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El día en que me convertí
 en una perra

 

Jessica

 

Llovía y yo esquivaba los charcos de la calle deseando haberme puesto algo más adecuado que unos zapatos de tacón alto. Pensé en la importancia de mi misión y aceleré el paso. Los empleados de nuestro restaurante, incluida mi maravillosa socia Kerrie, contaban conmigo. No podía decepcionarlos.

Una ráfaga de aire salado me indicó que la marea había bajado. Durante un segundo, dejé que mi mente me transportara a la playa que bordeaba nuestra pequeña ciudad y me imaginé las olas rompiendo en la orilla y a las gaviotas grises danzando en el viento. Después, volví a centrarme en mi objetivo.

La oficina de la compañía eléctrica estaba al lado de la entrada en forma de arco a la plaza de la ciudad. En el arco se leía: «Un perro feliz aporta armonía al mundo», y las columnas de apoyo estaban cubiertas por unos letreros de un llamativo color amarillo que anunciaban el Woofinstock, el famoso festival que empezaba al día siguiente.

Crucé la puerta doble de la compañía eléctrica a toda prisa resoplando a causa del mal tiempo y sacudí mi impermeable para no ir goteando en los papeles de los empleados. La sala estaba bordeada de cubículos y puertas de despachos y, al lado de cada una de las puertas, destacaba uno de aquellos letreros amarillos con la imagen de un perro sonriente y el texto: «¡Woofinstock! Un fin de semana entero de diversión para festejar a los perros de todas las formas y tamaños. Patrocinado con orgullo por la ciudad de Madrona, Washington, el paraíso de los perros.» Woofinstock siempre se celebraba el primer fin de semana de septiembre. Era una tradición que nunca fallaba.

Inhalé hondo y me dirigí a la recepción. Una mujer de unos cincuenta años, de cabello rubio y corto, y con una tarjeta identificativa en la que se leía el nombre de Marguerite, estaba sentada al otro lado del mostrador haciendo globos con un chicle. Por el cuello de su blusa asomaba un delfín tatuado.

—¿En qué puedo ayudarla? —me preguntó.

—Bueno... —empecé yo dándome cuenta de que no tenía ni idea de lo que pensaba decir—. Verá, soy una de las propietarias del restaurante Glimmerglass, el que está en la plaza. Nos hemos retrasado en el pago del recibo y... Lo siento muchísimo, de verdad, pero nos acaban de cortar la luz y, si no podemos abrir para el Woofinstock, no podremos conservar el negocio. Yo..., esto... —Me mordí el labio—, supongo que he venido a suplicar.

Marguerite asintió con la cabeza, volvió a hacer otro globo, se volvió hacia el ordenador e introdujo nuestros datos. Yo no soportaba mirarla mientras trabajaba, así que contemplé los folletos que había encima del mostrador. Mientras leía la consabida lista de actividades para el fin de semana —el Concurso de Belleza de Perros y Dueños, la Competición de Agilidad, la Carrera de Cinco Kilómetros, las Pruebas de Obediencia, la Implantación de Microchips, la Caminata de Cuatro Kilómetros y la Ceremonia de Clausura—, se me encogió el estómago. Durante el fin de semana, los restaurantes como el nuestro podrían colocar un puesto en la calle. Nosotras ofreceríamos vales, raciones de degustación y nuestro distintivo café expreso, pero, si no teníamos electricidad en el local, toda esta promoción sería inútil.

Marguerite levantó la mirada de la pantalla.

—¿El restaurante Glimmerglass? Deben ustedes doscientos cuarenta y nueve dólares y treinta y seis centavos. Obviamente, no podemos suministrarles electricidad hasta que se hayan puesto al día en el pago.

Yo saqué mi talonario personal y empecé a escribir.

—¿Y cuándo volveremos a tener electricidad después de haber pagado?

Marguerite se encogió de hombros.

—Como muy tarde, mañana por la tarde.

La boca se me secó.

—¿Mañana por la tarde? ¡Pero si mañana es el primer día del Woofinstock! ¿Sabe cuánto dinero perderemos si no abrimos a primera hora?

Marguerite volvió a encogerse de hombros. Yo inhalé hondo e intenté tranquilizarme.

—Por favor, ¿puede hacer algo para agilizar el proceso? Sé que nos hemos retrasado en el pago y que la culpa es nuestra, pero el restaurante está en crisis y, si no ganamos mucho dinero este fin de semana, tendremos que cerrar. Por favor, ¿puede ayudarnos de alguna forma?

Marguerite contempló la pantalla del ordenador y después miró mi talonario.

—¿Es usted Jessica Sheldon?

—Sí, yo soy Jessica.

Contuve la respiración. Casi podía oír su mente repasando los artículos pasados del Madrona Advocate mientras intentaba recordar de qué le sonaba mi nombre.

—¿No es usted la que odia a los perros? —Entonces me miró fijamente a los ojos—. Sí, el restaurante Glimmerglass... Usted es quien gritó a aquellos perritos, ¿no?

Yo tragué saliva, lo que no fue fácil dada su evidente indignación.

—Sí —respondí en voz baja—. Esa soy yo.

Al bajar la vista, vi una fotografía magnética de dos chihuahuas pegada al monitor de su ordenador y se me encogió el corazón. Esperaba que me gritara o, al menos, que me soltara un sermón de tres cuartos de hora, pero ella simplemente entrecerró los ojos.

—¿Qué pasó realmente? Porque en realidad usted no odia a los perros, ¿no?

Yo negué con la cabeza, aunque estaba convencida de que ella no me creería. Resultaba difícil explicar lo que sucedió exactamente aquel día. La catástrofe con los perros ocurrió en pleno Woofinstock del año anterior, cuando el restaurante estaba hasta los topes de clientela. Kerrie hacía de jefa de comedor y distribuía a los clientes como si fuera la encargada de un casino en Las Vegas. Nuestros camareros trajinaban sin descanso entre la cocina y el comedor sin siquiera detenerse un segundo antes de empujar las puertas batientes. Yo atendía una emergencia tras otra. Segundos después de arreglar el escape de la cafetera, un niño vomitó en la mesa seis y dos camareros chocaron y vertieron la sopa de tomate y albahaca y la salsa de cangrejo en los clientes de la mesa once.

Justo entonces, un nuevo follón hizo que todas las miradas se volvieran hacia la entrada. Una mujer mayor y acicalada con un sombrerito rosa entró con cuatro lulús de Pomerania y un gran danés a los que sujetaba con sendas correas.

En general, la política del Glimmerglass respecto a los perros era la misma que la del resto de los restaurantes de Madrona. Si el día era tranquilo y a nadie parecía importarle, a pesar de las leyes sobre higiene y el terror que yo sentía hacia ellos, dejábamos entrar a los perros bien educados. Sin embargo, si el restaurante estaba atiborrado de clientes, los perros, por muy educados que fueran, tenían que esperar fuera.

Yo ya estaba al límite, así que me disponía a pedirle a la ancianita que sacara a los perros, cuando a ella se le escaparon las cinco correas. Los perros salieron disparados, como si se estuvieran escapando de una prisión. Uno introdujo el hocico entre las rodillas de la señora de la mesa nueve. Otro echó a correr y desapareció entre la gente. Yo enseguida me imaginé lo peor: una carnicería, violencia, brutalidad, niños sin dedos y clientes a los que les arrancaban la carne de las piernas de un mordisco.

Con el rabillo del ojo, vi que el gran danés había apoyado las patas delanteras encima de una mesa y lamía la sopa del plato de un niño mientras este chillaba con una risa histérica. Uno de los pomeranian pasó por mi lado como una exhalación con un bollo en la boca. Yo me lancé sobre él, pero fallé miserablemente. En realidad, estaba demasiado asustada para poder atraparlo. Segundos después, di un brinco de medio metro. ¡Algo me estaba lamiendo el tobillo!

El comedor giró a mi alrededor como si se tratara de un calidoscopio de caras; algunas riendo, otras mirándome fijamente. Una mujer tenía a uno de los pomeranian en su regazo. Yo me lancé sobre él para echarlo de allí y salvar a la mujer; era evidente que iba a por su yugular, pero antes de que pudiera alcanzarlo, el gran danés corrió hacia mí con largos hilos de baba colgando de sus fauces, las babas de un devorador de hombres.

Grité. Fue uno de esos gritos de película de terror, el tipo de grito que te pone los pelos de punta. Todos los presentes me oyeron, pero no me importó porque, aunque lo hubiera intentado, no podría haber contenido el grito.

—¡Alejaos de mí! —bramé—. ¡Alejaos, bestias asquerosas y demoníacas! ¡Os odio! ¡Os odio!

Justo entonces, un flash iluminó mi cara. Cuando recuperé la visión, parpadeé y me encontré, cara a cara, con el nuevo reportero del Madrona Advocate.

A la mañana siguiente, abrí el periódico y comprobé que mis peores miedos se habían hecho realidad. La fotografía mostraba mi imagen más espantosa, con el cabello encrespado alrededor de la cara como si fuera un puerco espín y la boca torcida en una horrible mueca y en mitad de un grito. Sostenía una cuchara en la mano y la blandía frente al gran danés como si se tratara de una espada. Al pie de la fotografía se leía: «Jessica Sheldon, copropietaria del Glimmerglass, increpa a unos perros que entraron en su restaurante. Los perros pertenecen a Mary Beth Osterhoudt, propietaria de la empresa de comida para perros y gatos Oster Organic Dog and Cat Foods y principal patrocinadora del Woofinstock. La señora Osterhoudt ha declarado que es poco probable que siga financiando el festival de Madrona, lo que venía haciendo con una aportación anual de más de diez mil dólares.»

Aquel fue uno de los peores momentos de mi vida.

Enseguida me di cuenta de que todo había sido por mi culpa. Como comentó Kerrie, los perros solo actuaron como perros, pero yo lo hice como una loca. Fui yo la que causé los problemas. Yo, mi paranoia y mi terror paralizante hacia los perros, fueron los que causaron la catástrofe.

Lo último que deseaba era perjudicar a la ciudad, pero, claro, la pérdida de la financiación provocó que todos los habitantes de Madrona me detestaran. El teléfono de las reservas del restaurante dejó de sonar. La gente apartaba sus perros cuando veían que me acercaba por la acera. Los tenderos se preocuparon por sus negocios, la alcaldesa se preocupó por la reputación de la ciudad, y Kerrie y yo nos preocupamos por el futuro del Glimmerglass. En cuanto a ese dicho que afirma que la mala publicidad no existe, no es cierto.

Yo no soportaba la idea de que pudiéramos perder el restaurante. Era el único lugar en el que me sentía como en casa, y me desgarraba por dentro saber que yo era la responsable de que estuviera en peligro. Por suerte, Kerrie me sentó frente a una taza de té y me ayudó a elaborar un plan para reparar los daños, plan al que me dediqué de lleno.

Me presenté ante la alcaldesa y le pedí disculpas. A lo largo de toda una semana, permanecí al lado de la estatua de Spitz, el héroe de la ciudad, y regalé galletas para perro a los viandantes. Spitz era un dóberman que salvó de morir ahogados a dos niños de Madrona veinte años atrás. Cuando Spitz murió, el ayuntamiento erigió una estatua de bronce de él y de una caseta de perro en el centro de la plaza, la cual era uno de los lugares de encuentro de la ciudad, el sitio perfecto para hacer penitencia.

Como acto final de contrición, me presenté voluntaria para dirigir el Comité de Comerciantes a favor del Woofinstock, por lo que me vi obligada a patearme la ciudad pidiendo donaciones a mis colegas empresarios. Mi voluntariado también me obligaba a pronunciar un discurso en la multitudinaria ceremonia de clausura del Woofinstock.

El fin de semana iba a ser una tortura y, francamente, yo no sabía cómo cumplir con todos mis compromisos sin clonarme. Aparte del discurso, yo debía ocuparme del puesto del restaurante en la plaza, y tenía la intención de regalar vales y cartas del Glimmerglass en todos los acontecimientos a los que pudiera asistir. Como dijo Kerrie, mi labor consistía en salir ahí fuera y reactivar el negocio, pero, sin electricidad, no había nada que hacer y, aunque Marguerite nos ayudara, a mí los perros seguían aterrorizándome, y estaba a punto de pasar un fin de semana entero entre ellos.

 

 

—¡Pero yo no odio a los perros! —le expliqué a Marguerite—. ¡En serio! Solo me dan miedo. ¡Son tan impredecibles! ¡Y yo me pongo tan nerviosa cuando hay uno cerca! De repente, todos aquellos perritos me rodearon y yo... Supongo que me puse histérica.

Marguerite guardó silencio durante un largo rato y después me preguntó:

—¿Le gusta vivir aquí?

Su pregunta me pilló por sorpresa.

—¡Desde luego, claro que me gusta!

—Entonces tendrá que superar la fobia que siente hacia los perros. Empezando ahora mismo. Si no lo consigue, tendrá que plantearse seriamente mudarse a otra ciudad. Podría vivir tranquilamente en cualquier otro lugar del condado de Kittias. Aquí, simplemente, no parece encajar.

Apoyé las manos en el mostrador y esperé a que mi corazón dejara de martillear mi pecho. A mí me encantaba Madrona. Podía pasarme horas contemplando el vuelo de las gaviotas y las velas de los barcos que surcaban el mar durante las regatas. Kerrie, mi mejor amiga, vivía allí, y el Glimmerglass, el restaurante que habíamos abierto juntas cuatro años atrás, formaba parte de aquella ciudad. Kerrie y el restaurante siempre habían estado allí para mí, por esto era tan importante que volvieran a suministrarnos electricidad y pudiéramos darle a nuestro negocio otra oportunidad.

Además, Madrona era una ciudad bonita, llena de arces enredadera y viejos edificios de ladrillo. Seis años antes, cuando yo tenía veintidós y acababa de salir de la universidad de Washington, visité a una amiga que vivía en Madrona y me enamoré de la ciudad. En primavera, cuando los rododendros florecían, era como si un arcoíris se extendiera por la ciudad. Madrona tenía, exactamente, la atmósfera cálida y acogedora que yo había deseado siempre. No quería mudarme a otro lugar.

Pero no podía negar la verdad de lo que Marguerite decía. Madrona era una ciudad que amaba a los perros, y yo sentía aversión hacia ellos. Los habitantes del resto del condado de Kittias creían que en Madrona estábamos chiflados, aunque todo el mundo reconocía que nuestra pequeña ciudad era realmente buena organizando festivales como el Woofinstock. Cuando Madrona aprobó, en un referéndum, permitir la entrada de los perros en las tiendas y demás negocios, los encargados de la perrera del condado se pusieron hechos un basilisco, pero no consiguieron nada. Madrona había elegido su identidad, y esta, sin lugar a dudas, tenía el hocico húmedo.

—Me encanta vivir aquí —contesté con voz tenue—, y no quiero mudarme.

Marguerite cruzó los brazos sobre su pecho.

—El primer paso para la curación es admitir que uno tiene un problema. Tiene usted que resolver esa cuestión. Si la ignora, su vida se volverá más y más limitada. El miedo funciona así. Podría destruir su vida.

 

 

Zoë

 

Me he escondido en la caseta del perro brillante y tengo las orejas gachas. Hoy he correteado por todas partes, pero ahora me siento cansada y hambrienta, así que he decidido echarme una siesta, pero no paran de despertarme. Primero fue un montón de hojas que se agitaban en la copa de un árbol, después una flor que rodó por el suelo delante de mí. ¡Después creí ver a un perro! Pero resultó ser una sombrilla.

Está lloviendo. A mí me gusta la lluvia, pero a la gente no. Una mujer pasa cerca de mí taconeando con sus zapatos de tacón alto y arropada en su abrigo. Yo asomo el hocico por la puerta de la caseta y olisqueo, olisqueo y olisqueo tan intensamente como puedo. Despide un olor amigable, como el de una casa cálida. Y su aspecto es agradable. Aunque camina deprisa, yo soy más rápida. Salgo sigilosamente de la caseta y la sigo. Quizá me ayude a regresar a casa. O me dé de comer. O me seque con una toalla suave y esponjosa.

Se dirige hacia una puerta y esto me excita. ¡Me encantan las puertas! Espero que me deje entrar con ella en el edificio. ¡A lo mejor, mis padres están al otro lado de esa puerta! A ellos les gusta estar en el interior de los edificios, pero a mí me gusta estar dentro y fuera. Tanto en un sitio como en el otro.

Casi hemos llegado a la puerta. Ella va delante y yo detrás. De repente, una luz intensa me hiere los ojos. Doy media vuelta, escondo el rabo entre las patas y vuelvo corriendo a la caseta brillante.

 

 

Jessica

 

Volví a cruzar la plaza con la cabeza baja. La lluvia caía con regularidad y me ajusté la capucha. ¿Cómo le contaría a Kerrie que quizás estaríamos sin electricidad durante todo el día?

Casi había llegado al restaurante cuando un destello deslumbrante ocultó el cielo. Los grises de mi entorno empalidecieron adquiriendo una tonalidad pastel. Yo me tambaleé como si alguien hubiera disparado un flash justo delante de mi cara. Casi en el mismo momento, el estruendo de un trueno sacudió mis oídos.

Me eché a correr sin ver ni oír nada. Por puro instinto me dirigí, a la carrera, hacia la puerta del restaurante. La abrí de un tirón y me metí dentro resollando.

Tenía la carne de gallina. Me apoyé en la puerta y volví la cabeza con cautela para mirar afuera. La plaza estaba en penumbra, lo que resultaba extraño para una mañana de finales de verano. Ni rastro de rayos.

¡Qué extraño!

Me volví de nuevo hacia el oscuro restaurante y el corazón se me cayó a los pies. Eran las ocho y veinte de la mañana y las luces estaban apagadas: la peor pesadilla del propietario de un restaurante. Alguien había colocado el letrero de la puerta en la posición de «CERRADO». Normalmente, a aquella hora, teníamos una considerable afluencia de clientes que acudían a tomar café, pero aquel día no era así. Sin electricidad, no podíamos hacer gran cosa.

Exhalé un profundo suspiro y dejé que el silencio de la habitación me tranquilizara. Me alegré de que, al menos, todo estuviera impecablemente limpio. Me sentía más en casa en aquellos ciento cincuenta metros cuadrados que en mi apartamento. El restaurante estaba dividido en dos partes separadas por la puerta principal y el mostrador de la recepción. A la izquierda estaba el comedor, donde, en aquel momento, había quince mesas de madera de roble vacías, esperando una clientela que no llegaría. A la derecha, la barra del bar y el mostrador de los productos de repostería contenían los artículos de servicio rápido y precio económico que eran los que más se habían vendido últimamente. Menos aquel día, porque esa zona también estaba cerrada.

Me desperté de mi estado de ensoñación y me dispuse a buscar a Kerrie pasando antes por el lavabo para mojarme la cara con agua. Alguien había encendido velas en todas las habitaciones de la parte de atrás y la luz de una de ellas se filtraba por debajo de la puerta del lavabo. Cuando entré, oí que Naomi, nuestra segunda jefa de cocina, hablaba por el móvil.

—No, no lo sé —decía—, pero lo que está claro es que se está hundiendo rápidamente. Ni siquiera han podido pagar la factura de la electricidad. Lo más inteligente por mi parte sería ponerme a buscar otro trabajo mientras todavía pueda...

Al verme, se detuvo en mitad de la frase.

—Bueno, tengo que dejarte —declaró, y cerró el móvil.

Nos miramos y las dos nos sentimos un poco incómodas.

Yo abrí la boca y volví a cerrarla. Deseaba tranquilizarla, decirle que estaba equivocada, que el Glimmerglass seguiría allí durante los siguientes cien años y que ella siempre recibiría su sueldo con regularidad. ¿Pero qué podía decirle que fuera cierto? No quería mentirle. Me destrozaba ver a mis propios empleados preocupados de aquella manera. Naomi tenía dos hijos, un alquiler y los gastos de los colegios.

—Lo siento, Naomi —declaré. Sabía que mi voz sonaría ronca a causa de la emoción y sentí náuseas—. Lo siento mucho. Lo estamos haciendo lo mejor que podemos, pero no parece ser suficiente. Si vuelven a suministrarnos electricidad y tenemos un buen Woofinstock, podríamos salir adelante.

Sabía que mis palabras parecían castillos en el aire. ¿Era justo pretender que siguiera trabajando en un barco que se estaba hundiendo cuando podía estar invirtiendo su tiempo y su energía en otra cosa? Además, habíamos ampliado sus funciones. Como, últimamente, el comedor estaba muy tranquilo, Kerrie le había encargado que elaborara los productos de repostería. De este modo, ahorrábamos dinero, pero a Naomi no la habíamos contratado para realizar este trabajo.

—Haremos todo lo posible para mantener el restaurante abierto. No quiero que pierdas tu empleo.

Naomi apoyó una mano en mi brazo.

—¡Cielos, Jess, ya lo sé! Y tú sabes que prefiero trabajar para Kerrie y para ti que para cualquier otra persona en el mundo. Solo intento ser práctica, eso es todo. Entiéndelo, es por mis hijos. Pero lo cierto es que vosotras sois las mejores jefas que he tenido nunca.

Naomi me abrazó y, cuando nos separamos, yo tenía los ojos húmedos.

—Saldremos adelante —la tranquilicé mientras rezaba interiormente para que fuera verdad—. Gracias por mantenerte fiel a nosotras.

—¡Cuenta con ello! —exclamó ella con un brillo en los ojos que indicaba: «¡Volvemos a ser colegas!»—. Y no te preocupes, Jess, estoy convencida de que lo tendremos todo a punto para cuando llegue Max el Buenorro.

Yo me sonrojé. Max el Buenorro, nuestro superatractivo cliente, entraba en la cafetería todos los días a las nueve de la mañana. Como si se tratara de una supernova, él conseguía que mis días resplandecieran. Si no nos suministraban la electricidad y no podía verlo, aquel día sería un verdadero asco. Contemplé mi reloj. Solo faltaba media hora.

¡Ah, Max! Para empezar, tenía los pómulos de un jefe indio norteamericano. Yo tenía fantasías secretas en las que besaba uno de aquellos pómulos, que en mi imaginación sería fresco como el viento, y después descendía con mis besos hasta su boca, su cuello y otros lugares más abajo. Solo con pensarlo, se me ponía la piel de gallina.

Pero Max tenía algo más que unos pómulos bonitos, claro. Era alto, con frecuencia era el cliente más alto del restaurante, su cabello era negro como el carbón y siempre llevaba las patillas impecablemente recortadas. También tenía unos ojos oscuros en los que, si no ibas con cuidado, podías perderte.

Naomi y yo salimos juntas del lavabo y nos tropezamos con Kerrie, quien avanzaba por el pasillo con una vela en la mano. Mi socia tenía verdadero talento con la comida, pero lo primero que llamaba la atención de la gente en ella era su gran estilo. Kerrie tenía cuarenta y tantos años, el pelo rubio y cortado al bies en un ángulo pronunciado y cerca de cincuenta pares de gafas diferentes, cada uno de ellos más exagerado que el anterior. Aquel día llevaba unas gafas de montura verde y gruesa que hacían juego con sus pendientes de malaquita. Dio una ojeada a nuestras caras y declaró:

—¡Eh, chicas, nada de estar deprimidas! ¡Al menos, no sin mí! Está demasiado oscuro para eso.

En aquel preciso instante, las luces se encendieron y aquel fogonazo de claridad hizo que las tres parpadeáramos.

—¡Eh, las luces! —Kerrie me regaló una amplia sonrisa—. ¡Buen trabajo, Jess! ¡Lo has conseguido! Después de todo, hoy abriremos.

—¡Viva! ¡Viva! —exclamé yo mientras tomaba nota, mentalmente, de enviar a Marguerite una invitación para un desayuno como agradecimiento.

Salí disparada hacia la parte delantera del local deseando darle media vuelta al letrero de la entrada y abrir el negocio. Sahara, nuestra camarera de la zona de la cafetería, apareció a mi lado dispuesta a hervir agua y preparar cafés y yo sabía que, en la cocina, Kerrie y Naomi ya estaban metiendo cruasanes y empanadillas en el horno. Poco a poco, fueron entrando los clientes y yo volví a respirar. Vender tés y cafés con leche no nos mantendría en el negocio, pero, en nuestra situación, todo ayudaba.

A las nueve y treinta y cinco entró Max. Normalmente, yo me pasaba la mañana esperándolo, pero aquel día estaba tan ocupada que su llegada me pilló por sorpresa. Entró por la puerta justo después de que Sahara se fuera a ayudar a Kerrie en la despensa. A mí me gustaba verlo venir de lejos, porque así tenía tiempo para arreglarme el cabello, colocarme en una posición propicia y dedicarme a algo que me permitiera observarlo sin que él se diera cuenta. Calentar leche, por ejemplo, era algo perfecto, y limpiar mesas también. De esta forma, podía mirarlo de arriba abajo y dar ocasionales vistazos a sus pómulos antes de volver, rápidamente, a la seguridad que me ofrecía la cafetera o la superficie de las mesas. Cuando él llegaba a la barra, yo mantenía la mirada baja hasta que volvía a salir. No podía mirarlo a los ojos. ¡Cielos, no!

No es que yo fuera una cobarde, que los hombres me dieran miedo o algo parecido. Con otros tíos, podía coquetear y charlar sin problemas, es solo que, con Max, se daban unas circunstancias especiales. ¡Muy especiales! Max no solo era el bombón de la ciudad, sino también el veterinario y, como yo era la única ciudadana de Madrona que odiaba a los perros, esto me convertía en su enemigo público número uno.

Cuando entró en la cafetería, yo estaba sola y noté que me sonrojaba incluso antes de que llegara a la barra. Presa del pánico, comprobé el estado de mi cabello en el lateral de acero inoxidable de la cafetera, pero lo único que conseguí ver fue mi contorno borroso en la superficie empañada. Max iba vestido con un goteante impermeable verde que llevaba puesto encima de una sudadera roja y blanca del Manchester United. Cuando echó hacia atrás la capucha, vi que todavía tenía el pelo húmedo a causa de la ducha. O de la lluvia. ¡No, definitivamente, de la ducha!

Normalmente, Max dedicaba unos instantes a observar el mostrador de la repostería antes de hacer su pedido, pero aquel día se dirigió directamente a la barra. Yo miré alrededor, deseando que Sahara se materializara y lo atendiera, pero ella no apareció. Yo me enfrentaba a aquella situación sola. Y con las palmas de las manos muy sudadas.

—Hola —saludó él.

Su sonrisa provocó que sus pómulos se elevaran y sus ojos brillaran. El corazón me latió con fuerza.

—Creo que no nos conocemos. Me llamo Max Nakamura.

Yo, obviamente, ya lo sabía.

—Hola —lo saludé esforzándome para que mi voz no sonara como un chillido—. Yo soy Jessica. Jessica Sheldon.

Mascullé mi apellido con la boca medio cerrada, pero por la forma en que él asintió con la cabeza, me pareció que lo había entendido. Él se quedó mirándome y yo me ruboricé.

—Tú eres una de las propietarias, ¿no?

Yo asentí con la cabeza y noté que el rubor descendía por mi nuca. Si él conocía este dato, seguramente lo sabía todo acerca de mi infame incidente con los perros. Todo el mundo estaba al corriente. ¿Se estaba presentando a mí porque yo era el enemigo? El estómago se me encogió y llegué a la conclusión de que él ya debía de saberlo todo sobre mí. Tenía que saberlo. Aquella era nuestra primera conversación, si es que podía llamarse así, y él ya me odiaba. Lo mejor que podía hacer era servirle su café americano doble en un vaso grande para llevar y acabar con aquella situación.

—Quiero un americano doble en un vaso grande, por favor —pidió él.

Yo sonreí levemente. Mientras trajinaba junto a la cafetera, deseé que el vapor justificara mi rubor.

—Este lugar me gusta —comentó él.

Yo levanté la cabeza de golpe. ¡Un momento! ¿Me estaba dando conversación? ¿A mí? ¿Él? ¿El veterinario más querido de la ciudad charlaba amigablemente con alguien de mi reputación? «Vaya —pensé—. Quizá, después de todo, no lo sabe, en cuyo caso, yo debería responder a su comentario. ¡Por Dios, no comentes nada sobre perros!»

—Gracias —respondí agradeciéndole su cumplido—. Los Sounders lo están haciendo muy bien este año.

Me propiné una patada a mí misma por debajo de la barra. ¡Patética! ¡Patética!

A él se le iluminaron los ojos.

—¿Te gusta el fútbol americano?

—Hummm... En realidad no.

Por esto mi comentario había sido patético. Yo sabía que a él le gustaba el fútbol, pero esta no era una razón para introducir un tema del que no sabía nada.

—He visto tu jersey y he pensado que tú eras un fan de ese equipo. Yo..., hummm... No sé nada del fútbol americano.

—¡Oh! —exclamó él mientras tomaba el vaso grande y humeante de mis manos.

Su dedo índice rozó mi meñique y noté que su piel estaba sorprendentemente caliente. Él volvió a sonreír, pero resultaba evidente que no tenía nada que decir sobre mi ignorancia respecto al fútbol. Entonces levantó el vaso hacia mí en señal de despedida.

—¡Gracias!

Así terminó nuestro primer y, probablemente, último intercambio de sílabas. ¡Muy bien, Jess! ¡Muy bien!

Cuando dio media vuelta, contemplé la piel dorada de su nuca y vi que unas gotitas de agua resbalaban de su cabello húmedo y se colaban por el cuello de su jersey. «Max el Buenorro, ¿qué pensarías si supieras cuánto desea la mujer que más odia a los perros en Madrona besar esa nuca?»

Lo contemplé mientras salía por la puerta y volvía a cubrirse la cabeza con la capucha y me entristecí. Justo al salir, se tropezó con Leisl Adlre, la propietaria del restaurante que había al otro lado de la plaza y que constituía nuestra competencia, y mi corazón se cayó al suelo. Después del incidente con los perros, Leisl fue la primera persona que entró en el Glimmerglass como una exhalación y me acusó de haber arruinado el Woofinstock para siempre. Yo estaba convencida de que me odiaba.

Leisl se detuvo para charlar con Max y vi que señalaba nuestro restaurante con expresión seria. Yo me volví y fingí estar limpiando la cafetera mientras los ojos me escocían. ¡Ya estaba! ¡Se había terminado! ¡Kaput! Leisl se lo contaría todo, le contaría la horrible verdad y Max no volvería a hablarme nunca más.