8
Con los ojos vueltos hacia sus recuerdos, Johannes rememoraba aquel primer día en la casa de Ennelin. Se sentía estafado. Ahora que había conocido a su prometida, comprendió la risa burlona del alcalde. Nunca había esperado semejante deslealtad de Gustav von der Isern Türe. Mil florines era una miseria para aceptar semejante presente griego. Aunque, en rigor, más que al mítico caballo de Troya, su futura esposa le recordaba al Minotauro, suponiendo que Ennelin pudiera exhibir un vestigio de anatomía humana. De haberla conocido, Gutenberg habría estado en condiciones de exigir el Castillo de la Puerta de Hierro con todas sus pertenencias incluidas.
Hacía mucho tiempo que Johannes no disfrutaba de la compañía íntima de una mujer. Como un idiota, había llegado a ilusionarse con la más bella de las hijas de Gustav. El contraste con su hermana había sido impactante. Por mejor voluntad que pusiera de su parte, era imposible siquiera imaginar que pudiera cumplir con el deber marital. Su pequeño alter ego, tan necesitado de conocimiento carnal, jamás podría estar dispuesto a incorporarse para acompañarlo en semejante empresa. Pero había firmado un contrato y no tenía forma de echarse atrás; el incumplimiento del convenio establecido entre las familias Gutenberg y Von der Isern Türe podría acarrearle severas consecuencias judiciales, económicas y su palabra de caballero quedaría hundida para siempre en el fango de la deshonra. Por otra parte, ya había cobrado un porcentaje del dinero y necesitaba imperiosamente el resto.
Ennelin era pura bondad. Durante los encuentros posteriores a la presentación, se conducía hacia su futuro esposo con un cariño y una lealtad como nadie le había profesado. Consciente de la impresión que provocaba su apariencia en los demás, ella siempre encontraba la forma de situarse de tal modo que Johannes no tuviese que verla; si estaban en la sala, se sentaba en un sillón detrás del que ocupaba su prometido, o bien en el rincón más oscuro. La voz de Ennelin era dulce y su conversación abarcaba los más diversos temas. Era inteligente y la adornaba la virtud poco frecuente de la sensatez: jamás hacía un comentario fuera de lugar. Era más proclive a escuchar que a tomar la palabra, a entender razones que a pretender imponerlas, a comprender los yerros que a criticarlos o a condenar el comportamiento ajeno. Por otra parte, admiraba el talento artístico y los oficios de Johannes. Cada vez que veía un nuevo grabado de la autoría de su prometido, no tenía más que sinceras palabras de veneración.
—Ennelin, debes saber que soy un hombre pobre, un artesano apenas. Cuánto quisiera poder dedicarme por completo a ti y, claro, a mi devoción por el Altísimo para difundir Su Palabra —le confesó Johannes a su futura esposa.
Entonces Gutenberg le habló de su afición por los libros. Con el propósito de ocultar su proyecto secreto, la impresión de libros con tipos móviles metálicos, le mostró algunos de sus mejores libros xilográficos. Al ver un precioso ejemplar de la Biblia de los Pobres, los ojos de Ennelin se llenaron de lágrimas.
—¿Qué necesitas para poder abocarte a tu verdadera vocación?
Johannes bajó la cabeza y con un gesto dramático, teatral, dijo en tono lastimoso:
—Prefiero no hablar de eso.
—¿Acaso necesitas dinero?
—No, mi querida Ennelin, no es dinero lo que necesito. Lo que mi corazón precisa es servir a Dios.
—¿Pero cómo habrías de servirlo sin dinero para tu empresa?
—Si tuviera la respuesta a esa pregunta…
—Dinero puede poseer cualquiera; en cambio, el talento es un don escaso. Mi querido Johannes, tal vez, si me dejaras, yo podría ayudarte.
—¿De qué manera?
—Si permitieras que yo te diera algo de dinero…
—Oh, no, ¿cómo se te ocurre semejante cosa? Jamás podría aceptarlo.
—No lo hagas por mí, hazlo por Él.
La relación de Johannes con Dios dependía de las circunstancias que estuviese atravesando. Ante el infortunio y la necesidad, su devoción rayaba con el misticismo. Si, como entonces, la fortuna le sonreía, no vacilaba en invocar Su nombre en vano. Gutenberg elevó la mirada hacia el cielo, sacudió la cabeza como quien se debate en un dilema irresoluble y, por fin, con un largo suspiro, asintió.
—¿Entonces dejarás que te ayude? —preguntó Ennelin dando breves saltos de alegría sobre sus piececitos semejantes a las patas redondas de un cerdo.
—Solo si me prometes una cosa…
—Sí, claro…
—Que no le dirás nada a tu padre.
—Pero él estaría orgulloso de colaborar contigo en tan pía misión…
—Sorprendámoslo entonces con la primera Biblia que salga de la prensa.
La cara de Ennelin se iluminó con una sonrisa y luego se echó a los brazos de Johannes. Él la apartó delicadamente con unas palabras de afecto que intentaban disimular la repulsión que le provocaba el contacto físico con ella.
Ese mismo día, Gutenberg obtuvo ciento cincuenta florines de las pequeñas y generosas manos de su prometida.