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Vuelta a casa canina

 

Zoë

 

¡Por fin he vuelto a casa! Casi tiemblo de excitación. El doctor Max detiene el coche y sale de él, pero yo me quedo donde estoy. Cuando abre mi puerta me pregunta:

—¿Algo va mal?

Yo no sé cómo contarle que me inquieta lo que pueda pasar. Antes, me resultaba fácil imaginar que mamá y papá se alegraban mucho de volver a verme. ¡Al fin y al cabo, yo me moría de ganas de verlos! Pero no consigo olvidar la forma en que mamá miró a Jessica y el hecho de que no comentara nada acerca de llevarla a casa con ella. ¿Por qué no lo hizo?

El doctor Max me tiende una mano y yo apoyo la mía en la de él. Noto que su fuerza pasa por nuestras manos y sube por mi brazo. Él me ayuda a salir del coche y creo que, si no estuviera aquí, yo no tendría el valor suficiente para llegar a la puerta de casa. Una cosa es pensar en este momento, pero ahora que estoy aquí, me siento intranquila.

Encaro el camino de la entrada y contemplo el jardín. Varias cosas han cambiado. Hay menos hierba que antes y alguien ha construido un nuevo parterre de flores cerca de la acera. Antes no estaba, solo había uno en el jardín trasero y yo solía cavar agujeros en él. Me pregunto si han construido el nuevo parterre porque yo ya no estoy aquí.

El doctor Max me conduce por el camino y se detiene al llegar al porche.

—Muy bien, recordemos nuestro plan. Llamaremos a la puerta y, seguramente, alguien la abrirá. ¿Quieres que hable yo? Creo que será lo mejor.

Yo asiento con la cabeza.

—Acuérdate de que, para ellos, tú no eres una perra. Tú no eres Zoë, sino Jessica. Estamos aquí para preguntarles si quieren recuperar a su perra, no a ti. Aunque digan que sí, no debes abalanzarte sobre ellos.

Mientras habla, siento un nudo en la garganta.

—Doctor Max —lo llamo en voz baja—. ¿Y si dicen que no?

Él aprieta los labios.

—Hablaremos de esa posibilidad cuando ocurra. Si es que ocurre. Y si dicen que sí, primero Jessica y tú tendréis que cambiar de cuerpo. Tu familia no querrá compartir la casa con otra persona.

—¡Pero yo no sé cómo volver a mi cuerpo de perra! —susurro yo.

—Lo sé. Yo tampoco —contesta él—, pero espero que venir aquí y hacer algo, de algún modo nos ayudará. Nunca se sabe, ¿no crees? Podría..., no sé, liberar algo. Algo cósmico. No lo sé, pero es posible, así que hablemos con tu familia y veamos qué ocurre. Solo recuerda que para ellos tú no eres Zoë. Tú no te pareces a la Zoë que ellos conocen, sino a Jessica. Ahora pareces una persona.

—Está bien —contesto yo.

El doctor Max sonríe y me aprieta la mano, y durante un segundo vuelvo a sentirme ilusionada. Al fin y al cabo, mi familia puede arreglarlo todo. Pueden hacer aparecer de la nada comida para perros de hígado y carne, así que quizá también puedan solucionar todo lo demás.

Subimos las escaleras del porche y Max llama a la puerta. Entonces esperamos. Y esperamos. Me muerdo el labio e intento no preocuparme.

La puerta se abre y aparece mi mamá. Lleva puesto un vestido rosa, lo que me hace sentir esperanzada, porque el rosa se parece mucho al rojo. Y el vestido de mamá es de ese color. Y también lleva puestos sus pendientes de botón y huele a flores, como era de esperar. Me mira, mira al doctor Max y después vuelve a mirarme a mí.

—¡Tú...! Tú eres la de esta mañana. La de la perra horrible.

Yo tengo miedo de decir las palabras equivocadas, así que, en lugar de responder, me miro los pies.

—Hola, soy el doctor Nakamura —contesta Max—. Soy veterinario y la causa de que hayamos venido a verla, de hecho, es una perra. Su perra Zoë.

Yo levanto los ojos hacia mamá y noto que se siente incómoda, como si acabaran de pillarla comiendo basura.

—Nosotros no tenemos una perra.

La voz del doctor Max se suaviza.

—Se trata de su perra Zoë. Apareció en mi consulta y creía que se sentiría aliviada al saber que está bien.

Ahora es evidente que mamá se siente incómoda y su voz también refleja incomodidad.

—¿Habéis venido con la policía?

—No, señora —contesta el doctor Max—. Solo queremos saber qué ocurrió y reunir a una perra perdida con sus dueños. Nadie va a tener problemas.

Mamá mueve mucho los ojos y, al final, los fija en el suelo del porche. Cuando vuelve a hablar, su voz suena fina como un hilo y distante.

—Ella, simplemente... Ella nunca fue la perra adecuada para nosotros. Era demasiado atolondrada y escandalosa. Demasiado grande. Solo la compramos porque queríamos encajar en la ciudad y aquí todo el mundo está como loco por los perros. La compramos en el Woofinstock hace dos años. Tenían un montón de cachorrillos a la venta. Pero Zoë se hizo grande y se convirtió en un desastre. Siempre rompía cosas, excavaba agujeros y arrancaba cosas... Y atravesaba las puertas como una exhalación. Y aullaba cuando estaba en su cama. Y perseguía al gato...

Mi corazón se encoge mientras ella enumera mis fallos.

—Todavía es una perra joven —argumenta el doctor Max—. Con un poco de entrenamiento podrá superar esos malos hábitos.

Mamá mira fijamente a los ojos al doctor Max. Parece asustada, como si un perro malvado estuviera gruñendo y persiguiéndola.

—Esa perra no puede volver a casa. El alboroto, la suciedad... No lo soporto. Nunca más.

Miles de ideas parecen cruzar por la mente del doctor Max. Abre la boca, pero de ella no sale ninguna palabra. Creo que está enfadado. A mí me cuesta respirar.

—¿Así que la abandonaron?

Mamá empieza a cerrar la puerta.

—Mi marido se la llevó. Debería vivir en otro lugar. En una casa más espaciosa. Con una familia diferente, no con nosotros.

—¡Pero vosotros sois mi familia! —grito yo.

Doy un paso adelante y ella se esconde detrás de la puerta y la cierra en mis narices. Yo acerco la boca a la rendija y grito tan alto como puedo:

—¡Vosotros sois mi familia!

 

 

Jessica

 

Corrí por el callejón intentando distraer mi mente para que no me convenciera de que debía abandonar mi nuevo plan. Cuando doblé la esquina que daba a la plaza, me tropecé con Carmelita Sanchez, quien dirigía la tienda de música que estaba justo enfrente del Glimmerglass. Ella me esquivó para evitar chocar conmigo, al menos esto es lo que pensé, hasta que la miré a la cara. Todas sus facciones estaban arrugadas en una mueca de asco, como si no soportara estar cera de mí, y se llevó las manos al pecho para evitar que se las tocara aunque fuera accidentalmente.

El rechazo que sentía hacia los perros no podría haber resultado más evidente aunque hubiera llevado un letrero de neón en la cabeza que lo indicara.

Lo extraño de aquella situación era que hasta entonces, yo creía que ella era una amante de los perros. Hacía años que conocía a Carm. Ella siempre había ocupado un cargo en uno de los comités del Woofinstock y todo el mundo la consideraba una ciudadana ejemplar de Madrona que, desde luego, amaba a los animales. Ella no tenía perros, pero nadie lo consideraba extraño.

Pero entonces vi cómo era Carm en realidad: exactamente como yo, una persona que fingía.

Me volví de espaldas a ella, contenta de liberarla de mi presencia. Como ahora sabía lo que Carm sentía hacia mí, no pude evitar sentir lo mismo hacia ella. Si yo no le gustaba a ella, ella tampoco me gustaba a mí.

Más que su actitud de rechazo hacia los perros, me sorprendió la rapidez con que yo lo detecté. Mientras estaba en mi cuerpo humano, Carm podría haberme engañado en cualquier momento, pero en mi cuerpo de perra, había percibido inmediatamente que ella era la única persona de la plaza que odiaba a los perros. Me acordé de todos los años que sonreí con falsedad a los perros cuando en realidad deseaba salir huyendo y el estómago se me revolvió de vergüenza. ¿Habían percibido todos mi actitud con la misma claridad con la que yo había percibido la de Carm?

Sinceramente, me declaraba culpable de actuar como una estúpida. Había cometido todos los errores típicos de quien tiene miedo a los perros: había salido huyendo, había gritado aterrorizada, había apartado la mano de sus hocicos... Siempre estaba tensa cuando había perros cerca de mí y esto, evidentemente, también los ponía tensos a ellos.

Me sentí como una idiota.

Cuando llegué al Glimmerglass, me alegré al ver que la cola de la entrada todavía era considerable. Mucha gente llevaba una bolsa con comida para llevar del Glimmerglass. Caminé entre los Rockport, los Crocs y las Nikes buscando el rastro de Zoë. O el de Max. Pero cuantos más zapatos olfateaba, más agobiada me sentía. Había zapatos por todas partes y la gente no paraba de hablar inundando el aire con su cháchara. Mis orejas no paraban de girar de un lado a otro.

«¿Has probado el Revuelto Cuatro Patas? Está de miedo.»

«¡Joey, no te alejes!»

«¡Mierda, tengo que mear!»

«¿Asistirás a la ceremonia de clausura que se celebrará en la plaza? Por cierto, ¿en qué consistirá?»

Yo abrí unos ojos como platos. ¡La ceremonia de clausura en la que se suponía que yo tenía que pronunciar un discurso! ¡Mierda! Caminé en círculo con nerviosismo mientras gemía en voz baja. ¿Qué podía hacer? Nada. Nada en absoluto. Mi conclusión me hizo gemir todavía más.

Agudicé el oído por si percibía la voz de Max, pero solo conseguí que me doliera la cabeza. El mundo de los humanos era como una neblina que flotaba por encima de mí. Si quería, podía sintonizar con él, pero, en general, lo que oía me parecía poco importante. Y confuso. Cuanto más escuchaba, más aturdida me sentía, y en lo único en lo que podía pensar era en encontrar a Zoë o a Max.

Me dirigí, medio mareada, al bebedero para perros y di un largo lengüetazo. Una película blanca de suciedad flotaba en la superficie del agua, pero no me importó, solo necesitaba beber y refrescar mi recalentado cerebro. Después de cinco largos tragos, me acordé: ¡la hora! Necesitaba saber qué hora era.

Recorrí la plaza con la mirada hasta que localicé el enorme reloj que colgaba encima de la joyería. Me resultaba difícil leer la hora, pero entrecerré los ojos y concentré la mirada hasta que distinguí la manecilla grande y la pequeña. Las dos menos diecisiete minutos. Hora de irse.

 

 

Zoë

 

Me hundo en un mar de tristeza. Estamos en el coche y el doctor Max está conduciendo. Me siento demasiado triste para pensar. Lo único que puedo hacer es emitir sonidos entrecortados y temblorosos y dejar que las lágrimas broten de mis ojos.

El doctor Max me tiende un trocito cuadrado de papel y lo muerdo.

—¡No, no! —exclama él sacándolo de mi boca—. No es para comer. Se trata de un pañuelo de papel y sirve para limpiarse la nariz.

Yo me la limpio y ya no gotea tanto, pero solo durante un segundo, hasta que me acuerdo de lo que mi mamá nos ha dicho acerca de mí. Ha dicho que yo debería vivir con otra familia. «No con nosotros», ha dicho.

¡Con ellos no!

Aúllo con todas mis fuerzas y el doctor Max se agarra al volante.

—¡Pero yo quiero vivir con ellos! ¡Quiero volver a mi casa!

—Lo sé. Lo sé —contesta él.

Su expresión refleja malhumor, y su cara se ve borrosa, porque tengo los ojos húmedos. Él baja la ventanilla y yo saco la cabeza y emito el aullido más triste, profundo y desgarrador que puedo emitir. Y lo repito. Y volvería a repetirlo una y mil veces, pero el doctor Max tira de mí hacia el interior del coche.

—Sé que estás trastornada —declara.

Todavía tiene en la cara esa expresión malhumorada. No sé cómo puede estar alguien de malhumor ante una situación tan triste.

—Esperaba que todo fuera mejor —comenta el doctor. Y exhala un suspiro—. ¿Te acuerdas de lo que ocurrió cuando te dejaron sola en la ciudad?

Yo tiemblo en mi asiento. Cuando parpadeo veo fragmentos de mis recuerdos. Papá me llevó a pasear en el coche y yo pegué el hocico a la ventanilla. Él me ordenó que no pegara el hocico en la ventanilla. Yo ladré a un perro ovejero. Él me ordenó que no ladrara. Después bajamos del coche y esa parte fue emocionante. Olisqueé alrededor como hago siempre. Papá estaba raro. Despedía un olor a nerviosismo que entonces no percibí, pero ahora, si me concentro, me acuerdo de aquel olor. Y me produce ganas de vomitar.

—Tengo ganas de vomitar —le cuento al doctor Max.

Él enseguida aparca el coche a un lado, baja y me abre la puerta.

Yo me inclino hacia fuera y vomito en la calle.

El doctor Max me tiende otro trocito de papel blanco y esta vez sé que no tengo que comérmelo. Me limpio la nariz, pero él sacude la cabeza.

—No, esta vez es para tu boca —me indica—. Sirve para limpiar cualquier cosa.

Yo me limpio la boca con el papel y funciona, pero tener que aprender todas estas cosas de los humanos me agota. Ser una persona da mucho trabajo, aunque no tanto como tener que recordar. No quiero seguir pensando en aquel día triste, pero el doctor Max me presiona con la mirada. Yo exhalo un suspiro enorme y tembloroso y le pido a mi memoria que siga recordando.

Me acuerdo del olor nervioso de mi papá y vuelvo a sentirme mal, pero esta vez sigo recordando sin vomitar. Llevaba puesta la correa. Papá ató su extremo de la correa a una reja metálica y me dio unas palmaditas en la cabeza. No me miró y yo lo interpreté como que iba a regresar pronto. Me senté y esperé.

Él se metió en el coche y esto me preocupó, pero pensé que volvería enseguida, como hacía siempre. ¿Por qué tenía que ser diferente aquel día?

Esperé. Bostecé y esperé un rato más. Me tumbé en el suelo y apoyé la cabeza sobre mis patas. Me dormí. Me desperté y seguí esperando.

Mucho tiempo después, oscureció y yo tenía hambre. Pero seguí esperando.

Un labrador de pelo dorado pasó junto a mí y le gruñí. Después de tanto esperar, estaba nerviosa. Y hambrienta. Y asustada. Papá nunca había tardado tanto.

Volví a dormirme y, cuando me desperté, hacía frío y me dolía el estómago. Quizá debido al hambre, no lo sé. El aire estaba lleno de ruidos extraños y, por mucho que tirara de la correa, no conseguía soltarla. Me puse a ladrar y me sentí mejor. Ladré hasta que alguien me gritó que me callara.

Después me sentí cansada, pero no conseguía dormirme. Intenté caminar de un lado a otro, pero la correa era demasiado corta. Después de esperar mucho, mucho tiempo en la oscuridad, algo grande y batiente descendió en picado sobre mi cabeza. Yo le ladré y tiré con fuerza de la correa. Esta vez, mi collar se separó de la correa y yo salí corriendo. Entonces me escondí detrás de un contenedor hasta que se hizo de día. Comí dos envoltorios que había cerca del contenedor y después los vomité.

—Mi papá me dejó allí y nunca regresó —le cuento al doctor Max.

El doctor Max baja la mirada hacia el suelo.

—Lo siento, Zoë. Siento mucho lo que te ocurrió. —Entonces mira más allá de mí—. He sido un estúpido. No debería haberte llevado conmigo a la casa. Ha sido un error y yo debería haberlo sabido.

—¿Cómo podía saber que ellos no querían que volviera a casa? Le juro que no era una perra tan mala.

—¡Claro que no! —exclama él—. Pero yo debería haberlo sospechado, porque no colgaron ningún cartel por las calles ni nada parecido. Debería haberlo supuesto. Estas cosas ocurren a veces, y verlas constituye la peor parte de mi trabajo.

—Bueno, verlas no es, ni mucho menos, tan malo como que te pasen —contesto yo con voz aguda.

Contemplo al doctor Max y, de repente, caigo en la cuenta de que es una persona, como todo el mundo. Él podría quererme en determinado momento y abandonarme al siguiente. ¿Cómo puedo sentirme segura a su lado? Ni con él ni con nadie. Una parte de mí quiere darle la espalda y alejarme, de él, de mi casa y de todas las personas del mundo. Si viviera sola, nadie volvería a fallarme nunca más.

Considero seriamente dejar al doctor Max allí mismo, en la calle, pero entonces me acuerdo de algo horrible. Ahora yo también soy una persona y, aunque consiga volver a ser una perra, no sabría vivir sola. Vuelvo a acordarme de lo asustada y vulnerable que me sentí cuando vagué sola por Madrona y sé que no puedo vivir de esa manera. Tengo que vivir con personas para poder comer. A pesar de todo, no creo que pueda volver a confiar en ellas como antes.

—¿Y si Jessica es como ellos? —le pregunto al doctor Max—. ¿Y si ahora me lleva a su casa y un día me suelta en la ciudad y se marcha? ¿Cómo sé que esto no sucederá?

El doctor Max tiene la mirada sombría, como si no estuviera seguro de qué responderme.

—Sé que no te resultará fácil, pero tienes que confiar en ella.

Todo mi ser se resiste a esta idea, pero ¿qué alternativa tengo? Además, cuando pienso en Jessica, se abre una rendija diminuta en mi corazón, como si quisiera confiar en ella. El doctor Max carraspea.

—Ya sabes que Jessica no estaba buscando un perro cuando te encontró, pero, aun así, accedió a llevarte a su casa y asumió un gran riesgo. Ella tuvo que confiar en ti de la misma manera que ahora tú tendrás que confiar en ella. Las dos tenéis que ser buenas la una con la otra. Es la única manera de que pueda funcionar.

Yo suelto una especie de soplido.

—Yo quiero ayudarla a que sea feliz —le explico al doctor Max. Vuelvo a tener la cara mojada, pero ahora que pienso en Jessica, no me siento tan triste. Pensar en ella me anima—. ¿Usted cree que ella quiere lo mismo para mí?

—Sí, sí que lo creo.

Pienso en esto durante mucho tiempo. No me gusta apartar mis pensamientos de mi familia porque es como si me rindiera y renunciara a ellos, pero lo hago y dirijo mis pensamientos hacia Jessica. Entonces le pregunto al doctor:

—¿Doctor Max, usted cree que algún día volveré a ser una perra?

Él exhala un suspiro.

—No lo sé, Zoë. De verdad que no lo sé, pero espero que sí. ¿Y tú?

—Sí —le contesto—. Yo también lo espero. Y mucho.

 

 

Jessica

 

Cuando llegué al parque, me di cuenta de lo estúpido que era mi plan. Allí había docenas de parejas y familias sentadas en la hierba o paseando a sus perros. «¿Cómo la reconoceré? ¿Cómo reconocerá ella a Zoë?» Consideré la posibilidad de renunciar al plan y regresar al Glimmerglass, pero decidí que esta alternativa no me serviría para nada, porque allí tampoco encontraría a las personas que estaba buscando, así que me subí a una mesa de picnic y escudriñé el parque.

Podía pasar por alto a las familias. Debra estaría sola, de esto estaba segura. Y dudaba que tuviera un perro. Algo relacionado con un perro se despertó en mi mente, pero enseguida se escabulló. Recorrí la muchedumbre que estaba en el parque con la mirada una y otra vez.

Al final, un movimiento repetitivo llamó mi atención. Una mujer menuda que iba vestida con vaqueros consultó su reloj por tercera vez en otros tantos minutos. Salté de la mesa y me acerqué a ella.

Su cabello era más claro que el mío y algo canoso, y lo llevaba corto, por debajo de las orejas. Me senté a unos tres metros de distancia e intenté observarla sin clavar la mirada en ella. Me fijé en su chaqueta de lana de color gris marengo, en sus ojos nerviosos y en su estropeado bolso marrón. Debíamos de tener la misma altura y su cara era ovalada, como la mía, pero más larga, con una barbilla más pronunciada. Su boca era diferente, más ancha y realzada con pintalabios, mientras que yo siempre utilizaba brillo. Ella frunció el ceño y bajó la vista hacia el suelo y me di cuenta de que yo también realizaba aquel gesto con frecuencia.

Entonces comprendí que era cierto. Realmente se trataba de mi madre. Sus manos se parecían a las mías, y llevaba puestos unos pendientes turquesa que eran exactamente iguales a mis pendientes favoritos. ¡Qué raro! Verla era como estar en la casa de los espejos de una feria y mirarme en uno que envejeciera veinte años. A pesar de todo, ella tenía sus propias peculiaridades, como los labios fruncidos típicos de los fumadores empedernidos, y llevaba un anillo de prometida irlandés en el dedo medio. Una serie de preguntas brotaron en mi interior y la esperanza que contenían me asustó. ¿El anillo significaba que éramos irlandesas? ¿Yo era irlandesa? ¿Tenía familia en Europa? ¿Y mis abuelos? ¿Todavía estaban vivos? ¿Debra había tenido más hijos? ¿Los había criado ella misma? ¿Tenía yo un hermano? ¿O una hermana?

Sentí que la cabeza me iba a estallar, así que aparté la mirada y cerré los ojos deseando aislarme por completo de la luz del sol.