15
Persuasión felina
Jessica
Zoë y yo quedamos segundas. Foxy me ganó por un punto. Por lo visto, rocé una valla en uno de los saltos y, como él había completado el recorrido en un tiempo muy bueno, fue el ganador. Cuando el juez colgó la medalla de oro del cuello de Foxy, Leisl pareció sentirse la dueña de perro más orgullosa del mundo, aunque yo me sentí igual de contenta con la medalla de plata. Además, Zoë estaba encantada porque hacía juego con su corona.
—Me siento muy orgullosa de nosotras. Todo el mundo sabe que somos unas ganadoras gracias a nuestros premios brillantes —me susurró, y volvió a enderezarse para estrechar otra mano y recibir más felicitaciones.
Me resultaba extraño estar con alguien que disfrutara tanto de las actividades del Woofinstock. Yo, por mí misma, nunca habría participado en aquellos campeonatos. Ni en un millón de años. Pero Zoë se inscribía en todos sin pestañear. Lo único que le interesaba era divertirse, y su energía alegre atraía a las personas.
—Tú eres la propietaria del Glimmerglass, ¿verdad? —le preguntó un hombre que tenía tres hijos mientras le estrechaba la mano—. Mis hijos se mueren por conocer a tu perra.
Antes de que me diera cuenta, tres pares de brazos pequeños habían rodeado mi cuerpo. Una niñita que olía a mantequilla de cacahuete y a gelatina me besuqueó la oreja mientras sus hermanos me frotaban el lomo por encima de la camiseta. Yo meneé la cola como una loca. Ser el centro de su atención era como estar en el Paraíso y, durante un instante, tuve la impresión de que el sol brillaba más intensamente.
Algo que comentó la familia acerca de cenar pronto y unos perritos calientes llamó la atención de Zoë, y antes de que me diera cuenta, estaba sentada en la hierba, cerca de la pista de agilidad, y con dos perritos calientes para mí sola. Zoë también tenía dos para ella, sin ketchup ni mostaza. Había visto que los padres de la familia pagaban los suyos, así que, cuando encontró un billete de diez dólares en su bolsillo, se dirigió decididamente al puesto, alargó el brazo con el billete y, afortunadamente, pidió: «Dos para ella y dos para mí.» ¡Yo no sabía lo hambrienta que estaba hasta que di el primer mordisco!
Cuando la familia se fue en dirección al Glimmerglass para tomarse unas copas de helado con fruta, nata y jarabe, me sentí exhausta y un poco afligida. Solo era media tarde, pero había sido un día muy largo. Lo que más deseaba en aquel momento era tumbarme en la hierba y echar una siesta, pero Zoë, ¡cómo no!, tenía otros planes.
Conforme la gente se dispersaba para contemplar otras actividades, la multitud se aclaró y Zoë vio una mesa que estaba en el otro extremo del parque. Se puso de puntillas, se protegió la vista del sol durante un segundo y corrió hacia allí como si fuera un pez persiguiendo un gusano. Yo la seguí, nerviosa, como de costumbre, por no saber adónde nos dirigíamos y qué haría Zoë cuando llegáramos allí.
Sin atreverme a esperar nada, levanté la vista y escudriñé el cielo. Estaba despejado. Solo unas cuantas nubes blancas flotaban en el horizonte; las suficientes para oscurecer el monte Rainier en una dirección y las montañas Olympic en la otra, pero no tantas como para producir rayos. ¿Por qué una región famosa por la lluvia era maldecida con un clima tan fantástico? ¿Y cómo podría volver a recuperar mi cuerpo humano sin un rayo? Pensé en Max el Buenorro y deseé con todas mis fuerzas que se produjera una tormenta.
Zoë se detuvo delante de una larga mesa a la que estaban sentadas Malia, Alexa, la alcaldesa Park y el resto del Comité de Perros Perdidos. Cerca de ellas había varios transportines beis apilados de dos en dos que parecían mini edificios de apartamentos. De uno de los transportines surgían unos cautelosos maullidos y entre las barras del más pequeño asomaba una pata negra y peluda. Una extraña sensación cerró la boca de mi estómago y mi hocico empezó a moverse por iniciativa propia mientras todos los nervios de mi cuerpo se centraban en los transportines. Yo sabía qué contenían. Evidentemente, el Comité de Perros Perdidos estaba celebrando una campaña de adopción de gatos. En cualquier caso, mi cuerpo no tenía suficiente con saber lo que contenían los transportines, tenía que verlo, olerlo, tocarlo... Y, a ser posible, saborearlo.
Sin pararme a pensar si era o no una buena idea, corrí hasta la pequeña valla metálica que rodeaba los transportines y presioné el hocico contra las barras. El recinto tenía unos cinco metros cuadrados y el suelo era de hierba. En una esquina había una manta y unos cuantos cojines y en los transportines había cuatro, no, cinco gatos. Algunos estaban sentados y otros tumbados en mullidas camas para gatos. Percibí un olorcillo indudablemente felino. La boca se me llenó de saliva y un estremecimiento recorrió todo mi cuerpo. Mis ojos estaban tan decididos a absorber hasta el menor detalle de aquellos gatos que tuve la impresión de que iban a salirse de las órbitas.
—¡Hola! ¿Puedo ayudarte en algo?
Yo me sobresalté, pero mis patas enseguida se humedecieron de alivio al ver que Malia hablaba con Zoë, no conmigo. Zoë también tenía la mirada clavada en los transportines.
—Quería ver a los gatos —contestó Zoë apartando durante un segundo la vista de los gatos para dirigirla a Malia.
Oí que, en el extremo más lejano de la mesa, Alexa recitaba con voz seria las reglas de adopción a una pareja potencial de adoptantes. Según les dijo, tenían que firmar un contrato en el que se comprometían a alimentar al gato, proporcionarle arena higiénica limpia y buenos cuidados médicos de por vida. Los gatos estaban todos castrados o esterilizados. Me pregunté si habría una cláusula que prohibiera a las personas discutir sobre si le tocaba a una u otra cambiar la arena higiénica.
—Muy bien —contestó Malia mientras abría la puerta de la valla—. ¿Por qué no entras? Así también podrás acariciarlos.
Zoë
Creo que voy a desmayarme. Mientras sigo a la mujer al interior del recinto, las piernas me tiemblan. ¿En serio me va a ayudar a que toque un gato? ¿Así de sencillo?
Jessica quiere venir con nosotras, pero le sonrío ampliamente y sacudo la cabeza.
—Esto no es para perros, querida —le digo.
¡Ja! Sujeto el extremo de la correa a uno de los postes de la valla y sigo a la mujer.
¡Me encantan los gatos! ¡Desde luego que sí! Pero son volubles. Nunca se sabe lo que harán en un momento dado. Ni siquiera uno con el que lleves viviendo meses. Un instante son cariñosos y adorables y al siguiente te amenazan con sus afiladas garras. No se puede uno fiar de los gatos.
Cuando la mujer abre una de las jaulas y saca un gato de aspecto afligido, retrocedo un paso. Ella intenta dármelo, pero yo cruzo los brazos y no me muevo, así que ella lo coloca sobre su hombro.
—Esta se llama Smoke Jumper —explica la mujer—, pero nosotras la llamamos Smokey para abreviar.
Smokey gira la cabeza para mirarme y dice: «¿Miaaau?»
El corazón me da un vuelco y siento pánico. ¿Qué quiere? ¿Sabe que soy una perra? ¿Puede ver lo que hay en mi interior? Yo no me atrevo a negarlo. Los gatos tienen su propia magia.
Smokey gruñe como si fuera un perro de montaña bernés con un trozo de beicon en la boca.
—Ronronea como una campeona, ¿a que sí? —comenta la mujer—. Te enamora sin remedio. Nosotros la tuvimos en casa un tiempo y te aseguro que es maravillosa con los niños y los perros.
«¿En serio?» Miro a Smokey con los ojos entrecerrados. Yo solía confiar en un gato que vivía en la casa de al lado. Incluso dormí cerca de él un par de veces debajo del arce... hasta que me desperté con el hocico ensangrentado. Entonces aprendí que la forma más segura de jugar con los gatos es ladrarles. Sin embargo, los seres humanos parecen tener una relación totalmente distinta con ellos.
—¿Quieres acariciarla? —me pregunta la mujer.
¿Qué? ¿Con la mano?
Los ojos dorados de Smokey brillan como si se tratara de un alien, y sus pelos sobresalen en punta de su cabeza. Smokey bosteza mostrando una boca llena de dientes afilados como agujas.
—Hummm..., no sé —contesto yo.
Deseo tocarla, eso seguro, pero no quiero quedarme sin piel. Y lo que quiero de verdad no es acariciarla, sino olerla a fondo y, después, perseguirla por toda la ciudad.
—No va a hacerte daño —me asegura la mujer—. ¿Nunca has tenido un gato?
—No.
—Bueno, les gusta el trato afectuoso. Simplemente acaríciale suavemente la espalda.
Yo inhalo hondo. Jessica me está observando y su envidia me infunde valor. Alargo dos dedos hacia la gata y, cuando la toco, noto que es suave, pero me aparto de golpe.
—Vuelve a intentarlo —me anima la mujer.
Yo me humedezco los labios. De momento, no ha ido tan mal. Contengo el aliento y vuelvo a tocar a Smokey; esta vez más despacio. ¡Soy increíblemente valiente! Jessica debe de estar loca de celos. La gata levanta la mirada hacia mí como si le gustaran mis caricias. Oigo un ruido sordo que procede de su barriga, como si se hubiera tragado el motor de un coche.
Smokey me empuja la mano con la cabeza, así que le rasco la base de la oreja.
—¿Te pica la oreja? —le pregunto—. Yo sé lo que es eso.
Sinceramente, poder rascarse cualquier parte del cuerpo en cualquier momento es la mejor ventaja de ser un humano.
—Le caes muy bien —comenta la mujer sonriendo.
Yo contemplo a Smokey con escepticismo. Ahora sus ojos no son más que dos rendijas estrechas y alarga la barbilla para que siga rascándole la oreja. Yo vuelvo a rascársela y ella se apretuja contra mis dedos. Acariciarla me produce una sensación extraña, como si me hubiera vuelto líquida por dentro. Es una sensación agradable y me pregunto si las personas disfrutan tanto como yo mientras acarician a los animales. Si es así, ¿por qué no pasan más tiempo acariciando a los perros?
Jessica
El momento de intimidad entre Zoë y los gatos era más de lo que podía soportar. Mientras la veía acariciar aquel cuerpecito peludo experimenté tal desesperación que creí que iba a explotar. Deseé echar abajo la valla, correr hacia ellas y..., ¿qué? ¿Qué haría si me acercara a un gato? No tenía ni idea, pero ansiaba descubrirlo. La atracción que sentía hacia aquella gata era lo más desquiciante que había experimentado desde aquella pasión que me dominaba de niña por las golosinas de nube.
Tuve que hacer acopio de todo mi autodominio para agarrar el extremo de la correa con los dientes, sacarla del poste y dar media vuelta. Cuando me alejé del olor a gato, las reacciones químicas de mi cerebro regresaron a su nivel normal. O, al menos, al nivel normal de una perra.
Caminé por la suave hierba con la correa en la boca, poniendo distancia entre los gatos y yo. La intensidad de mi deseo por ellos era aterradora. Sobre todo porque tengo que reconocer que mis pensamientos no eran lo que se dice puros. ¡En absoluto! Deseaba tres cosas: perseguir, olisquear y utilizar la lengua para obtener una buena muestra de aquellos animales. Idealmente en este orden, aunque no era maniática. Si tenía que lamer y después perseguir, ya me estaba bien.
«¡Esto es ridículo!», pensé. Sacudí enérgicamente la cabeza para aclarar mi mente. A mí me gustaban los gatos. Siempre me había considerado una amante de los gatos. ¿A qué demonios venía aquel impulso irrefrenable de olisquearlos y perseguirlos?
Me había alejado unos cinco metros cuando se me ocurrió una idea. Estaba sola, tenía la correa entre los dientes y Zoë estaría ocupada al menos durante los veinte minutos siguientes. Era el momento perfecto para averiguar qué ocurría en el Glimmerglass. Quería saber cómo iban las preparaciones para el turno de la cena y si Theodore se había adaptado, y también quería asegurarme de que Kerrie se encontraba bien, así que eché a correr hacia allí.
La plaza estaba abarrotada de personas y perros. Conforme me acercaba al restaurante, mi corazón dio un salto enorme de alegría. ¡Había cola! ¡Una cola se extendía más allá de la puerta delantera!
Corrí hacia allí y entré a hurtadillas en el restaurante escondiéndome detrás del cochecito de un bebé. Una vez dentro, me dirigí a la parte trasera del local con la intención de entrar en la cocina, pero me detuve de golpe al oír unos sollozos que procedían del despacho. El ruido me llegaba amortiguado y tuve que acercarme a la puerta y colocar el hocico junto a la rendija inferior para oírlo con claridad.
—¡No me lo puedo creer! —gemía la voz de Naomi—. Entre todos los días del año tenía que pasarme hoy..., cuando todo iba tan bien. ¡Y justo antes del turno de la cena!
—Chsss... —la calmó Kerrie—. Intenta tranquilizarte. Se trata de una quemadura seria y es posible que estés en estado de shock. Paul está de camino y te llevará a urgencias. Tú intenta tranquilizarte y no te preocupes por nada.
—¿Que no me preocupe? ¡Pero si este fin de semana es decisivo! ¡Y hoy es mi primer día como jefa de cocina!
Kerrie realizó una serie de ruiditos maternales. Oí un bullicio detrás de mí y me escondí en el almacén, cuya puerta estaba abierta. Justo entonces apareció Paul, el marido de Kerrie, quien, con la tez pálida, abrió la puerta del despacho.
—Ya les he telefoneado y nos están esperando. ¿Estás preparada, Naomi?
Oí un ruido de personas que se ponían de pie y entonces Paul y Naomi pasaron por delante del almacén y avanzaron con rapidez por el pasillo. Naomi sostenía una toalla alrededor de su brazo. Me estremecí. Las quemaduras formaban parte de la vida de los cocineros, pero a los propietarios de los restaurantes siempre nos preocupaba que fueran graves. Teníamos que cuidar a Naomi porque formaba parte de la familia, pero ¿podíamos permitirnos concederle una baja remunerada? Yo deseaba desesperadamente que sí, porque ella se merecía eso y mucho más, sin embargo, el futuro del restaurante pendía de un hilo y no estaba muy claro que contáramos con el dinero suficiente para pagarle la baja. Al menos estábamos al corriente en el pago de las primas del seguro médico. Kerrie y yo estuvimos de acuerdo en esto desde el principio: siempre nos ocuparíamos de la salud de nuestros empleados, aunque esto implicara que tuviéramos que pagar las facturas de nuestro propio bolsillo.
Inhalé hondo, acabé de abrir la puerta del despacho empujándola con el hocico y entré. Kerrie estaba sentada al escritorio y tenía la cabeza apoyada en las manos. Yo introduje el morro por debajo de su codo hasta que ella se incorporó un poco y pude apoyar la cabeza en su regazo. Kerrie dejó caer la mano sobre mi cabeza de una forma automática. Nos quedamos así durante unos instantes, hasta que ella bajó la vista y me miró, casi sorprendida de verme allí.
—Tú eres la perra de esta mañana, ¿verdad? —Me acarició la frente—. Siento no haberte dejado entrar antes, pero tenía miedo de que a mi socia le entrara el pánico si te veía. Ahora puedes quedarte, porque Jessica está fuera, consiguiendo unos clientes a los que no podremos atender. Al menos ahora no. —Kerrie exhaló un suspiro desgarrador y hurgó en el cajón del escritorio en busca de un pañuelo de papel—. Resulta irónico, ¿no? Ella realiza un gran trabajo enviándonos clientes, consigue que Theodore vuelva con nosotras y entonces va y ocurre esto. ¡Pam! —Kerrie se sonó la nariz con ímpetu—. Yo, lógicamente, actúo como si antes no hubiera pasado nada, porque realmente está realizando un gran trabajo, pero, ahora que estamos solas, te confesaré que, en mi opinión, sufrió algún tipo de cortocircuito cerebral. ¡Me enfadé tanto con ella en la cocina!
Yo levanté un poco las orejas. Sentía curiosidad por saber lo que Zoë había hecho y, al mismo tiempo, me aterrorizaba oírlo.
—Se puso a cocinar y fue realmente horrible; incluso asqueroso. Fue como si quisiera hacer una broma o algo parecido, solo que ella nunca bromea de esa manera. Nunca. Además actuaba de una forma muy extraña, como si lo estuviera haciendo en serio, como si creyera que lo que había preparado era maravilloso. ¿Te lo imaginas?
Kerrie me miró y realizó una mueca. Yo me estremecí mientras me imaginaba lo que a Zoë le gustaría cocinar. Probablemente perritos calientes rellenos de hígado y recubiertos de pasta de jamón. ¡Pobre Kerrie!
—Estoy realmente preocupada por ella —Kerrie suspiró—. Se guarda muchas cosas para sí misma y resulta difícil saber lo que le ronda por la cabeza. —Alargó la mano y cogió un sobre lila del cajetín del correo—. Estos sobres no paran de llegar, pero ella no quiere decirme quién se los envía. Ni siquiera creo que los abra. ¿No te resulta extraño? Yo creía que ella no tenía familia, pero la remitente se llama Sheldon. Debra Sheldon. Yo creía que estaría ansiosa por conocer a cualquier miembro de su familia y que abriría los sobres inmediatamente. —Volvió a sonarse la nariz—. Yo creía que nuestra relación era más íntima y que la conocía bien, mejor que cualquier otra persona, pero no entiendo por qué no me cuenta nada de todo esto. Yo pensaba que ella confiaba en mí.
Se me cortó la respiración y quise gritar que sí que confiaba en ella. No se me había ocurrido que Kerrie pudiera sentirse de aquella manera. Yo no le había hablado de Debra porque no estaba preparada para pensar en aquellos sobres y mucho menos para hablar de ellos, pero esto no tenía nada que ver con que no confiara en ella. Lo que pasaba era que no sabía qué hacer con todos los sentimientos que se agitaban en mi interior cada vez que veía uno de aquellos sobres de color lila. ¿Cómo debía actuar con la mujer que me había abandonado? Si se lo hubiera contado a Kerrie, ¿ella me habría ayudado a decidirlo?
Gemí en silencio. ¿Por qué había dejado escapar la oportunidad de compartir aquel secreto con Kerrie? Aunque no supiera cómo reaccionar ante aquella situación, en aquel momento comprendí que, contárselo a Kerrie, me habría servido de ayuda y me habría aliviado. ¿Por qué no lo había comprendido antes? ¿Por qué pensaba siempre que guardarme las cosas para mí era lo más seguro?
—Jess es una amiga maravillosa —continuó Kerrie todavía con el sobre en la mano—. Sinceramente, y esto se lo he dicho a Paul un montón de veces, no entiendo por qué todavía no se ha casado. Si yo fuera un tío, me casaría con ella. Para mí, es perfecta. —Kerrie me miró—. Bueno, es un poco reservada. Y también callada. Pero es una persona fenomenal. —Una lágrima brotó de uno de sus párpados inferiores y resbaló por su mejilla—. ¡Ojalá estuviera aquí para decirme qué debo hacer! ¡Es tan buena solucionando problemas! Y puede que ahora se le haya ido un poco la olla, pero sigue cumpliendo con su trabajo. Ahora tenemos un montón de clientes, pero nadie que cocine para ellos. Si al final tenemos que cerrar el restaurante, me deprimiré de verdad.
«¡Y es exactamente por esto que no podemos permitirnos cerrarlo!» Dejé que Kerrie me acariciara la cabeza una vez más y después retrocedí un paso con determinación. Ella se volvió hacia mí.
—¿Adónde vas? ¿Tú también quieres dejarme de lado?
Yo volví a acercarme a ella, agarré su falda con los dientes y tiré de ella con suavidad. Ella se levantó, que era lo que yo esperaba que hiciera, y me siguió mientras yo caminaba hacia atrás en dirección a la puerta.
—Espera, tú eres la perra blanca que consiguió que Theodore volviera con nosotras, ¿no? Él me lo contó todo. Me contó que le llevaste un folleto y que actuaste con astucia y persuasión. Su novia cree que eres una semidiosa o, ¿qué era...? Un ángel de la guarda.
«Sí, seguro. Lo que tú digas.» Yo seguí caminando hacia atrás. Cuando llegamos a la puerta, solté su falda y me dirigí lentamente hacia la cocina mientras rezaba para que me siguiera.
Casi la perdí cuando pasamos junto al comedor, porque el barullo de la gente la distrajo, pero yo volví a tirar de su falda.
—Eres muy persuasiva, ¿verdad? Está bien, de todas maneras tengo que darle la noticia de la quemadura de Naomi a Theodore. No se pondrá muy contento. Siempre nos ha dejado claro que lo suyo no es ser jefe de cocina. No le van los cargos de responsabilidad.
«Sí —pensé yo—, habla con Theodore, con tu ombligo..., con quien quieras, pero entra en la cocina.»
Kerrie me siguió. La cocina olía a paraíso. Cuatro cacerolas burbujeaban en los fogones, pero Theodore no estaba a la vista. La habitación estaba vacía. Kerrie, que era muy curiosa, se acercó a los fogones para ver qué había en las cacerolas. Mi cola se meneó con un optimismo cauteloso.
—Hummm..., el risotto tiene buena pinta. Y las setas tienen un aspecto estupendo. ¡Vaya! —exclamó mientras agarraba una cuchara—. Será mejor que remueva la bechamel.
Después de remover un poco por aquí y agitar un poco por allá, pareció recordar quién era. Entonces lanzó una mirada a la encimera, que estaba llena de recipientes con vegetales recién cortados, y a la barra metálica de la que colgaban los pedidos.
—¡Vaya, hay muchos pedidos pendientes! ¿Dónde está Theodore? Ahora que Naomi no está, él tiene que encargarse de que todos los platos salgan a tiempo.
Kerrie miró alrededor. «¡Ahora, este es el momento!», pensé yo.
Apoyé las patas delanteras en la encimera, agarré rápidamente el mango de la cuchara con los dientes y empujé la mano de Kerrie con ella. Ella la miró y sacudió la cabeza.
—¡Uy, no, perrita! Antes solo estaba removiendo la salsa. Yo no soy cocinera. Ya no.
Oí que alguien salía de la cámara, la cual estaba detrás de nosotras, y lo hizo tan silenciosamente que Kerrie no se enteró. El leve aroma a limón del jabón que utilizaba Theodore flotó hasta mi nariz y supe que era él quien estaba allí. Volví a agarrar el mango de la cuchara y presioné con ella la mano de Kerrie.
—Mira —declaró ella—, no sé si eres una perra mágica o qué, pero no sé por qué me presionas de esta manera. Yo ya no cocino. Al menos, no profesionalmente. ¿Por qué no puede aceptarlo nadie?
Sus ojos reflejaban dolor y las arrugas de su frente eran más profundas que nunca.
«No debería forzarla —pensé yo—. Debería ser amable y dejarla que hiciera lo que quisiera, como he hecho siempre.» Pero entonces mi mente dio un giro peligroso y me pregunté qué haría Zoë si estuviera allí. ¿Dejaría que Kerrie se quedara en su zona de seguridad acompañando a los clientes a las mesas en el comedor? ¡Ni hablar!
Volví a empujar la cuchara hacia su mano, y ella estaba a punto de decir algo —seguramente que la dejara en paz—, cuando Sahara cruzó las puertas batientes a toda prisa con más pedidos en la mano.
—Los de la mesa seis me han preguntado dónde está su risotto y el hombre de la tres se ha quejado de que, a estas alturas, sus setas ya deben de estar quemadas.
Sahara miró a Kerrie y después desvió la mirada hacia Theodore.
«¡No, no lo mires a él! Si Kerrie lo ve, le entregará la cuchara, se marchará y todo habrá terminado. Caso cerrado.» Solté un potente ladrido y todas las miradas se dirigieron a mí. Entonces volví a empujar la mano de Kerrie con el hocico y, a continuación, le acerqué la cuchara.
—Está bien —contestó ella con suavidad—. Supongo que puedo emplatar unas cuantas setas y el risotto. Esto ni siquiera yo puedo hacerlo mal. Al fin y al cabo se trata de una emergencia.
Yo solté mi ladrido más alegre mientras mi cola se meneaba como un banderín de la victoria. Kerrie se volvió hacia los fogones y empezó a colocar la comida en los platos.
—¡Una de risotto y una de setas! —le indicó a Sahara colocando los platos en la encimera como una auténtica profesional, que es lo que era.
Después contempló, con mirada experta, la barra de los pedidos. Casi se podía percibir cómo calculaba cuánto tardaría cada plato en cocinarse y cuál debía empezar a preparar primero. Se oyó el traqueteo de las cacerolas y el ruido de las cucharas contra los cuencos de cerámica y, segundos después, cuando los pimientos y las cebollas entraron en contacto con las cacerolas calientes, los aromas flotaron en el aire.
Las manos de Kerrie se movían de un lado a otro mientras pesaba y mezclaba los ingredientes, y mi cola no podía agitarse más intensamente. Theodore se colocó junto a mí y empezó a preparar ensaladas lo más lejos posible de Kerrie, como si no quisiera interrumpir la fluidez de sus movimientos.
—Eres una perra genial —me susurró.
Los dos contemplamos a Kerrie, quien introdujo unas empanadillas en el horno, se puso un delantal y salteó unas coles de Bruselas; todo en un movimiento fluido. La reina había vuelto. ¡Viva la reina!
Regresé al puesto de adopción de gatos justo a tiempo. Zoë se había alejado de los transportines y me estaba buscando presa del pánico y con la cara tensa. Al verme, corrió hacia mí, se arrodilló y respiró hondo junto a mi oreja.
—¡Por fin has vuelto! Te he estado buscando por todas partes —jadeó—. Larguémonos de aquí. ¡Quieren que nos llevemos a uno de esos gatos a casa!
Yo miré a Malia Jackson, quien sostenía los papeles de adopción en la mano y observaba a Zoë con expresión intrigada. Zoë también percibió su mirada y enseguida fingió estar ocupada agarrando el extremo de mi correa.
—Creí que solo iba a tocar un gato, pero ahora dicen que tenemos que quedarnos con él —declaró mientras sacudía la cabeza. La expresión de su cara era tensa, como si le hubieran pedido que bailara un fox trot con un cocodrilo—. Los gatos no son de fiar —añadió—. No me importa lo que diga esa mujer acerca de que ronronean y se acurrucan contra ti. Simplemente, no puedes fiarte de ellos. Un gato es lo último que necesitamos.
Entonces se volvió hacia Malia, la saludó con la mano y me señaló dando a entender que teníamos una urgencia canina. Mi pelo se hinchó de orgullo por haber podido salvar a nuestro equipo de aquella difícil situación.
Además, estaba de acuerdo con Zoë, un gato era lo último que necesitábamos en aquel momento. Mientras Zoë me alejaba a toda velocidad de la zona de adopción de gatos, miré por encima de mi hombro a las personas que se agolpaban alrededor de los transportines. Había madres e hijas que exclamaban lo preciosos que eran los gatitos, parejas jóvenes que elegían su primera mascota en común..., en resumen, familias normales que hacían cosas normales. Mi corazón se encogió de añoranza. Entonces Zoë exclamó: «¡Oooh, mira allí!», lo que me recordó que debía mirar hacia delante, a lo que venía, en lugar de mirar hacia atrás.