17

Fiesta animal

 

Jessica

 

Era imposible que consiguiéramos uno de los tres primeros premios y, mucho menos, el primero. Zoë había tardado tanto tiempo en acordarse de cuál era la primera prueba que yo estaba segura de que casi habíamos agotado el tiempo reglamentario, así que me senté para la prueba de la Sentada Larga convencida de que el esfuerzo sería inútil. Aunque tenía que admitir que habíamos conseguido algo: le habíamos demostrado a Leisl que incluso los perros bulliciosos y que bailaban alocadamente podían realizar dignamente las pruebas de obediencia.

Me sorprendió que ayudara a Zoë. Sin su chivatazo nos habríamos quedado allí quietas para siempre, como unas bobas, pero gracias a ella, solo parecimos unas novatas que, en realidad, no deberíamos habernos apuntado al nivel avanzado. Y esto no era tan malo. A muchos competidores les había ocurrido lo mismo. Como a la bichón frise, que se levantó para olisquear la hierba durante la Sentada Larga. O al pointer alemán de pelo corto, que había tropezado con su guía en medio de la figura del ocho.

El sol de última hora de la tarde era cálido y tuve que pestañear para mantenerme despierta. Me extrañaba que Zoë se hubiera puesto tan nerviosa antes de la competición. Aunque toda la ciudad estaba allí observándonos, se trataba de personas que tenían perros, y nadie juzgaría al dueño de un perro por lo que este supiera o no supiera hacer. A nadie le importaba si un perro se marchaba durante la Sentada Larga. En este sentido, todos eran como padres. Cualquier niño podía portarse mal en el parque en uno u otro momento y no tenía sentido tomárselo como una cuestión personal.

Esto constituyó un nuevo descubrimiento para mí y aumentó el sentimiento de ternura y comprensión que se iba apoderando de mí. Durante años, había considerado que los habitantes de Madrona eran como un equipo de béisbol de élite del que nadie me había invitado a formar parte, pero en aquel momento los vi como un grupo de amables socorristas. Estaban relajados, pero también preparados para sumergirse en el agua al primer indicio de problemas. Allí todo el mundo tenía consideración por los perros, y también por los dueños de los perros. Aquellas no eran las violentas calles de Chicago, sino las de una pequeña ciudad cuya única falta consistía en que, a veces, se preocupaban demasiado por sus amigos los perros, pero ahora que yo era uno de ellos, tenía que reconocer que percibía su amor. Y lo agradecía.

Estaba ensimismada en estos pensamientos y admirando las sombras ondulantes que el sol poniente proyectaba en la hierba, cuando una cabeza en forma de huevo que me resultaba familiar llamó mi atención. Guy estaba al otro lado de la valla y me señalaba. Mientras lo miraba, él se volvió a sus compañeros, todos vestidos con camiseta, y les contó algo que debía de ser divertido, porque ellos se echaron a reír. Después alargó su corto cuello, vio a Zoë y la señaló mientras les contaba algo más. Se produjeron más risas.

Mi sensación de bienestar se desvaneció, la rabia se arremolinó en mi estómago y el hocico me ardió. Entonces miré fijamente a Guy deseando que parara, pero él siguió señalándonos y burlándose. Evidentemente, les estaba contando a sus amigos los extraños escarceos sexuales de Zoë en mi apartamento. ¡Menudo imbécil!

Todos los músculos de mi cuerpo se tensaron, hasta que el hecho de tener que permanecer allí sentada me causó verdaderos dolores físicos. Giré levemente las patas mientras calculaba con qué rapidez podía morderle el cuello con mis enormes dientes caninos. Un gruñido creció en mi garganta y, antes de que me diera cuenta, proferí un largo gruñido y mi hocico se arrugó como la piel de un shar pei.

Sabía que nos descalificarían, sabía que acabaría con la posibilidad de que Zoë consiguiera otra medalla brillante para su colección, pero cuando vi que el juez abría la boca y levantaba la mano para indicar que había transcurrido el tiempo reglamentario, me lancé.

El suelo pasó volando por debajo de mi cuerpo mientras yo alargaba los pasos y empujaba el suelo con mis poderosas patas. No estaba segura de poder saltar la valla, pero la competición de agilidad me había otorgado confianza. Levanté la parte frontal de mi cuerpo dándome impulso y propiné una potente patada al suelo con mis patas traseras. La valla apenas rozó los pelos de mi barriga cuando la sobrevolé.

Aterricé encima de Guy y caímos juntos mientras mis patas delanteras se doblaban bajo el peso del resto de mi cuerpo. Sentí que el aire escapaba del cuerpo de Guy y rodé a un lado cayendo sobre varios pies y zapatos. Me quedé tumbada boca arriba, contemplando un círculo de caras sorprendidas, la mitad de las cuales vestía camisetas verdes del Woofinstock. Dos perros se acercaron a toda velocidad y enseguida se pusieron a olisquear mi entrepierna.

Oí un grito de rabia y, a continuación, una sombra cruzó por delante de mis ojos. Algo huesudo golpeó uno de los lados de mi cabeza y mi visión se volvió blanca. Gimoteé e intenté levantarme, pero una mano me agarró por el cuello y me sacudió con fuerza, como haría un lobo con una liebre.

Recibí un golpe en el costado y me doblé sobre mí misma. Oí gritos, pero no conseguí entenderlos. Lo único en lo que podía concentrarme era el dolor que sentía.

 

 

Lo siguiente que supe era que estaba en los brazos de una mujer que me arrullaba y me acariciaba la cabeza. Gemí y moví la barbilla, pero la mujer chasqueó la lengua y dijo:

—Tranquila. No pasa nada, solo descansa.

¡Ah, se trataba de Zoë! Yo me acurruqué un poco más contra ella.

—¿Te encuentras bien? Parece que sí. Espero que no sea nada.

El contacto de las yemas de sus dedos, que subieron por mi largo hocico hasta mi frente y descendieron hasta mi cuello, actuó como una especie de mantra y distrajo mi mente mientras mi cuerpo se relajaba. El dolor descendió, como si se tratara de una serpiente, por mi columna vertebral. Lo sentí latir en mis hombros, en mi espalda, en mis caderas y, finalmente, en mi cola.

—¿Te aburriste en la Sentada Larga? La verdad es que se hizo interminable. Lo comprendo, pero ¿por qué tuviste que abalanzarte sobre el enano? No creo que esté interesado en jugar con nosotras, pero, de todas formas, ha sido realmente malo contigo.

Yo abrí un ojo y miré a Zoë.

Ella señaló con la barbilla la mesa de los jueces, donde tenía lugar un pequeño alboroto. Me apoyé con cuidado sobre las patas delanteras hasta que conseguí sentarme y contemplé la escena. Un grupo de personas estaba de espaldas a nosotras formando un muro. Guy, con la cara roja y en actitud defensiva, estaba frente a ellas y retrocedía hacia su coche. Oí que uno de los jueces decía, «Nada justifica que se trate a un perro de esta forma. Todos hemos visto lo que ha sucedido y su reacción ha estado totalmente fuera de lugar. No me importa que conozca usted de antes a esa perra, no puede tener ninguna razón para pegarla. Y mucho menos para propinarle una patada.»

Guy dijo algo que no oí y, a continuación, la alcaldesa Park se acercó a él. «Como ciudadana y alcaldesa de esta ciudad, le informo de que Madrona no acepta este tipo de comportamiento. Constituye una clara violación de nuestro estatuto de protección a los animales y le sugiero que se marche antes de que llamemos a las autoridades.»

Guy se marchó con paso enérgico y yo volví a tumbarme. El hecho de que lo expulsaran de la ciudad no me causaba satisfacción. Evidentemente, no quería que siguiera extendiendo rumores desagradables acerca de Zoë y de mí, pero su expulsión no me hacía sentir bien. Al fin y al cabo, si yo no lo hubiera tirado al suelo, él nunca me habría pegado.

Además, no debería haberlo derribado con la camiseta del Glimmerglass puesta. ¿Se habría fijado alguien? Y, en caso afirmativo, ¿influiría en su elección de restaurante?

Aun así, el juez tenía razón, Guy no tenía por qué haberme propinado una patada. Nada justificaba que se maltratara a un perro. ¡Nada! Si algo había aprendido del cambio de cuerpo, era que los perros siempre querían complacer a las personas. Pegar a un perro porque uno está enfadado es como darle mazazos a un ordenador porque uno no sabe cómo funciona.

La voz de Zoë interrumpió mis pensamientos.

—Bueno, supongo que no hemos ganado.

Parecía decepcionada y volví a preguntarme por qué le interesaba tanto aquella competición. ¡Al fin y al cabo, Max no estaba allí para vernos!

—Larguémonos de aquí. ¿Estás de acuerdo?

Yo jadeé en señal de conformidad. Estaba agotada y me dolía todo el cuerpo. Sinceramente, estaba preparada para abandonar aquel cuerpo, regresar al mío y pasarme tres días durmiendo.

Zoë, sin embargo, tenía otros planes.

—¡Parece que, por allí, se está celebrando una fiesta! —exclamó ladeando la cabeza hacia la playa.

Efectivamente, una música de baile llegaba hasta nosotras desde las elegantes casas de la playa que daban a la bahía Kwemah. Cuando empezamos a caminar, yo dirigí mis pasos hacia casa, pero Zoë no me siguió. Se había quedado mirando hacia la playa.

—¡Vamos allá!

Yo me detuve. Estaba destrozada, eran casi las siete de la tarde y el sol no tardaría en ponerse. La fuerza de la costumbre me empujaba en una dirección: directamente a casa, aunque una parte de mí siempre había querido asistir a una de esas fiestas que se celebraban en las casas de la playa. Eran famosas en Madrona porque estaban abiertas a todo el mundo, aunque yo nunca había asistido a ninguna de ellas, porque era demasiado tímida, al menos, esto era lo que decía Kerrie, aunque asustada se acercaba más a la realidad.

Si pensaba ir alguna vez, ¿por qué no hacerlo en aquel momento cuando podía esconderme detrás de mi pelaje? Aquella era mi gran oportunidad de entrar en una de aquellas casas y aparentar que formaba parte de la gente enrollada de Madrona. Además, me recordé a mí misma que cualquier cosa me acercaría más a una solución que quedarme en casa sin hacer nada. Al fin y al cabo, ¿qué podía perder?

Zoë y yo descendimos por las calles que conducían a la bahía. El cielo había adquirido unos tonos grises y naranjas y lo avanzado de la tarde hacía que el ambiente fuera más fresco. Seguimos el sonido de la música hasta un palacete blanco de ladrillo que estaba profusamente iluminado y que tenía pistas de tenis y un largo camino que conducía a la casa. En el otro extremo del jardín, se veía la oscura franja de la playa, la cual se extendía hasta el mar. Unas enormes macetas con coníferas flanqueaban la puerta principal.

—¡Oooh, rojo! —exclamó Zoë con aprobación mientras tocaba la puerta, que a mí me parecía gris.

Sin el menor titubeo, giró el pomo y entró en la casa.

El suelo olía a limón y cera mezclados con tierra del exterior y alguna cosa marina... ¿Algas, quizá? Había pies y piernas por todas partes y el ruido golpeaba mis tímpanos. Oí a otros perros, a un bebé llorando y a alguien bailando sobre unos tacones altos.

Zoë caminaba detrás de mí y se desenvolvía entre la gente como una auténtica profesional. Esto era algo que yo no esperaba ver: mi cara y mi cuerpo saludando a desconocidos e iniciando conversaciones. Zoë hizo reír al profesor de vela y le dio un simpático golpe de cadera al jefe de la oficina de correos. El director del instituto le llevó una cerveza... Zoë era el alma de la fiesta, era todo lo que yo siempre había querido ser y más.

Presenciar su gran éxito hizo que se me encogiera el corazón. ¿Por qué nunca había tenido yo el coraje de asistir a una de aquellas fiestas? ¿Por qué nunca había entablado amistad con aquellas personas a pesar de desearlo? No es que Zoë fuera más lista, divertida o enrollada que yo. Bueno, enrollada quizá sí, pero lista no.

Me escabullí hasta un rincón más tranquilo de la casa y me alegré al ver a Max sentado en un sofá y hojeando una revista. ¿Acababa de pillar a Max el Buenorro escondiéndose de las mujeres solteras que había en la otra habitación? Él parecía sentirse a gusto allí, sentado a solas, con el cabello húmedo después de una ducha de última hora de la tarde. Se había cambiado de ropa y en aquel momento llevaba puesta una camiseta deportiva con el logo: HOLLAND TOTA-ALVOETBAL. Sentí el impulso repentino de encaramarme a su regazo. Cuando me vio entrar en la habitación, sonrió.

—¡Z! ¿Qué te trae por aquí? Creía que a Jessica no le gustaban estos ambientes.

Cuando mencionó mi nombre, una sombra ensombreció su cara. «¡Oh, Zoë! —pensé yo—, si supieras el daño que le has hecho. Si supieras que, posiblemente, también él tiene un coche.» Me senté junto al sofá, acerqué mis orejas a Max y él enseguida se puso a rascármelas. Exhalé un profundo suspiro y me dejé llevar por la sensación dejando que el ruido y la muchedumbre se desvanecieran. Cuanto más me rascaba Max, más deseaba que siguiera haciéndolo. Picores que no sabía que tenía emergieron a la superficie, fueron satisfechos y, después, reemplazados por otros nuevos y más profundos. Sin pretenderlo, gemí, y después me lamí los labios para ocultar mi vergüenza. Dos segundos más tarde, mis párpados se cerraron. Lo único que me importaba era la mano de Max en mi oreja.

De repente, una sobrecogedora necesidad de contárselo todo, lo de Zoë y lo mío y lo mucho que me gustaba, nubló mi mente. Jadeé e intenté llamar su atención. Él me miró y nuestros ojos se encontraron, pero él enseguida desvió la mirada en otra dirección.

Yo gemí suavemente y él volvió a mirarme. Durante un instante increíble, nuestras miradas se fijaron la una en la otra. Yo escruté profundamente sus iris negros como el carbón; más y más hondo, hasta que tuve la certeza de percibir su verdadera alma. El corazón me tembló y sentí que todo un mundo de comprensión se abría entre nosotros. Max también tenía que haberlo sentido, tenía que haber visto quién era yo en realidad. Se me cortó la respiración y mi corazón dejó de latir.

Entonces Max lo arruinó todo con una sonrisa que elevó sus preciosos pómulos.

—¿Quién es una perra buena? —preguntó con voz cantarina—. ¿Quién es la mejor perra del universo?

Yo me senté sintiéndome destrozada. Él había mirado, pero no había visto. ¡Bien por la comunicación no verbal! Si quería contarle lo del cambio de cuerpo, tendría que utilizar un medio más rotundo.

Max suspiró levemente y se reclinó en el sofá.

—Aquí estoy, en una fiesta abarrotada de mujeres y sentado en un rincón acariciándote.

Pensé en todos los vestidos veraniegos y camisetas sin mangas de la pista de baile y mi ánimo decayó todavía más.

—La cuestión es que no quiero conocer a nadie más —continuó Max—. Lo único que quiero es estar con Jessica —declaró apoyando la mano en la parte superior de mi cabeza—. Pero ella no está interesada en mí. Supongo que, simplemente, necesito algo de tiempo antes de volver a participar en este tipo de fiestas.

Aquello era demasiado para mí. Deseé, más que nunca, encontrar la forma de contarle la verdad, pero justo entonces el pandemónium cruzó la puerta encarnado en cinco escandalosos perros. Olían a viento, playa y a su propia orina. Me di cuenta, sorprendida, de que, antiguamente, la llegada de tantos perros me habría provocado un shock traumático, y me resultó agradable verlos acercarse y sentirme segura en lugar de asustada. Yo podía ladrar tan fuerte como cualquiera de ellos. Podía ocupar mi lugar en medio de aquel grupo.

Al verlos, Max se echó a reír y extendió su otro brazo, y ellos, como si fueran un monstruo de cinco cabezas, olisquearon y lamieron su mano. Un perro mezcla de pastor alemán ignoró mi mirada de advertencia y se sentó a mi lado. La envidia y la rabia me invadieron. Me incorporé e intenté apartarlo con el hombro, pero entonces un Jack Russell hembra pasó a hurtadillas por detrás de mí y subió al regazo de Max de un brinco.

Yo me volví hacia ella y le enseñé los dientes, pero Max chasqueó la lengua.

—¡Vamos, Zoë, no seas celosa! Los otros perros también merecen mi atención.

Yo me encogí y me sentí avergonzada. ¿Estaba actuando guiada por los celos? ¿Acababa de intentar apartar a otro perro de Max por envidia? Antes nunca habría hecho algo así.

«No tiene sentido que tengas celos —me dije a mí misma—. Max no es tuyo y tú no eres de él. Será mejor que lo superes.»

 

 

Zoë

 

¡Esta es la fiesta más fantástica del mundo! Cuando entro con mi fabuloso sombrero y mi collar de ganadora, todo el mundo me saluda. Empiezo a disfrutar de vivir en un cuerpo humano. Saludo a la multitud con la mano y alguien me tiende una bebida amarilla y burbujeante que tiene un aspecto realmente sospechoso de pipí, pero la olisqueo y el olor es dulce, como de manzanas. Me la bebo y las burbujas descienden por mi garganta.

La gente baila y yo también lo hago, como los perros de exhibición, a dos patas. Hablo con todo el mundo y ellos me contestan cosas curiosas como: «Hola, Jess, no te había visto nunca en una de estas fiestas. Me alegro de que estés aquí.» Yo les respondo: «¡Ah, sí, me encantan las fiestas!», y todo el mundo asiente con la cabeza en señal de aprobación.

La música está alta y procede de unas cajas negras y grandes. Me estremezco un poco porque la música me recuerda a mi hogar, a mamá, a papá y a mi casa. A veces, ellos también ponían música. Música alta y alegre. Entonces me encerraban en el cuarto de los invitados y a mí no me gustaba. A veces, cuando apagaban la música y los invitados se iban a sus casas, se olvidaban de sacarme de la habitación y yo me las cargaba por hacerme pipí en el suelo. Una vez incluso se olvidaron de darme de cenar. Yo tenía tanta hambre que me comí una almohada y tuve muchos problemas. Nunca más volví a cometer ese error.

Mi vaso está vacío. Miro alrededor y me dirijo a una mesa larga detrás de la cual hay un hombre preparando más bebidas. A este lado de la mesa hay algunas personas, pero solo están hablando, así que paso entre ellas y cojo otro vaso con burbujas.

—¡Eh! —exclama una mujer que lleva puesto un vestido del color de la mantequilla de cacahuete—. ¡No puedes saltarte la cola!

Yo miro alrededor, pero no veo ninguna cola, así que ¿cómo podría saltármela? Intento tranquilizar a la mujer esbozando una alegre sonrisa, pero solo consigo que arrugue la cara.

—Deberías ser más educada —me regaña, y el tono de su voz hace que me sienta avergonzada—. Ya sabes..., esperar tu turno y decir por favor y gracias.

Tengo la boca seca. Muchas personas nos miran y no parecen estar muy contentas conmigo. Yo quiero, desesperadamente, ser una buena persona, no una mala, así que abro la boca y digo:

—Está bien, lo que tú quieras. Por favor y gracias.

Mis palabras hacen que la cara de la mujer se arrugue todavía más.

—Esas cosas se dicen en serio, guapa.

Levanta los ojos hacia el techo y se va. Yo me muerdo el labio, la cara me arde y nadie me mira a los ojos. Oigo que alguien refunfuña:

—¿Y a esta quién la ha invitado?

Ahora las burbujas no me sientan bien.

Una mujer pasa por mi lado y me da un empujón. Huele como mi mamá y, de repente, mis ojos se llenan de agua. Echo de menos mi hogar. Echo de menos a Gobbler y sus curiosos ruidos de gato. Y también echo de menos la forma en que mi papá, cada vez que me llevaba a la cama, decía: «¡Venga, Zoë, adentro!» Cuando yo corría y saltaba mucho, él me agarraba por el collar y me llevaba a la cama. Entonces yo sabía que tenía que calmarme. Me gustaba que me acompañara a mi cama, porque notaba sus dedos por debajo del collar, en contacto con mi cuello.

El agua brota de mis ojos y resbala por mi cara.

 

 

Jessica

 

Atravesé la habitación principal y vi a la gregaria Zoë rodeada de la plana mayor de Madrona. La envidia hizo que sintiera un cosquilleo en las almohadillas de mis patas. Yo quería aquella vida, quería a Max y quería volver a ser una persona. Ya no lo soportaba más. Salí de la habitación con tanto sigilo como pude y enfilé un pasillo que supuse que conducía a los dormitorios. Una tras otra, fui abriendo las puertas con el hocico y eché una ojeada al interior hasta que encontré lo que estaba buscando. En uno de los dormitorios del fondo, lejos del barullo de la fiesta, había un ordenador encima de una mesa auxiliar. Empujé la silla de ruedas a un lado, me levanté sobre las patas traseras y moví el ratón con una de las patas delanteras. ¡Maravilla de maravillas, la pantalla se iluminó!

Mi corazón empezó a latir con fuerza y no solo por el esfuerzo de estar a dos patas. Tuve la sensación de que las respuestas estaban muy cerca. Abrí la boca y empecé a jadear mientras empujaba el ratón hacia el icono de internet.

Tardé cinco minutos en conseguir clicar dos veces el ratón. La mesa se balanceaba peligrosamente bajo mi peso y mi corazón latía al doble de su velocidad habitual. Al final, la página se abrió y el poder de internet fue mío..., casi. Ahora solo tenía que escribir en el recuadro de búsqueda y todo sería revelado.

Salvo por el pequeño detalle de que escribir me resultó imposible. Cada vez que presionaba una tecla con mi pata, escribía cuatro letras de golpe. Con el hocico no obtuve mejores resultados. Intenté hacerlo con la lengua, pero no era lo bastante fuerte para presionar las teclas. La frustración me hizo gemir. La mesa se tambaleó peligrosamente mientras yo daba golpes con la pata, la lengua y el hocico al teclado, pero nada funcionó.

Vi un tarro con lápices y bolígrafos a la izquierda del ordenador y me acerqué a él. Si conseguía agarrar un bolígrafo con la boca, quizá lograra presionar las teclas con él, pero cuando estiré mi cuerpo hacia delante para coger el bolígrafo, la mesa se alejó de mí y sus delgadas patas se torcieron como la hierba bajo los efectos del viento. «¡Oh, no!» Contuve la respiración mientras la mesa se inclinaba a cámara lenta.

—Zoë, ¿eres tú? ¿Qué estás haciendo aquí?

La voz me hizo dar un brinco, sobre todo cuando la identifiqué como la de Max. «¡Él no! ¡Ahora no!» Al brincar, empujé la mesa con mi cuerpo. Entonces agité las patas para sujetarla y estabilizarla, pero mis patas resbalaron sobre el techado y la superficie de la mesa y, sin poder evitarlo, la golpeé con el pecho. La mesa cayó irremediablemente. Yo me encogí sin atreverme a mirar. El estruendo reverberó en la habitación durante cinco segundos completos. Cuando reuní el valor suficiente para mirar, lo único que vi fue la mesa tumbada de lado y, detrás de ella, el ordenador y el resto de los artículos de escritorio esparcidos por el suelo.

—¡Uf, mal asunto!

La exclamación de Max hizo que bajara la cabeza. Él se acercó a mí, miró al otro lado de la mesa y después me miró con expresión abrumada.

—¡Mierda!

Yo incliné la cabeza todavía más. Deseé hundirme en la alfombra, pero en lugar de eso me dirigí hacia la puerta con el rabo entre las patas. Casi había llegado cuando Max me detuvo.

—¡Eh, Z, tranquila! No pasa nada.

¿Nada? ¿Un equipo informático de varios miles de dólares estaba amontonado en el suelo y él decía que no pasaba nada? ¿Se había vuelto loco?

—Eres una perra y estas cosas pasan. Nadie te va a castigar por eso. ¿Qué se puede esperar cuando uno deja las puertas abiertas sabiendo que la casa estará llena de perros?

«Tienes razón, soy una perra —pensé—. ¡Qué gran excusa!» Por primera vez desde el día de la tormenta me sentí aliviada por estar en un cuerpo peludo. Y también me sentí agradecida a Max. Muchas personas se habrían enfadado y, algunas, ante una situación similar, incluso habrían golpeado al perro. Decididamente, Max estaba hecho de buena pasta.

—¡Vamos! —exclamó él dirigiéndose hacia la puerta—. Regresemos a la fiesta. Encontraré la manera de explicarles esto a los propietarios. —Una vez en el umbral, titubeó y se volvió hacia mí—. Lo que me resulta extraño es que parecía que estuvieras escribiendo en el teclado. Qué locura, ¿verdad?

Yo sacudí la cabeza y esbocé una sonrisa jadeante. «¡Cómo desearía poder contarte la verdad!», pensé.

Max se puso de cuclillas a mi lado y colocó las manos a ambos lados de mi cara. Mi corazón latía aceleradamente en mi pecho, incluso más deprisa que cuando se cayó el ordenador. Su cara estaba tan cerca de la mía que incluso vi que tenía una peca encima de la ceja izquierda y que uno de los músculos de su mejilla temblaba. Sus labios parecían increíblemente blandos y, cuando pestañeó, unas sombras oscuras cruzaron sus ojos. Yo tragué saliva.

Entonces lo lamí.

—¡Vaya, qué cariñosa! —Max se echó a reír—. ¡Qué divertida eres, Zoë! No eres una perra común, ¿verdad?