CAPITULO XVI
DESTRUCCIÓN
Cuando Randolfo volvió en sí, no estaba ya atado, ni tampoco al lado del viejo guerrero y de los otros indios.
Se hallaba acostado sobre una manta de lana extendida en la linde del bosque, junto a un arroyuelo de agua cristalina.
A su lado había un desconocido, que le contemplaba con vivo interés.
Aquel hombre era bastante alto, muy delgado, con facciones enérgicas, cubiertas por una espesa barba negra.
Representaba tener cuarenta años y era, a juzgar por su traje, un aventurero o un explorador de la pradera.
Tenía a sus pies un largo fusil y llevaba en la cintura dos pistolas y un hacha, manchada de sangre.
A corta distancia había un magnífico caballo negro, enjaezado con cierta elegancia.
—Temía que os hubiesen asesinado los indios —dijo el desconocido, saludando a Randolfo con la mano—. Habéis debido de sufrir una emoción muy fuerte, amiguito.
—¿Sois vos quien me ha salvado?
—Sí, amigo mío.
—Dejadme que os manifieste mi agradecimiento.
—He hecho bien poco. Ignoraba que fueseis de raza blanca, y poco faltó para que os matase.
—¿Teníais ya el proyecto de matar a los indios?
—Para vengar a mis amigos, vilmente traicionados por esos canallas —dijo el aventurero, mientras cubría su rostro espeso velo de tristeza.
—¿Odiáis a los indios?
—Con toda mi alma, y mataré a cuantos encuentre.
—¿Sois el que llaman Scibellok, el espíritu del bosque?
—No sé de quién se trata.
—¿Y cómo es que estáis aquí?
El desconocido movió la cabeza y dijo:
—Ya os lo diré más adelante. Mi historia es tremenda.
Cogió algunas ramas y encendió fuego; luego llenó en el arroyo una olla que sacó de las alforjas y echó en ella un pedazo de carne, junto con unos puñados de judías y algunos nabos de la pradera.
Mientras preparaba la comida, Randolfo le dijo quién era y por qué conjunto de circunstancias había caído en manos de los indios.
El explorador le había escuchado con atención.
Cuando el joven terminó su relato, le dijo:
—Salvaremos a vuestra hermana y a su amiga.
—Os he dicho que los indios son muy numerosos.
—No importa. Con un poco de audacia, lo conseguiremos; os lo prometo.
—¿Quién sois que no teméis a los indios?
—Diego Camargo.
—Vuestro nombre no me dice nada.
El explorador sonrió.
—Ya os diré luego quién soy. Entre tanto, comamos.
Extendió una manta sobre la hierba, colocó encima dos escudillas de hierro, retiró la olla del fuego e invitó a Randolfo a tomar su parte.
Terminada la comida, el explorador encendió un cigarrillo, ofreció otro a Randolfo y se echó en la fresca hierba, diciendo:
—Ahora os contaré el motivo del odio que he consagrado a los pieles rojas.
—Tengo curiosidad por saberlo.
—Es una historia terrible.
—Os escucho, Diego.
El explorador quedó silencioso un momento, mirando a las nubes de humo de su cigarrillo; luego empezó con voz alterada:
—Hace tres años, encontrándome en Nuevo Méjico, trabé estrecha amistad con un excelente hombre llamado Eben Johnson.
»Un incendio destruyó mis haciendas y quedé arruinado. Eben me propuso emigrar con él a Tejas para hacer fortuna. Acepté.
»La caravana se componía de Eben Johnson, su mujer, Mary, y sus hijos, Tomás, Ana y María, más un niño que había adoptado, llamado Hipólito, pero a quien generalmente llamaban Liph.
»A ellos se unieron las familias de Willis, Montangas, Harbruk y el viejo Kanks.
»Venían también varios jornaleros, un médico, algunos jóvenes de Búffalo, carreteros y guías; éramos sesenta y tres personas, entre las que había dieciocho mujeres y seis niños. La caravana iba bien armada y equipada, además de llevar varios furgones tirados por bueyes, y caballos de silla y tiro.
»Se trataba de llegar a una llanura situada detrás de un bosque, a sesenta millas al sudoeste del fuerte Leanvendorth, en las orillas del río Norte.
»Tres monótonos meses transcurrieron antes de llegar a nuestro destino. Exploramos el lugar, y pareciendo a propósito para establecerse, pronto se cortaron árboles, se colocaron estacas y se levantaron habitaciones para las varias familias. Contra todas las reglas de prudencia, pues en estos países se está siempre expuesto a toda clase de sorpresas, las casas no se hicieron al lado unas de otras. Cada familia se construyó la suya a su gusto, de modo que estaban a distancia de una milla. Todas, sin embargo, estaban rodeadas por una empalizada, para defenderse de los ataques de los pieles rojas.
»Habían transcurrido ya cerca de dos años y todo adelantaba a maravilla.
»Las tierras estaban perfectamente cultivadas. No lejos de nosotros, a cuarenta millas de distancia, se levantaba un pueblo grande y populoso, con el cual hacíamos frecuentes cambios.
»Eben Johnson recibía todos los días plácemes por el acierto que había tenido al escoger su residencia, situada en la confluencia del río Norte con el Canadian. Los pieles rojas nos traían en sus canoas toda la caza que podían encontrar.
»Esta vida tranquila fue turbada por la noticia de haberse visto rondar por aquellas cercanías a los indios llamados Arapa-Hoe, amigos de los apaches. Liph, que sabía conquistarse el afecto de todos, se ocultaba a menudo de nuestro vecino Kanks para hacer la corte a su bellísima hija Ameida, de la que estaba enamorado con locura. Aquella pasión le retenía fuera de casa hasta muy tarde. Una tarde, aunque ya había anochecido, nos dejó a la familia Johnson y a mí para ir en busca de su prometida.
»Nos sentamos alrededor del fuego, en tanto que Mary y Susy se dirigían al primer piso para descansar. A este piso se llegaba por una escalera de mano, y aunque mistress Johnson había rogado a su marido que hiciese una escalera, éste se había obstinado en dejar las cosas en su estado primitivo, sin dar razón plausible de su obstinación.
»De pronto, Negro, un hermoso perro de guarda, se levantó ladrando fuertemente, corrió hacia la puerta y siguió allí rechinando los dientes.
»Como ya he dicho, la casa estaba rodeada por una alta empalizada, cuya puerta no se atrancaba hasta que Liph estaba de vuelta.
»Prestando atención vimos abrirse la barrera, y un instante después llamaron a la puerta de la casa.
Aquello era extraordinario, pues ninguno de nuestros vecinos venía a vernos de noche.
»Johnson se levantó, y, a pesar de los ruegos de su mujer, abrió la puerta de par en par.
»Al resplandor de las llamas de nuestro hogar vimos a un mestizo a quien los trabajadores trataban con cierta desconfianza, a pesar de que él intentaba hacerse útil de mil maneras.
»Johnson quedó asombrado al verle llegar a aquella hora. Pero el mestizo, sin hacer caso de ello, le pidió un poco de pólvora y perdigones; Johnson le respondió:
»—Tengo poca cantidad, pero no quiero negaros este favor. Aquí tenéis lo que pedís.
»Y sin decirle si quería descansar, le acompañó hasta la empalizada, cuya puerta dejó abierta hasta verle alejarse.
»Momentos después se oyó el galope de un caballo en el reseco suelo de la pradera.
»Mistress Johnson no se fijó en este detalle, pero cuando volvió su marido, le hizo saber que la llegada del mestizo nada bueno presagiaba.
»Por los labios de Johnson vagó una sonrisa, pero cuando se acercó a la luz para continuar la lectura, vi que estaba pálido como un muerto.
»¿Qué había ocurrido? Cuando Johnson, un hombre de valor, palidecía, era necesario que existiese un peligro real.
»Al poco rato, mistress Johnson se levantó y subió a acostarse.
»A eso de las nueve, la puerta de la empalizada se abrió bruscamente y Liph entró. Su padre adoptivo le preguntó en seguida qué era lo que le hacía estar taciturno y pensativo.
»—He visto, al salir de casa de Kanks, a un hombre montado en un caballo blanco, que se dirigía a todo galope hacia el bosque.
»—¡Ah! —exclamó Johnson—, algo se prepara, porque el mestizo que rondaba por aquí hace hora y media montaba un caballo negro.
»Luego se volvió a mí, diciéndome:
»—¿Os da miedo salir?
»—¿A mí? ¡No!
»—Entonces, amigo mío, os agradecería que fuese a casa de Kanks para pedirle pólvora. No he querido que el traidor supiese que estamos escasos de municiones. Es posible que mañana por la mañana nos veamos precisados a defendernos heroicamente.
»Me dispuse a marchar al instante.
»—Sed prudente —murmuró Johnson—, pues os prevengo que creo que los pieles rojas están cerca. Volved pronto; a ver si podéis estar aquí antes de que salga la luna.
»Salí y llegué a casa de Kanks sin obstáculo, cumplí mi misión y me volví a toda prisa.
»Había recorrido unos cientos de metros, cuando descubrí a seis indios en la pradera, que se encaminaban en dirección a nuestra casa.
»Eché a correr, y en la empalizada encontré a Johnson esperándome. Me hizo entrar a escape y echó los cerrojos; luego me dijo que despertase a Liph y a Tom. Hecho esto, cargamos todas las armas, fusiles, carabinas, pistolas, y esperamos, en tanto que Liph montaba la guardia.
»Transcurrieron algunas horas, y dieron las dos sin que nada extraño acaeciese; entonces, Johnson nos dijo que creía haberse equivocado, y arrojándose en el rústico lecho, se durmió, roncando poco después ruidosamente.
»Iba a seguir su ejemplo, cuando Negro comenzó a ladrar furiosamente. Nos pusimos en pie y, cogiendo los fusiles, prestamos atención, pero no oímos nada.
»Sin embargo, Negro, con el hocico apoyado en la rendija inferior de la puerta, seguía rechinando los dientes. Liph abrió la puerta y salió a la galería; a pesar de la oscuridad, se dirigió a la empalizada y levantó un tronco con precaución y dirigió una mirada al exterior.
»En seguida volvió hacia la casa, llamó a Eben Johnson y a su hermano Tomás, y los tres se encaminaron a la empalizada.
»Mistress Johnson y sus hijas se despertaron, y momentos después bajaban a la estancia principal, sumamente inquietas.
»Les dije que los Arapa-Hoe estaban cerca, y mistress Johnson y sus hijas cogieron las carabinas. En este momento me llamó Eben Johnson.
»—Ya vienen. ¿Los veis? —me preguntó.
»Efectivamente, diez o doce sombras negras se dirigían hacia nuestra empalizada.
»—Cuidado, hijos míos —continuó Johnson—; buena puntería y no hagáis fuego hasta que os avise.
»Los pieles rojas adelantaban con prudencia, sin hacer el menor ruido.
»Cuando estuvieron a veinte metros de la empalizada, gritó Johnson:
»—¡Fuego!
»Debimos de herir por lo menos a la mitad de los asaltantes, pues no se levantaron más que seis, que huyeron hacia el bosque.
»—¡Alabado sea Dios! —exclamó Johnson—. Henos ya libres de esos malandrines. Seguramente no se esperaban la acogida que les hemos hecho; sin embargo, carguemos aprisa las carabinas. En cuanto a vos, amigo Diego, id a mirar por detrás de la casa, para asegurarnos de que no nos amenazan por ese lado.
»Hice lo que mi amigo me pedía, y me alegré, pues descubrí a unos veinte indios que se dirigían hacia nosotros. Estos iban seguidos de muchos otros que llevaban ramas encendidas.
»Avisé a Johnson, y éste dijo:
»—¡Seguidme, si tenéis en algo vuestras vidas!
»Todos nos precipitamos hacia la galería, cerrando la puerta y atrancándola con sillas, mesas y camas.
»—Ahora, al primer piso —gritó.
»Nos hizo subir y subió él el último, llevando los fusiles, las hachas, los frascos de pólvora y los sacos de balas. Dejó todo aquello y tiró hacia sí de la escalera, mientras nos decía:
»—¡Abrid las ventanas!
»Cerramos la trampa y colocamos delante de las ventanas los colchones y varios sacos de grano y de harina, formando barricadas.
»No tardamos en advertir la prudencia de estas previsoras medidas, pues los Arapa-Hoe habían asaltado la empalizada y rodeaban ya la casa.
»Una tremenda descarga destrozó los cristales, haciéndonos comprender que los miserables querían la lucha a toda costa.
»Se habían figurado que nos iban a encontrar en el piso bajo; pero cuando vieron que no había nadie, lanzaron aullidos de rabia.
»Pronto comprendimos la suerte que nos estaba reservada. Peor cien veces que la que esperábamos de los proyectiles de aquellos despiadados enemigos.
»Nos hicieron otra descarga. Johnson, que no quería malgastar las municiones, nos hizo echarnos en el suelo y que no contestásemos.
»Un momento después se levantó y, amparándose tras un colchón, miró hacia el campo.
»—¡Dios mío! —exclamó—. La casa de Kanks está ardiendo.
»Al oír estas palabras, Liph se levantó dispuesto a arrojarse por una ventana, pero Johnson le detuvo.
»Oímos un crujido y nos encontramos envueltos en nubes de humo.
»Los indios habían incendiado la casa.
»No puedo saber lo que ocurrió después, pues mientras las llamas cercaban la casa, caí medio asfixiado, perdiendo el conocimiento.
»Cuando volví en mí me hallaba en manos amigas.
»Los colonos, teniendo indicios de lo que tramaban los pieles rojas, se habían reunido a toda prisa para venir en nuestra ayuda.
»El socorro llegó tarde. Todos mis amigos, incluso la mujer y las hijas de Johnson, habían muerto entre las llamas.
»A mí me sacaron del fuego en un estado desesperado.
»Después de dos meses de horribles sufrimientos, curé, y apenas me encontré con fuerzas para montar a caballo, me aventuré por la pradera. Juré vengar a mis pobres amigos y mantuve mi juramento.
»Hace seis meses que cruzo la pradera; muchos indios han pagado con su vida la crueldad de sus hermanos, y así continuaré mientras tenga fuerzas para sostener el fusil.
»Ya sabéis mi historia.
—Es terrible, Diego —dijo Randolfo, conmovido—. ¿Hacia dónde os dirigís ahora?
—He sabido que los comanches han abandonado sus campamentos para destruir a los hombres blancos, y he bajado hacia el Sur para proseguir mi venganza. Ya habéis visto que no perdono a esos reptiles.
—¿Y ahora me abandonaréis?
—No, Randolfo —contestó el explorador—; ya que os he encontrado, os acompañaré y trataremos de salvar a vuestra hermana.
—¿Cuándo partiremos?
—A la puesta del sol, pues no es prudente atravesar de día las praderas. Tenemos los caballos de los indios, elegiréis el mejor y nos dirigiremos hacia el río Pecos. ¿Queréis que os dé un buen consejo? Procurad dormir, en tanto que yo voy al bosque en busca de una buena cena.
Dicho esto, el explorador cogió su fusil, encendió otro cigarrillo y se dirigió a la selva, haciendo seña a Randolfo de no moverse.