mandó llevar al centro del campamento un barril de aguardiente. Lo probó y manifestó su satisfacción con exclamaciones prolongadas.
Todos los guerreros obtuvieron su parte entre un ruido ensordecedor, bebiendo hasta quedar casi ebrios.
Hubo danzas, carreras, luchas; después el jefe mandó que todos montasen a caballo.
Desataron a Randolfo las cuerdas que le sujetaban las piernas y le subieron a un caballo; sin embargo, no le desataron las manos; antes bien, apretaron sus ligaduras para impedirle cualquier intento de huida.
Pankiskan se colocó al lado del prisionero para vigilarle mejor.
El jefe estrechó la mano del guerrero, recomendándole que no perdiese de vista al «rostro pálido»; después reunió veinte guerreros y les dio orden de partir.
Randolfo comprendió que la banda iba a dividirse.
Dirigió una triste mirada a la selva, en la cual estaban seguramente su hermana y Telie, y no pudo contener las lágrimas.
El jefe iba a desaparecer entre los árboles, con dos guerreros jóvenes, cuando se oyó un grito de mujer.
Poco después Telie se lanzaba fuera de los matorrales y corría hacia Randolfo con los brazos abiertos.
—¡Tú, Telie! —exclamó admirado el prisionero.
La niña, con agilidad extraordinaria, saltó al caballo y abrazó apasionadamente al joven, llorando y riendo al mismo tiempo.
El jefe volvió hacia el prisionero.
Al verle, Telie soltó a Randolfo y se arrojó a sus pies, exclamando:
—¡Padre! ¡Salvad a mis amigos! ¡Librad a este joven de sus ligaduras! Me lo habéis prometido.
—¡Silencio, loca! —gritó el anciano con severo acento; y cogiéndola por un brazo, quiso arrastrarla consigo.
—No —replicó ella, rebelándose como una leona herida—. No sois un indio, para haceros cómplice de esta infamia. ¡Padre, recordad vuestra raza! Me habéis dado palabra de no hacer daño al hermano de miss Mary.
Y como el viejo continuaba queriendo imponerle silencio y llevársela, Telie añadió, sollozando:
—¡Me lo habéis prometido, padre! ¡Me lo habéis prometido!
—¡Loca! —gritó el viejo—. No te he prometido nada; soy enemigo de mi raza y amigo de los pieles rojas.
La joven logró soltarse de él y volvió a abrazar a Randolfo con desesperación.
—Telie, obedece a tu padre, si es verdad que ese jefe indio es el tuyo —dijo el joven.
El anciano se precipitó hacia su hija con el cuchillo en la mano. Daba miedo verle. Si dudaba un instante, la joven estaba perdida.
—Obedece, Telie —ordenó Randolfo.
La niña se separó de él llorando. El jefe aprovechó el momento y dio una orden a Pankiskan. Éste fustigó el caballo de Randolfo y le hizo partir a galope.
—¡Adiós, Telie! —gritó el prisionero—. Da ánimo a mi hermana.
Pankiskan y otros dos guerreros le rodearon para impedirle la fuga. Era una precaución inútil, pues el joven, afligido por aquella escena, no pensaba en huir.
Media hora duró aquella rapidísima carrera. Luego los caballos se detuvieron delante de un río, que cortaba el camino hacia el septentrión.
Mientras dos de los indios descendían a la ribera para buscar un vado, Randolfo, volviéndose a Pankiskan, preguntó:
—¿Es verdad que aquel viejo es el padre de la niña?
—No lo sé —contestó Pankiskan.
—¿Cómo se llama?
—Corazón Duro.
—Debe de ser Abel Doc, desaparecido hace seis o siete años del fuerte del capitán Linthon.
—Te he dicho que se llama Corazón Duro.
—Es un «rostro pálido», y ahora uno de vuestros jefes.
—Sí, es uno de los más valientes. Nadie le iguala en audacia, en fuerza y hasta en crueldad. Su raza no tiene enemigo más encarnizado que él. Corazón Duro llegará a matar al mismo Scibellok.
—¿Es enemigo suyo el misterioso caballero de las selvas?
—Se odian a muerte. Pero basta, Largo Cuchillo. El vado se ha encontrado ya.
Randolfo no creyó oportuno insistir, pero antes de abandonar la ribera se volvió hacia la pradera y le pareció divisar en lontananza la columna de Abel Doc, que galopaba entre las hierbas.
Un suspiro brotó de sus labios.
—¡Pobre hermana mía! —murmuró—. ¿Qué será de ella?
Escondió en el fondo del corazón la emoción que le ahogaba y siguió a los indios al vado.
La corriente era rápida, pero el agua no alcanzaba el pecho de los caballos; de modo que el peligro de ahogarse estaba descartado.
Alcanzada la otra orilla, la tropa se internó en los bosques que costeaban el curso del río y acampó junto a un manantial de agua fresquísima.
Randolfo, dolorido, pues había llevado todo el camino las manos atadas a la espalda, fue bajado del caballo y acostado en la hierba.
Habiéndose quejado del bárbaro modo que habían tenido de atarle, Pankiskan, obedeciendo, sin duda, órdenes recibidas, le desató, amenazándole, sin embargo, con matarle de un hachazo a la primera tentativa de fuga. Hizo que dieran al prisionero un trozo de carne asada y luego le ofreció una botella de aguardiente, invitándole a beber algunos sorbos.
Randolfo no estaba acostumbrado a los licores y lo rechazó.
—¡Esta sí que es buena! —dijo el guerrero—. ¡Largo Cuchillo, que rehúsa beber este licor, fabricado por sus hermanos! Pankiskan no hará la tontería de alejar de sí tan exquisito jugo.
Y uniendo la acción a la palabra, bebió toda la botella, demostrando su satisfacción con gestos cómicos y gritos guturales.
Cuando llegó la noche, Randolfo fue atado a un árbol, y los guerreros establecieron un turno de vigilancia por si intentaba fugarse.
Apenas salió el sol, la tropa reanudó su avance por la inmensa pradera que se extendía por el Norte sin que se alcanzase a ver sus límites.
Los indios seguían portándose bien con su prisionero, le trataban con cierta dulzura y a menudo le hablaban en inglés, pues Randolfo no conocía sino muy pocas palabras de la lengua comanche.
Hasta Pankiskan parecía estar de buen humor y aflojaba con facilidad la cuerda que ligaba al prisionero.
Le golpeaba familiarmente la espalda, le hablaba de su patria, de las praderas, de los ríos y de los bosques que tendrían que atravesar antes de llegar a los campamentos del Norte.
Randolfo se dio cuenta en seguida del motivo de semejante locuacidad, verdaderamente extraña en un viejo y feroz guerrero.
Pankiskan llevaba detrás de la silla un barrilillo de aguardiente y lo besaba tan frecuentemente que iba casi borracho.
A fuerza de tanto beber, al tercer día empezó a estar el viejo de mal humor, porque el precioso líquido desaparecía a ojos vistas.
Randolfo le preguntó algo sobre la duración del viaje, y el indio tuvo un acceso de rabia.
—Largo Cuchillo se vuelve fastidioso —dijo, levantando el hacha—. Si no tiene la lengua guardada, se la cortaré de un hachazo.
—¿El viejo Pankiskan se ha emborrachado con el licor de los «rostros pálidos»? —preguntó irónicamente Randolfo, mientras los salvajes, viendo vacilar a su jefe sobre el caballo, no podían contener la risa.
—¡Borracho yo! —gritó el piel roja—. Pankiskan es el mejor cazador, el mejor guerrero y el mejor bebedor de su tribu. Todavía podría matar osos, búfalos y jaguares sin errar un tiro.
—Quisiera verlo —replicó Randolfo, a quien divertía la exaltación del viejo.
—¿Quieres que empiece por ti? —aulló el guerrero.
—¿Serías capaz de semejante barbaridad? Un gran guerrero que quiere matar a un hombre atado.
—Quiero soltarte las ligaduras y provocarte a un lucha terrible, y tú verás, Largo Cuchillo, si Pankiskan, el gran guerrero, está borracho.
El viejo iba a lanzarse contra Randolfo, cuando su caballo tropezó. El jinete, ya borracho perdido, no pudo sostenerse y rodó al suelo como un fardo, quedando allí como muerto.
Los dos guerreros jóvenes, viendo caer a su jefe, se apoderaron del barril de aguardiente, y, sin duda para adquirir un poco de buen humor, lo vaciaron en menos de dos minutos.
Pankiskan no estaba aún completamente dormido.
Al oír los gritos de los jóvenes, levantó la cabeza y, viéndoles beber el aguardiente, le acometió otro acceso de rabia.
Empuñó el hacha y la arrojó contra ellos; pero el arma, mal dirigida, fue a dar en la cabeza del pobre caballo que llevaba el tonel, dejándolo muerto.
Este esfuerzo agotó a Pankiskan. Dejó oír un largo ronquido y se tumbó en las hierbas, quedando profundamente dormido.
Los dos jóvenes no se asustaron. Encendieron un buen fuego, cortaron un trozo de caballo y lo pusieron a asar. Mientras se asaba la carne hicieron que Randolfo se bajase de su cabalgadura y le ataron sólidamente, llenándole de insultos, pues también ellos estaban algo alegres.
Después que cenaron obligaron al prisionero a que se echara en la hierba, y se colocaron uno a cada lado para que no se alejase mientras ellos dormían. Esto era completamente imposible, pues tenía atados los brazos y las piernas.
—Largo Cuchillo, no te muevas si no quieres perder la piel —dijo uno de aquellos guerreros.
—Ya ves que no puedo alejarme —contestó Randolfo.
—Estaré a tu lado, y al primer movimiento te clavo el cuchillo en el corazón. Así no verás el país en que viven los guerreros rojos.
—No creas que deseo verlo.
—No verás tampoco nuestros territorios de caza —prosiguió el indio, locuaz por el aguardiente bebido.
—No soy cazador.
—¿Pues qué hacías en la pradera? —preguntó el indio, muy sorprendido.
—Iba a las fuentes del río Pecos.
—¿Qué buscabas allí? ¿Tratabas de sorprender a mis hermanos?
—Nunca los he odiado. Iba acompañando a mi hermana.
—¿La joven que hemos robado?
—Sí —contestó Randolfo, suspirando.
—¿La protegida del jefe?
—¿Qué dices, protegida? ¿Qué pruebas tienes de ello?
—Mis hermanos querían torturarla inmediatamente; pero intervino el jefe, prohibiéndonos tocarla, bajo pena de muerte.
—¡Queríais martirizar a mi hermana! —exclamó Randolfo, aterrado.
—Ya habían encendido la hoguera para quemarla con la otra muchacha.
—¡Qué instantes más horrorosos para Mary!
—Sin el jefe, tu hermana a estas horas no viviría.
—¿Y por qué no me habéis torturado a mí?
—Porque el jefe no ha querido.
—¿También me protege a mí? —preguntó Randolfo con estupor creciente.
—Sí —contestó el indio con acento seguro.
—Pero me lleváis a vuestra aldea.
—Esto es cierto.
—¿Y al llegar me daréis tormento?
—No sé; no soy Pankiskan para contestarte.
—Estoy dispuesto a morir.
—Ya veremos. Pero basta, Largo Cuchillo; acuéstate aquí y duerme. Yo monto la guardia.
Randolfo estaba cansadísimo de aquella jornada; se echó cerca del fuego, en tanto que su guardián, que estaba algo bebido, se acurrucaba haciendo esfuerzos para no caerse.
Llevaban varias horas durmiendo, cuando Randolfo, que tenía el sueño ligero, oyó relinchar sordamente.
Creyó que era la hora de marchar y trató de levantarse; pero vio con gran sorpresa que los indios dormían aún y que las tinieblas no se habían disipado. Iba a volver a echarse, cuando oyó que se movían las ramas.
Temiendo que fuese alguna fiera, miró con atención; no logró ver nada, pero no cabía duda, alguien trataba de abrirse paso entre las zarzas.
Iba a despertar a los indios, cuando le detuvo un pensamiento:
«¿Y si fuese alguien que tratase de salvarme?», se preguntó.
El fuego estaba apagado. Un solo tizón ardía aún, dejando ver de cuando en cuando un tenue resplandor.
Una rama cayó sobre las brasas y reanimó la llama.
En el mismo momento sonó una detonación.
Randolfo, sorprendido y asustado, se preguntaba a qué obedecía aquel disparo, cuando vio pasar una sombra negra sobre la hoguera y caer sobre los indios.
Dos relámpagos brillaron a derecha e izquierda de aquella sombra gigantesca; luego se oyó un golpe sordo, como si un hacha hubiese golpeado un cráneo.
Un aullido resonó en las tinieblas, y la sombra desapareció en el bosque vecino.
Delante de él yacían inmóviles los dos jóvenes guerreros.
No pudo dominar su asombro y gritó:
—¡Socorro!
Ya no dudaba, el desconocido que le libraba de sus enemigos trataba de salvarle.
En aquel momento oyó un gemido y vio alzarse de entre las tinieblas un hombre derramando sangre. Era el viejo Pankiskan. Tenía la frente herida, pero, así y todo, en su diestra empuñaba un cuchillo.
Antes de llegar donde estaba Randolfo, se cayó tres veces, pero se volvió a levantar.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Randolfo, aterrorizado y tratando de romper las cuerdas que le sujetaban.
—Que ahora mismo te mato —dijo el guerrero con voz débil, pero con ferocidad.
Randolfo tuvo miedo; no Habiendo conseguido librarse de sus ligaduras, le era imposible huir del cuchillo del viejo guerrero.
—¡Detente! —exclamó.
Pankiskan tuvo aún fuerza para reír. Oponiéndose a la fatiga, se arrojó contra el prisionero, procurando herirle en el corazón, pero no tenía fuerzas suficientes, pues había perdido demasiada sangre. La muerte le sorprendió enarbolando el arma, y cayó al lado de Randolfo, exhalando el último suspiro.
La emoción del prisionero fue tan enorme, que perdió el sentido.