CAPITULO X
EL HERIDO
Cuando los sitiados oyeron la señal de Ralf, abandonaron la cabaña y echaron a correr hacia el río.
Los indios se habían internado en el bosque, y, por consiguiente, no vieron a los fugitivos.
El ruido de la corriente al romperse en los peñascos de la orilla no era lo más adecuado para infundir valor a las dos jóvenes, y Randolfo temía que la canoa, demasiado cargada, zozobrase en algún remolino.
La barca, un tronco de árbol ahuecado por el fuego, era pesadísima y, por consiguiente, resultaba difícil vencer con ella la rapidez de la corriente. Sin embargo, no era posible retroceder, pues debían cruzar el río antes que los pieles rojas se diesen cuenta de la fuga.
—¡Adelante, señores! —dijo Ralf—. Los indios van a dar un asalto a la cabaña. ¡Dadme vuestros fusiles, y a caballo!
En este momento una rama encendida cayó sobre la cabaña y un vivo resplandor iluminó las cercanías. Las hierbas secas amontonadas detrás de la cerca se incendiaron y comunicaron el fuego a toda la construcción.
Un feroz aullido resonó en la selva; los indios habían advertido la ausencia de los fugitivos.
—Démonos prisa —dijo Ralf—; nos siguen.
Hizo entrar a las jóvenes en la barca y cogiendo los remos se esforzó en alejarse de la orilla.
Randolfo, Tom y Forting montaron a caballo y se adelantaron por el río, afrontando la corriente, que mugía furiosa.
De pronto, la barca giró sobre sí misma. Había entrado en un remolino que amenazaba sepultarla. Randolfo al verlo soltó al caballo de Mary, que llevaba por la brida, y dirigió el suyo hacia la canoa.
Bayo, acostumbrado a atravesar el río Norte, nadaba muy bien, y no se espantaba ni de los remolinos ni del fragor de la corriente.
Randolfo, angustiadísimo, se iba acercando a Ralf, cuando vio que la canoa salía del remolino y bogaba hacia la orilla opuesta.
El ladrón de caballos, a fuerza de remos, había logrado vencer la corriente.
En aquel momento se oyó gritar en medio del río. Randolfo miró hacia atrás y vio tres caballos arrastrados por las aguas y seguidos a nado por un hombre que gritaba desesperadamente.
Aquel hombre era Forting.
Randolfo le alcanzó prontamente y, cogiéndole por un brazo, le hizo montar de nuevo, diciéndole:
—Téngase firme y trate de alcanzar la barca.
Momentos después advirtió el joven que la canoa había varado en un banco de arena. Su primer pensamiento fue acercarse, coger a Mary y llevarla a la orilla. Iba ya a ejecutarlo, cuando volvió a oír la voz de Forting pidiendo auxilio.
Miró a su alrededor y no logró verle, le llamó y no obtuvo respuesta.
—Tom —dijo a éste—, ¿sabes hacia donde ha desaparecido?
—Le he visto tropezar con el tronco de un árbol y sumergirse con su caballo.
—Debemos buscarle.
—Es inútil, señor; mire aquel caballo que nada hacia acá sin jinete; es el suyo y debe de haberse ahogado.
Randolfo, tristemente impresionado, quería, por lo menos, recuperar el cadáver; Tom le hizo desistir de ello.
Ralf había logrado empujar la canoa hasta la orilla, y cuando Randolfo se acercó, le dijo:
—¡Huyamos!
—¿A dónde? —replicó Randolfo.
—Primero tenemos que recoger al herido; le prometí salvarle.
—¿Podremos escondernos en el bosque?
—Allí los árboles están más espesos.
—En marcha, Ralf.
Los caballos estaban ya en la orilla. Randolfo ayudó a montar a su hermana y a Telie, y la caravana se internó en el bosque. Todos estaban tristemente impresionados por la muerte de su intrépido compañero.
Cuando llegaron delante de un espeso matorral, Ralf detuvo su caballo, diciendo en voz baja:
—¡Burklay! ¡Burklay!
Al principio no obtuvo respuesta, pero luego se movieron las hojas, apareciendo entre ellas un hombre viejo con larga barba gris.
Era el superviviente de la caravana acometida por los pieles rojas, el que indicara a Ralf el escondite de la canoa.
Aquel desgraciado llevaba la ropa hecha jirones, tenía el rostro manchado de sangre, los cabellos llenos de barro, y se movía con dificultad por tener una herida en una pierna.
—¿Quién sois? —preguntó Randolfo, sorprendido.
—Un pobre emigrante mormón. Ayudadme, señores; no me abandonéis en medio de esta selva.
—Os cuidaremos —dijo Mary—. Al decir a Ralf dónde estaba la barca, nos habéis salvado, de modo que, por agradecimiento, no podemos dejaros.
—Gracias, señorita.
—¿Habéis visto algún indio por aquí? —preguntó Randolfo.
—No, señor; están todos en la otra orilla.
—¿Podremos acampar aquí sin temor a ser sorprendidos?
—Tal creo.
—Apearos, amigo; esta noche nos detendremos aquí y mañana trataremos de alcanzar el alto curso del río Pecos, para esperar el regreso del cuáquero.
—Si es que vive todavía —añadió Tom.
Ataron los caballos a unos árboles, se repartieron los víveres, y mientras las dos jóvenes, vencidas por la fatiga, se tendían en la hierba para descansar algunas horas, Randolfo y el Cocodrilo del Lago Salado reconocieron la herida del emigrante.
El infeliz había recibido un hachazo en el muslo izquierdo y, como no se le había atendido, sangraba todavía.
Randolfo rasgó un pañuelo y vendó fuertemente la herida, después de lavarla con aguardiente para que cicatrizase pronto.
Luego dijo:
—Amigo, tenéis para varias semanas; pero no temáis, no os abandonaremos.
—Sois demasiado bueno, caballero.
—Decidme, ¿han muerto todos vuestros compañeros?
—Todos, señor —respondió el emigrante con voz conmovida. Y añadió—: ¡Qué desastre!
—¿Erais muchos?
—Ciento cincuenta, entre hombres, mujeres y niños.
—¿A dónde os encaminabais?
—A la ciudad del Lago Salado. Éramos todos mormones, y ya sabéis que en esa ciudad habitan nuestros hermanos.
—Puesto que los indios nos dejan tranquilos, contadme vuestra historia. Así mataremos el tiempo.
—Escuchadme, pues, y veréis cuán despiadados son los pieles rojas.
—¡Oh!, los conozco; pero empezad, amigo mío.