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Un alarido rompió el silencio matinal de Korbstrasse. El grito que retumbó en las paredes de la callejuela y llegó hasta la plaza, había surgido de una de las ventanas abiertas del monasterio de la Sagrada Canasta. Todavía no había salido el sol cuando una de las mujeres más jóvenes, impulsada por una inexplicable angustia, se dirigió al cuarto de su hermana mayor, Hannah. La muchacha golpeó la puerta tímidamente. No obtuvo respuesta. Accionó el picaporte pero el pasador estaba echado por dentro. Presa del pánico, corrió a buscar a Ulva, que aún dormía. La jovencita, con los ojos llenos de lágrimas y la respiración cortada, le hizo saber su temor. La puta madre saltó de la cama y con el mismo impulso corrió escaleras arriba. Volvieron a golpear la puerta, esta vez con todas sus fuerzas. Silencio. Ulva sabía que Hannah era la siguiente en la línea sucesoria. Corrió hasta la cocina y regresó con una barra de hierro que utilizaba para acomodar los leños ardientes. Introdujo el extremo más delgado entre la puerta y el marco, accionó el barrote como una palanca hasta que, por fin, el pasador se quebró. Cuando consiguieron entrar, se encontraron con la escena más temida: la mitad superior del cuerpo de Hannah estaba sobre la cama y los pies tocaban el piso. Fue en aquel momento cuando la hermana menor de la víctima dejó escapar aquel alarido agudo que despertó al resto de las mujeres. A diferencia de las tres muertes anteriores, no había una sola gota de sangre. Por otra parte, no había sido desollada como las otras pupilas. El cuerpo de Hanna se veía intacto: no presentaba golpes, contusiones, hematomas ni cortes. De hecho, Ulva albergó la esperanza de que aún estuviese con vida. La alzó sobre el lecho, buscó su pulso, el latido del corazón, el más leve indicio de aliento. Nada. Evidentemente, el asesino la había asfixiado de la misma forma que a las demás. La piel permanecía blanca e inmaculada. Solo tenía la pequeña marca en el omóplato que les hacían al nacer a todas las putas de la casa y que era el diminuto símbolo que las distinguía: la estrella de ocho puntas que representaba tanto a Ishtar como a la ciudad de Babilonia.

Era curioso, pero las mujeres que, entre sollozos, rodeaban el cadáver, se preguntaban por qué razón no habían despellejado a Hannah, cuando la pregunta debía ser otra: ¿por qué les habían quitado la piel a las tres anteriores? Tal vez, se decían, el asesino no había tenido tiempo. Acaso la corazonada que llevó a su hermana menor a llamar a la puerta, había frustrado su propósito y debió escapar por la ventana antes de ser descubierto.

Sin embargo, las únicas dos personas que tenían la respuesta a esa pregunta eran Ulva y el asesino.

A diferencia de la primera jornada del proceso a Gutenberg y sus cómplices, los acusados debían comparecer ante el tribunal sin ser llevados por la fuerza pública. Dado que los jueces habían resuelto liberarlos mientras durara el juicio, los reos no serían trasladados desde la celda hasta la sala de audiencias por los guardias, sino que debían hacerse presentes en la catedral por sus medios. Faltaban treinta minutos para que dieran las campanadas de las siete, hora de inicio de la audiencia, cuando llegaron juntos Fust y Schöffer. El tribunal se constituyó quince minutos antes de tiempo. Sigfrido de Maguntia fue el primero en ingresar en la sala; había llegado a las seis, cargado de papeles que se dedicó a estudiar con minucia en un rincón del recinto. El segundo en entrar, instantes después, fue Ulrich Helmasperger. El notario saludó escueto pero formal y a cambio recibió el más antipático silencio. Masculló su fastidio y se encaminó derecho hasta su pupitre, se sentó y preparó el tintero, la pluma y el papel. Para ganar tiempo, el escribiente encabezó y tituló el documento. Entonces el fiscal se incorporó y se paseó con las manos enlazadas por detrás de la espalda por el perímetro de la sala. Al llegar al pequeño escritorio, se detuvo junto al notario y, sin piedad, le espetó:

—¿Podrías escribir con letra más clara?

Ulrich cerró los ojos, apretó los puños y tuvo que hacer esfuerzos para mantener la calma y no saltar al cuello de Sigfrido. Bajo otras circunstancias hubiera podido matarlo. Pero se limitó a mirar fijamente a los ojos del fiscal como advirtiéndole que acababa de sobrepasar un límite. Por primera vez, el fiscal pudo ver el rostro del notario, que, hasta entonces, siempre se había mantenido oculto entre los hombros, siempre inclinado sobre el papel. Sigfrido de Maguntia acababa de reconocerlo; sin dudas, se había cruzado con él en otros ámbitos. Sintiéndose descubierto, el escribiente bajó rápidamente la vista. Temió que el fiscal pudiera haberlo visto alguna vez entrando en el burdel de la calle de los cesteros. Ulrich deseó que el fiscal cayera muerto en ese mismo instante. La entrada de los miembros del jurado disipó aquella incómoda escena.

El único que hasta el momento no se había presentado era Johannes Gutenberg. Un silencio elocuente reinaba en la sala. El fiscal calculaba el paso del tiempo haciendo repicar su dedo índice sobre la tabla del atril para poner en evidencia cada segundo de demora. En caso de que no cumpliera con su obligación frente a la ley, sería declarado prófugo, buscado por la fuerza pública y, en caso de que fuese atrapado, tendría pocas chances de no ser condenado a muerte. Al margen de que su ausencia sería tomada como una tácita confesión de los cargos que se le imputaban, los jueces se mostraban implacables cuando eran traicionados en su buena fe. Faltaban dos minutos. Los miembros del tribunal intercambiaban miradas filosas como si se reprocharan en silencio la decisión a la que habían arribado luego de largas discusiones. Fust y Schöffer no sabían si debían entregarse a la alegría o a la consternación; por un lado, suponían que si Gutenberg, al profugarse, reconocía su culpa, ellos dos podrían descargar toda la responsabilidad en la ausente persona de Johannes. Sin embargo, también podía suceder que, de considerar culpable a Gutenberg, el tribunal hiciera extensiva la condena a sus dos cómplices. Faltaba un minuto. Sigfrido de Maguntia estaba preparado para pedir a los jueces que declararan al reo en rebeldía y lo condenaran, sin más trámite, a morir en la hoguera. El carrillón del convento ya se había puesto en marcha, cuando, en el preciso instante en que iba a dar la primera campanada, Gutenberg entró en la sala agitado y sudoroso. Solo entonces sonó el primero de los siete repiques. Sigfrido de Maguntia lo miró con odio y, con renovada animadversión, comenzó su alegato:

—Excelencias, por lo visto, uno de los reos decidió comparecer ante vuestra majestad en el límite del plazo. Acaso, ante las contundentes evidencias en su contra, haya considerado hasta último momento ausentarse de Mainz.

Todavía agitado por la corrida y secándose el sudor con la manga, Gutenberg se desplomó en la silla e intentó recuperar el aliento. El aire se negaba a llenar sus pulmones y no podía evitar un jadeo perruno. Poco a poco su pulso se regularizó y el oxígeno recompuso los colores del rostro. Pero no bien escuchó las palabras con que el fiscal inició su acusación, el corazón de Johannes volvió a acelerarse.

—No sería la primera vez que el acusado huyera de una ciudad, tal como escapó de Haarlem, antes de que fuera apresado por robar a su maestro, mi honorable colega Laurens Koster —lanzó Sigfrido de Maguntia.

El acusador obligó a Gutenberg a evocar su veloz huida de Holanda luego de despojar a su maestro del juego de letras. De hecho, durante algún tiempo consideró que no había nada más valioso en aquel taller levantado entre las ruinas de San Arbogasto que el juego de letras de Koster. Para ponerlo a salvo de cualquier intruso, lo había guardado en un sótano secreto, al cual se accedía desde una trampa imperceptible disimulada debajo de los restos saqueados de un sepulcro tenebroso. Cualquier otro objeto era más o menos prescindible y, en el peor de los casos, podía sustituirse; pero las valiosas piezas traídas de Holanda eran irreemplazables.

Johannes estaba a punto de hacer la prueba inaugural. En primer lugar, debía poner en práctica todas y cada una de las soluciones que había ideado para subsanar los problemas del sistema de Laurens Koster. Con sumo cuidado de no dañarlas, perforó las piezas de madera calculando que el orificio pasara exactamente por la mitad de cada letra. Luego armó la primera línea del Génesis y unió con una cuerda fina, resistente y tensada en ambos extremos, las letras que la componían. Entonces dispuso las piezas de la segunda línea intercalando los pequeños tacos vacíos que había fabricado para que ambas líneas quedaran perfectamente justificadas. Y así procedió con las siguientes líneas hasta componer la primera página. Su corazón latió con euforia al comprobar que todas las líneas estaban perfectamente paralelas entre sí y que, además, quedaban centradas con precisión entre ambos márgenes. Pero no se apresuró. Aún debía resolver otro problema: el de la tinta.

Todavía conservaba el frasco con la tinta que empleaba Koster. A Gutenberg le sorprendía el hecho de que la tinta se viera bien negra, brillante y con cuerpo mientras estaba fresca. Sin embargo, al pasar al papel perdía consistencia y definición. Los bordes de las letras quedaban difusos y opacos. Y luego, al secar por completo, se tornaba grisácea y aguada. Johannes no podía precisar si ese defecto se debía a la tinta o al papel, aunque sospechaba que era una mezcla de ambos elementos. Intuía, además, que la madera también absorbía buena parte del fluido negro. Para alcanzar la tinta perfecta debía despejar primero estos interrogantes.

Por entonces existían tres formas de fabricar tinta negra: la más extendida era la tinta de carbón que se obtenía con una mezcla de polvo de carbonilla con agua y goma arábiga. Otro método, el negro de humo, era el que se conseguía al reemplazar el carbón molido por partículas obtenidas de la combustión de resinas vegetales. El humo negro otorgaba a la tinta una coloratura profunda y un cuerpo más espeso, aunque la consistencia podía variar según se agregara más o menos goma arábiga a la mezcla. Muchos artistas fabricaban sus tintas negras raspando las paredes internas de las chimeneas en las que se depositaban grandes cantidades de partículas de humo y restos de carbón. La goma arábiga, por su parte, se hacía con la savia que liberaban las acacias para cicatrizar las heridas de la madera. Existía un tercer método de fabricación de tintas a partir del uso de metales. Eran pocos los que conocían estas técnicas y, por cierto, requerían conocimientos muy específicos de las reacciones químicas de los diferentes compuestos minerales y vegetales. Se creía que las fórmulas de las tintas metálicas provenían de las experimentaciones de los alquimistas: buscando la forma de convertir metales innobles en oro, se toparon accidentalmente con el oro oscuro con el que solían escribir sus más preciados secretos. Así, mezclando sales de hierro, vitriolo verde o sal martis con el tanino de robles en los que ciertas avispas criaban sus larvas, se obtenía una tinta de una pureza inigualable. También podían utilizarse los taninos de las semillas de la uva negra y de las cáscaras de nuez.

Sobre la base del negro de carbón, el de humo y el del metal, cada escriba desarrollaba sus propios secretos, muchos de los cuales pudo conocer Gutenberg en la Sala de los Copistas de la Casa de Moneda. Ellos solían agregar extracto de ajo prensado que otorgaba a la tinta un brillo y una adherencia notables. Todas estas tintas, desde las más rústicas hasta las más delicadas, presentaban ventajas y desventajas. Sin embargo, el gran problema de Johannes, el mismo con el que, a todas luces se había tropezado Koster, era que esos preparados servían para escribir a mano y con pluma, pero no para prensar. Las que eran demasiado acuosas eran absorbidas por la madera y el papel, mientras que las que presentaban mayor cuerpo y adherencia se pegoteaban al papel de tal modo que muchas veces no había forma de despegarlo.

Gutenberg probó con centenares de mezclas y proporciones pero, invariablemente, los papeles, malogrados, acababan en el fuego. Solo entonces comprendió que debía descartar los métodos tradicionales y desechar de una vez por todas las tintas conocidas. De pronto, tuvo una revelación: durante su viaje a los Países Bajos había descubierto la maravillosa pintura flamenca, completamente distinta de todas las técnicas del resto de Europa. Los pintores de Flandes habían alcanzado la perfección provocando la envidia de los artistas más exquisitos de la Germania e incluso de los geniales pintores de los reinos de Italia. Johannes había tenido el privilegio único de ver con sus propios ojos los cuadros de Jan van Eyck y los de Robert Campin, los de Hans Memling y los de Roger van der Weyden. Nunca en su vida Gutenberg había imaginado que colores semejantes pudieran ser alcanzados por la inventiva del hombre. Su maestro, el viejo Koster, había llevado a su discípulo a la catedral de San Bavón, en Gante, para que admirara el Políptico pintado por los hermanos Van Eyck. Al ver que su alumno de Mainz no podía articular palabra, el maestro grabador le explicó que aquellas pinturas inéditas tenían un nombre: oleo. No fue sino hasta aquel momento, en la abadía de San Arbogasto, que Johannes volvió a recordar ese término revelador.

Oleo.

Fue la palabra mágica, la llave para abrir una de las puertas que hasta entonces parecía infranqueable. Gutenberg no tenía idea de cuáles eran las fórmulas secretas de aquellas pinturas flamencas, pero la sola palabra oleo era una pista nada despreciable. No necesitaba conocer los arcanos de aquellos rojos encarnados, de los azules luminosos como el cielo, de los dorados refulgentes como el sol. Solo se conformaba con aquel negro más negro que la muerte, que la ausencia, que la nada. Precisaba de esa nada absoluta para volcar en el papel todo el conocimiento del mundo.

Johannes hizo centenares de pruebas ligando aceites con metales, carbones y elementos diversos. Utilizó aceite de uva como vehículo para el negro de humo; mezcló aceite de nueces con negro de carbón; religó aceite de oliva con sales de hierro; fusionó limadura y óxido de cobre, de plomo y de titanio con aceite de lino y luego hizo y rehízo todas las combinaciones posibles. A medida que experimentaba, veía cómo se abría frente a sus ojos un camino oscuro como un hermoso reguero de tinta negra. Johannes era feliz en aquella deliciosa penumbra en la que solo él podía moverse a sus anchas. Nadaba como un pez en un océano negro. Y cuanto más negro y profundo era, más se iluminaba su esperanza. Después de muchos e intensos días y noches, por fin descubrió la fórmula de la tinta perfecta: podía darle el espesor que deseaba friendo el aceite. Si quería que fuese más brillante bastaba con agregar vitriolo. La tinta obedecía a la voluntad de Gutenberg como un perro, dócil, fiel y, sobre todo, negro.

Johannes esparció la tinta sobre las letras de Koster con una almohadilla de cuero, primorosamente las cubrió con el papel como una madre que arropara a un niño y, con la severidad de un padre, sometió a su criatura al rigor de la prensa. Cuando la liberó de la presión, comprobó que el papel se despegaba con absoluta facilidad y las letras quedaban perfectamente impresas. Así, por primera vez, tuvo entre sus manos la primera hoja de la Biblia. Estaba ante el Génesis de la génesis, ante el origen de los orígenes.

Había conseguido inventar la tinta perfecta. Sin embargo, su felicidad fue tan efímera como el tiempo que separa el relámpago del trueno. Cuando observó la página con detenimiento, notó que las letras de madera no estaban a la altura de su genio: las estrías producidas por el uso, el ligero astillado y todas las deformaciones que dejaban los sucesivos prensados quedaban reflejados en el papel a causa del contraste entre la sutileza de la tinta y la rusticidad de la madera.

En un rapto de ira y euforia, Gutenberg echó al fuego las letras de Koster.