CAPITULO IX

LA FUGA

Los indios, dos veces rechazados, no creyeron prudente, por lo menos en aquel momento, asaltar la cabaña por tercera vez. No se habían alejado, sin embargo. Protegidos por los árboles, esperaban reunir refuerzos para apoderarse de tan obstinados y valientes defensores. Varios de ellos estaban escalonados a lo largo del río para vigilar los movimientos de los sitiados; temían ser alcanzados por alguna bala si acampaban demasiado cerca, y creían también que la rapidez de la corriente era bastante para impedir que los «rostros pálidos» atravesaran el río, salvándose así en la orilla opuesta.

Randolfo y sus compañeros, escondidos también en las proximidades de la cabaña, quién detrás de unas rocas, quién tras el tronco de un árbol, vigilaban también a sus adversarios para impedir una sorpresa.

De cuando en cuando, un guerrero lograba distinguirlos; entonces, un tiro rompía el silencio, pero no hacía blanco sino en el tronco de un árbol o en los palos del cercado.

Ni Randolfo ni los suyos respondían a estas provocaciones, pues no querían gastar pólvora en salvas; La oscuridad era tan grande que imposibilitaba la puntería.

Pasadas algunas horas, Morton vio desde lo alto de la empalizada algunas sombras que trepaban entre las rocas, avanzando cautelosamente y arrastrándose como reptiles.

A pesar de las tinieblas, el cuáquero logró contarlos. Eran quince solamente; pero podían dar mucho que hacer a los sitiados, pues llevando casi todos armas de fuego, con pocas descargas podían diezmar a la caravana, ya bien exigua de por sí.

El anciano, inquieto y tristemente impresionado, bajó de la empalizada y se acercó a Randolfo.

—¿Qué me aconseja que haga, amigo Morton? —dijo el joven.

—Rechazarlos sin demora.

—¿Y después?

—No pensemos en el día de mañana.

—Si no recibimos refuerzos, acabarán por hacernos prisioneros. ¡Si el capitán Linthon supiese la triste situación en que nos encontramos!

—¿Cómo avisárselo?

—Procuraré romper la línea de los sitiadores. Mi caballo es ágil y ligero como el viento, y lanzándome de repente sobre el enemigo, ataco desesperadamente y me oculto en el bosque; entre tanto, vosotros podéis pasar el río.

Morton no respondió. Parecía vigilar absorto los movimientos de la banda india.

—¿Me ha oído, Morton? —preguntó el joven.

—Mirad aquella cabeza —respondió el viejo, preparando el fusil.

Un indio se hallaba a treinta pasos del cercado. Los dos hombres apuntaron, y con dos balas le dejaron sin vida. Era, sin embargo, una victoria estéril. Verdad que con aquellos dos tiros retrasaron el asalto; pero ¿por cuánto tiempo?

Al oír los indios los tiros, contestaron con tremendos aullidos. A juzgar por sus gritos, debían de ser numerosos.

—Debemos resolvernos a hacer algo —dijo Randolfo—; dudo que podamos resistir el asalto.

—Amigos —interrumpió Morton, con voz resuelta—, he decidido abandonaros para intentar pedir socorro, pues no quiero que estas niñas dejen sus cabelleras en manos de los pieles rojas. Procurad resistir hasta mañana y no os ocupéis de mí.

—¿Qué es lo que intenta, Morton? —preguntó Randolfo.

—Pasar por entre las filas indias.

—No podrá. Le matarán cien veces antes de llegar al bosque. Espere… Simularemos un ataque y entre tanto monta en mi valiente Bayo y escapa.

—¡Loco! —exclamó el viejo—. ¿Crees que podré atravesar las filas indias a caballo? Si lo hiciese encontraría la muerte. Probaré, arrastrándome, a pasar inadvertido hasta llegar a las rocas que costean el río y desde allí me dirigiré al fuerte.

—¿A pie y solo?

—Me basta con Periquillo.

—Ande, pues, valiente; procure conservar la vida, pues las nuestras están en sus manos. Si logra salvarnos, nuestro agradecimiento será eterno y además tendrá un buen regalo.

—Amigo —dijo el cuáquero con arrogancia—; no necesito dinero. Quedaré satisfecho conservando vuestra amistad. Esperad mi regreso, y mientras tanto, combatid con valor y no os desaniméis.

Randolfo le prometió seguir sus instrucciones, y Morton se preparó a marchar.

Sabiendo que les quedaban pocas municiones, les dejó sus provisiones, no reservándose sino algunas cargas; se quitó parte del traje para tener más libertad de movimientos y, cogiendo el fusil, salió del cercado.

—Amigo mío —dijo Randolfo, estrechándole la mano—, espero que no nos abandonaréis.

—Joven —respondió Morton con frialdad—, si quisiese abandonaros no hubiese esperado hasta ahora. Sabéis el peligro que corro al atravesar las filas indias. Si fuese traidor, buscaría otro camino. Confiad en mí y esperad mi regreso.

Saludó a las jóvenes, a John Forting y al negro, y llamando a su perrillo, desapareció entre las altas hierbas.

En este momento Randolfo mandó hacer una descarga, con objeto de llamar la atención de los indios, para que Morton escapase con mayor libertad.

Restablecida la calma, Randolfo subió a la empalizada y prestó atento oído lleno de angustia; nada turbaba el silencio, era buena señal.

El cuáquero debía de haber dejado atrás las filas de salvajes; de no ser así se hubieran oído disparos.

Iba ya a bajarse para tranquilizar a sus compañeros sobre la suerte del audaz explorador, cuando le pareció ver algunas sombras que avanzaban sigilosamente.

Randolfo, temiendo un nuevo asalto, prestó mayor atención, y vio que aquellas sombras aparecían y desaparecían empujándose unas a otras hacia adelante.

—Ya vienen —dijo a Forting, que estaba a su lado.

—¿Son muchos?

—¡Muchísimos!

—¿Podremos rechazarlos?

—Por de pronto, haremos una descarga, luego… ya veremos. ¿Estáis dispuestos?

—Lo estamos.

—¿Y vosotras, Mary, Telie?

—También —respondieron las jóvenes.

—¡Fuego! —gritó Randolfo—. Venderemos caras nuestras vidas.

Y uniendo la acción a la palabra, disparó su fusil y sus pistolas, imitándole sus compañeros.

Aquella descarga detuvo por tercera vez a los indios, que creían tener que luchar con numerosos enemigos.

Los pieles rojas retrocedieron después de contestar a los disparos y volvieron a sus primeras posiciones.

Randolfo ordenó que continuase el fuego durante algunos minutos, con objeto de asustarlos y obligarlos a entrar en la selva.

Cuando vio que el terreno estaba despejado, dijo a Forting:

—Hay que tratar de poner a estas niñas en sitio seguro. De este modo, si los indios nos vencen, al menos ellas no morirán.

—¿Y dónde esconderlas?

—Entre las peñas que costean el río; allí no les alcanzarán las balas.

—Es una buena idea; pero por ahora no podemos ponerla en práctica. ¡Mirad!

Randolfo se volvió y vio a algunos indios que llevaban ramas encendidas.

—¿Qué piensan hacer? —preguntó.

—Probablemente incendiar la cabaña.

—Acaso traten de impedirnos la fuga.

—También es posible, amigo mío.

—Hagamos fuego sobre ellos.

Dispararon algunos tiros; los salvajes arrojaron las ramas y huyeron al bosque.

—Ahora busquemos asilo para las muchachas —dijo Randolfo.

La luna había aparecido en el horizonte, pero afortunadamente algunas nubes la oscurecieron.

Randolfo ordenó a sus hombres que no descuidasen la vigilancia y salió del cercado, dirigiéndose cautelosamente hacia el río. Atravesó el terreno descubierto, llegó a las rocas y bajó hasta el río. Llegado allí vio en medio del cauce un islote cubierto de árboles que podía servir de refugio. Un buen nadador podía alcanzarlo sin dificultad y descubrir desde él a los salvajes emboscados en la ribera.

Satisfecho con aquel descubrimiento, el joven se disponía a volver a la cabaña, cuando se rasgaron las nubes y a la luz de la luna pudo darse cuenta de lo que era aquel islote. No era sino una aglomeración de árboles arrastrados allí por la corriente y detenidos por un banco de arena.

Esto desconcertó a Randolfo.

«Somos muy desgraciados —pensó—. Si Morton no llega a tiempo no podremos librarnos de los indios».

Volvió a mirar al río y vio una canoa que, costeando la orilla en que él se encontraba, se paraba al lado de una roca. Un hombre saltó a tierra y dirigió una mirada a su alrededor.

Randolfo, aterrado, creyendo que sería algún indio, reunió todas sus fuerzas y se arrojó contra él con el fusil cogido por el cañón, gritando:

—¡Muere, perro!

El desconocido evitó el golpe y dijo en correcto castellano:

—¡Por vida de…! ¡Qué no soy un indio!

Randolfo, estupefacto, le examinó atentamente y reconoció a Ralf Stackpole, el ladrón de caballos.

—¿Tú? —exclamó.

—¡Dios sea bendito! —repuso Ralf—. ¡Cuánto me alegro de encontraros! Sabía que estabais en peligro y buscaba el medio de ayudaros.

—¿Cómo lo has sabido?

—He oído los tiros y los gritos de los pieles rojas. Disponed de mí; estoy dispuesto a dar mi vida por vuestra hermana y por Telie.

—¿Y cómo has logrado llegar hasta aquí?

—Atravesando el bosque a pie por miedo a ser descubierto si venía a caballo y cruzando el río por el vado alto. Buscaba el medio de reunirme con vosotros, cuando descubrí entre las zarzas un hombre herido de gravedad en una pierna. Creía que sería un indio y me acerqué para rematarle, quedando sorprendido al ver que era de la raza blanca; un mormón, el único superviviente de una numerosa caravana exterminada por los indios.

»Me rogó que le ayudara, ofreciéndome, en cambio, indicarme los medios para atravesar el río. Le ofrecí volver a buscarle, y entonces me señaló un lugar donde había una canoa india. En efecto, encontré la barca y aquí me tenéis.

—¿Dónde está el herido?

—Escondido en la otra orilla.

—Es preciso salvarle.

—Ya trataremos de eso cuando estemos libres de estos salvajes.

—Pues entonces, sígueme a la cabaña.

—¿Está allí vuestra hermana?

—Sí, Ralf.

Subieron al áspero ribazo y llegaron a la cabaña en el momento que salía Mary, acompañada de Telie y de Tom, para ir en busca de su hermano.

—¡Por vida de…! —exclamó Ralf al ver el pálido rostro de Mary—. ¡Usted entre las panteras del desierto! ¡Desgraciado de mí! Tenga valor, señorita; yo ofrezco mi vida para salvar la de mi bienhechora. No temo ni a los comanches, ni a los apaches, ni a los grandes cuervos, ni a ningún indio.

—Ralf —interrumpió Randolfo, cansado de aquella charla—, en vez de hablar tanto, puedes demostrar tu agradecimiento con obras. Dime, tú que conoces estos lugares, si podremos huir.

—Huir no me parece muy fácil, pero no nos cogerán los indios.

—¡Son muchos, amigo mío!

—No temo a los pieles rojas.

—Veremos cómo te portas.

El ladrón de caballos subió a la empalizada con agilidad de ardilla, y cuando llegó arriba comenzó a gritar y a gesticular como un loco.

—¡Escuchad, cabezas de serpiente, raza maldita de picaros, bribones! ¡Os desafío a luchar conmigo, vosotros que no tenéis compasión de dos pobres mujeres! ¡Venid a arrancarme la cabellera si os atrevéis! ¡Soy un hombre que no os teme! ¡Soy el Cocodrilo del Lago Salado!

Un vocerío ensordecedor se oyó en el campamento, y una voz colérica respondió en un inglés chapurreado:

—¡Ya conocemos a Ralf Stackpole, el ladrón de caballos! ¡Acércate y te arrancaremos la cabellera!

Varios disparos partieron desde distintas direcciones. Ralf, con valor temerario, no abandonó la empalizada, tiroteada por los indios. Se burlaba de ellos, hacía como si detuviese las balas con la mano, como si fuese invulnerable, y no dejaba de moverse.

Randolfo le cogió por las piernas y le hizo bajar, diciendo:

—¿Estás loco?

—He querido demostrar a esas serpientes que sus balas no pueden quitar la vida al Cocodrilo del Lago Salado. Veréis cómo ahora se vuelven más prudentes y nos dejan más tranquilos.

—Pues nos aprovecharemos de ello.

—¿Persistís en que intentemos la fuga?

—¿Serás capaz de llevar a las dos jóvenes a la otra orilla?

—Es algo difícil, pero lo intentaremos. Me alegraré muchísimo de poder salvar a esos dos ángeles.

—Debes hacerlo, Ralf.

—¿Y ustedes, qué harán?

—Pasar el río a nado.

—Le advierto que la corriente es impetuosa y que hay varios remolinos; dudo que los caballos puedan pasar.

—No te preocupes de nosotros. Hasta que tú pases, seguiremos aquí deteniendo a los indios, y después te alcanzaremos.

—Antes de partir, hagamos unas cuantas descargas.

Dispararon las armas contra el campamento indio; Ralf, merced a esa confusión, llegó a la orilla del río y preparó la canoa, mientras Randolfo, Tom y Forting seguían disparando para mantener alejados a los pieles rojas.