24
Una sombra se deslizó desde la plaza del mercado —a esas horas de la noche, completamente desierta— hacia la calle de los cesteros. Era una figura longilínea envuelta en una toga negra que la ocultaba de pies a cabeza, tornándola virtualmente invisible. La capucha echada sobre la cara y la amplitud del manto impedían saber si era la silueta de un hombre o la de una mujer. Un cielo despejado y sin luna confería a la ciudad una penumbra casi completa. Todo estaba teñido con el mismo negro de la noche. Los burdeles de Korbstrasse y las tabernas de los alrededores solían animar la vida nocturna de aquella parte de la ciudad. Sin embargo, desde que la muerte se había enseñoreado de aquellas callejuelas, ya no se oían las canciones que entonaban los borrachos en las cervecerías: ahora todas cerraban sus puertas antes de que anocheciera. Los habituales gritos de las putas que llamaban a los paseantes desde las ventanas eran un alegre recuerdo: no se veían ni putas ni paseantes.
El paisaje era desolador: las puertas y las ventanas estaban cerradas con pasadores, cerrojos y candados; los tímidos faroles de las esquinas intentaban quebrar la oscuridad; sin embargo, tan débiles eran las llamas que, como las estrellas, en lugar de iluminar, no hacían más que destacar, por contraste, la cerrada penumbra del entorno. Las autoridades, lejos de reforzar la seguridad con guardias que recorrieran las calles, habían decidido retirar al único soldado destacado en Korbstrasse. El asesino había conseguido aquello que los funcionarios nunca habían logrado: que las tabernas cerraran más temprano y que los prostíbulos se llamaran a recato.
Nadie había percibido aquella ominosa presencia que se adentraba en la callejuela, pegada a las paredes con el sigilo de un gato negro. Llegó hasta la puerta del monasterio de la Sagrada Canasta, se detuvo frente a la entrada, miró hacia arriba y estiró su cuerpo aguzando los sentidos como si quisiera obtener, mediante la vista, el olfato y el oído, toda la información de lo que sucedía en el interior. De pronto, creyó haber encontrado la señal que buscaba. Entonces, retomó el paso y siguió de largo. Avanzó hacia la siguiente calle y volvió a detenerse, esta vez, en la diminuta capilla de San Severin.
Aquel oratorio era el más pequeño de toda la Germania y, tal vez, del mundo entero. La puerta no alcanzaba la altura de un hombre adulto y era tan estrecha que quien estaba demasiado entrado en carnes ni siquiera podía pasar por el marco. El recinto tenía dos pasos de largo por uno de ancho. Solo había un Cristo en la pared frontal, un ínfimo taburete a guisa de reclinatorio y una urna alargada para la limosna. Durante el día abría su angosta puerta para que los viandantes, casi al paso, elevaran sus oraciones de manera expeditiva, hicieran su ofrenda y dejaran el turno al siguiente. Sus exiguas dimensiones hacían que quien ingresara en su interior se sintiera a solas con Dios en una ceremonia íntima, en un encuentro, por así decirlo, cara a cara. Y, dado que no existía lugar para un párroco, no había mediación alguna entre el Altísimo y el feligrés.
De pie junto a la entrada de la pequeña capilla, aquella negra silueta extrajo un puñal que llevaba oculto en la toga, lo introdujo dentro de la cerradura y con un movimiento certero, consiguió accionar el mecanismo. La mano, manchada de tinta, empujó la puerta y esta chirrió al abrirse. El intruso miró hacia ambos lados y, luego de comprobar que no había nadie, ingresó en el oratorio y volvió a cerrar la puerta tras de sí. Completamente a oscuras, procedía con tal precisión que, o bien tenía el don de ver en la penumbra, o bien conocía el lugar al detalle. Como fuere, abrió las piernas de modo tal que cada pie quedara afirmado sobre el zócalo. En esa posición, el incógnito personaje se agachó, removió la baldosa central que escondía una trampa y, tomando un asa oculta, levantó el suelo entre sus piernas. Apoyó la tapa de aquel piso falso y con agilidad se deslizó hacia el pozo que se abría debajo de él. Luego hizo pie en el subsuelo secreto y caminó a lo largo de un angosto y extenso túnel. A su paso, decidido y veloz, saltaban ratas asustadas ante la llegada del visitante. Cuando alcanzó el extremo opuesto del húmedo y hediondo pasadizo, elevó ambos brazos y empujó con las palmas de las manos un rectángulo de madera, hasta que se abrió una claraboya que daba a la superficie. Antes de trepar, asomó su cabeza encapuchada, se aseguró de que no anduviera nadie cerca, afirmó las manos en el marco e impulsándose con las piernas ascendió de un salto.
El intruso estaba en el subsuelo del monasterio de la Sagrada Canasta. Con la misma facilidad con la que había llegado al sótano, ingresó en la cocina. Se deslizaba en silencio como si conociera cada rincón del burdel, como si hubiese estado allí varias veces. De pronto, escuchó unos pasos. Se asomó al corredor y vio que una de las pupilas entraba en su cuarto. Apenas unos meses atrás, a esa misma hora, el lupanar era un constante ir y venir de hombres y mujeres, un hervidero en el que se dejaban oír jadeos, exclamaciones de placer y risotadas. Pero desde aquella primera incursión hasta ese momento, nada era igual. Antes resultaba imposible recorrer el trayecto hasta los aposentos sin cruzarse con alguien. Por la misma razón, también era más fácil pasar inadvertido entre tanta gente. Ahora, en cambio, debía guardar la mayor cautela; cualquier movimiento en falso lo dejaría expuesto. El visitante apretó el puñal para comprobar que estuviese en su lugar. Sabía perfectamente a cuál de las alcobas debía dirigirse: aquella en la que dormía la sucesora. Avanzó unos pasos, se detuvo frente a la puerta y llamó con dos tímidos golpes.
—¿Quién es? —Se escuchó que preguntaban al otro lado.
—Yo, Ulva —dijo la visita en un susurro.
Apenas la puerta se entornó, aquella incógnita presencia envuelta en la túnica negra introdujo el brazo y tapó la boca de la muchacha. Sin soltarla, se abalanzó sobre ella. Con una mano cerró la puerta y con la otra, mientras le apretaba la cara, la arrastró hasta la cama. Tenía una técnica perfecta para silenciar los gritos de la víctima: le aplastaba el rostro con la almohada, a la vez que la inmovilizaba apretando con sus piernas las de ella que, en vano, intentaban liberarse. El asesino, cerca de lograr su propósito, de pronto escuchó que alguien decía a sus espaldas:
—Bienvenido, os estábamos esperando.
Sin comprender, giró la cabeza por sobre su hombro y entonces vio el rostro plácido y sonriente de Ulva que, con un tono cordial y hospitalario, agregó:
—Hacía tiempo que no venía un cliente. Preparaos para disfrutar de una noche única.
Antes de que el intruso atinara a moverse, Ulva elevó la barra de hierro que usaba para remover los leños ardientes y le descargó un golpe en la mitad de la espalda. Si hubiese querido matarlo, podría haberlo conseguido con facilidad acertándole en la nuca. Pero tenía otros planes. El visitante, sin aire, giró sobre su eje. Intentó incorporarse, pero recibió otro golpe, esta vez en la boca del estómago. Detrás de Ulva estaba el resto de las mujeres, vestidas todas con sus trajes de sacerdotisas.
—Una gran imitación de mi voz —dijo Ulva sonriente, a la vez que le quitaba el puñal que asomaba desde un pliegue de la toga.
Hasta ese momento, el rostro del asesino continuaba oculto tras la capucha. A una orden de la mayor de las putas, la mujer que yacía en la cama y que aún intentaba recuperar el aliento, tomó el extremo de la cogulla y tiró de ella dejando el rostro al descubierto.
Una mezcla de odio, repulsión, indignación y furia se resumió en una exclamación general. El hombre más culto de Mainz, aquel que se jactaba de sus lecturas y sobre todo, de sus libros; el que desde lo alto de un púlpito impartía misa y se erigía como el paladín de los justos, estaba ahora tendido cuan largo era, en el promiscuo lecho del burdel más herético de toda la Germania.
Sigfrido de Maguntia se esforzaba por recuperar la mecánica de la respiración, pero los golpes habían sido tan certeros que aún permanecía sin aire. Cuatro mujeres lo extendieron sobre la cama, cada una lo tomó por las extremidades y ataron sus manos a la cabecera y los tobillos al piecero.
El hombre que se rasgaba las vestiduras y ponía el grito en el cielo ante el peligro de que se difundieran los libros prohibidos, era el mismo que entraba en aquellos recintos del diablo. Ulva entendió perfectamente la razón que había llevado al más prestigioso de los copistas, el severo fiscal abocado a desenmascarar a los falsificadores de Biblias, a matar y despellejar a sus hijas.
—¡Qué honrosa visita, excelencia! Hoy será la mejor noche de vuestra vida —dijo Ulva, al tiempo que ordenaba a sus hijas que le quitaran la ropa.
El hombre, con una expresión aterrada, veía cómo aquel grupo de doce mujeres se quitaban las túnicas y exhibían sus cuerpos voluptuosos que, ceñidos en los trajes de cuero negro, rojo o color piel, copiaban cada detalle de sus anatomías.
—De modo que queréis conocer el secreto del placer. Vuestros deseos serán órdenes —dijo la más joven de todas, a la vez que frotaba los pezones, que surgían erguidos desde los orificios del traje, sobre el torso palpitante del clérigo.
Ulva entendió qué era lo que buscaba el escriba de Mainz. Quería apoderarse del secreto que atesoraban las Adoratrices de la Sagrada Canasta: el Libro de los placeres prohibidos.
—Tendréis el privilegio de ser el único hombre, en siglos, que habrá de conocer los arcanos del placer absoluto —dijo Ulva, mientras otra mujer de una estatura augusta, piernas firmes, largas y cuerpo torneado, subía a la cama y, de pie sobre la cabeza del monje copista, separaba los muslos dejando ver una vulva rosada desde la cual asomaba un clítoris erecto a través de la pequeña abertura del traje de cuero rojo. Al tiempo que la anterior continuaba frotando los pezones por la piel lechosa de Sigfrido, la otra descendió y, en cuclillas, apretó su sexo abultado y lampiño contra la boca abierta del clérigo, cuya locuacidad y oratoria se habían reducido al más hermético silencio.
—Hoy, por fin, habréis de conocer en carne propia los deleites que mortal alguno haya experimentado —decía Ulva dando indicaciones a sus pupilas.
Desde que los sumerios habían conseguido atrapar las palabras para impedir que se las llevara el viento, los hombres pudieron dejar testimonio de sus proezas y las de sus dioses, de sus triunfos y de sus derrotas, de sus grandezas y de sus miserias, de sus verdades y de sus mentiras, de sus memorias y de sus conjeturas sobre la existencia. Así fundaron la historia, escribiendo sobre el barro, la piedra, la madera, el papiro, el pergamino, el papel. Y también sobre la piel humana. Utilizaron cuñas, plumas y pinceles. Pero también puñales. Desde que un ser humano aprendió a escribir y divulgar sus palabras, nunca faltó otro que quisiera borrarlas, destruirlas, hacerlas desaparecer de la faz de la Tierra. Junto con la escritura nació también la censura. Las palabras estaban hechas de la misma sustancia del deseo, de la lubricidad, del sexo. La ley, en cambio, estaba forjada con el metal de la espada.
—Tal vez conseguisteis leer los libros de las hijas que me arrebatasteis. Quizá los hayáis destruido como a mis amadas niñas. Ahora habréis de sentir en vuestra carne el placer de los placeres.
Mientras Ulva hablaba, se iban sumando más y más mujeres sobre el cuerpo desnudo del cura que gemía presa de un gozo inédito. Y no porque desconociera el placer; de hecho, varias veces había estado con mujeres, con algún que otro hombre, por lo general hermano en los hábitos, y con varios niños. Pero lo que ahora experimentaba era completamente distinto. Su verga estaba inflamada y señalaba en dirección del Altísimo.
—Hoy, por fin, conoceréis el placer verdadero.
La primera ceremonia ritual de las Adoratrices de la Sagrada Canasta coincidía con el día de su nacimiento cuando, utilizando la misma técnica de los babilonios, la puta madre dibujaba con un punzón agudo la estrella de ocho puntas de Ishtar. En lugar de escribir en arcilla, lo hacía sobre la carne de la recién nacida. Dentro del círculo central, del cual partían las puntas de la estrella, grababa una inscripción cuneiforme que indicaba el linaje de la niña: «De la casta de Shuanna, sacerdotisa de Ishtar, hija de Ulva». La escritura por cicatrización o escariado consistía en lacerar la piel, hasta llegar a la carne, mediante un buril afilado con el que dibujaba los grafismos. La encargada de la ceremonia ritual era la mayor de las putas que, con sus propias manos, escribía según la técnica de los antiguos babilonios.
—De modo que queréis conocer las más secretas fórmulas del placer. Pues, hoy será el día.
Tres mujeres tenían a su cargo los encendidos genitales del religioso: una se ocupaba de dar deleite al endurecido mástil sin blasón, mientras las otras dos se encargaban de los testigos mudos. Una más comenzó a frotar el contorno del ojo ciego del culo con aceites y unturas que le provocaban un insoportable pero delicioso placer, a la vez que una quinta mujer se aproximaba con una talla que imitaba a la perfección una verga descomunal del tamaño de un antebrazo. En otras circunstancias, el clérigo hubiese entrado en pánico ante semejante visión. Pero ahora, en medio de aquella orgía, había perdido toda noción del decoro, del pudor, del miedo y hasta del peligro. Solo quería obtener más y más placer. El rústico anillo de tripa que coronaba el trasero del cura, comenzó a latir como si reclamara atenciones, a la vez que su glande se había tornado testarudo como nunca, alcanzando un diámetro superior al de la boca de las anfitrionas.
Cuando la puta madre alcanzaba la vejez, debía ungir a su sucesora. Entonces, en ese momento, tenía lugar el rito más importante. Con la misma técnica que empleaba la mayor de las putas para marcar a las recién nacidas, debía escribir en el cuerpo de la elegida el Libro de los placeres prohibidos siguiendo el procedimiento de la escritura cuneiforme por el método de escariado. Si bien se trataba de un rito doloroso que producía mucho sangrado, la sucesora se entregaba a la ceremonia con la gozosa convicción de que, de esa forma, se preservaba la milenaria tradición iniciada por Shuanna, haciendo que el secreto del placer pasara a la siguiente generación. El cuerpo, escrito de este modo, quedaba dotado de una singular belleza: la trama cuneiforme de la escritura formaba hermosas figuras en la espalda, en el vientre, en los glúteos y en los hombros, convirtiendo a la piel en una espléndida pieza de arte semejante a las antiguas esculturas sumerias.
—Hoy, excelencia, ha llegado el gran día. ¡Gozad! ¡Gozad sin límites! —repetía Ulva.
Sigfrido de Maguntia se había convertido en una entidad cuya única razón de existir era el placer en el más puro de los estados. No se trataba de un mero goce carnal; su alma había ingresado en un nuevo plano de la existencia. Era un deleite que se iniciaba en la tierra y se elevaba hacia el panteón de los dioses paganos, como si la mismísima Ishtar se hubiera adueñado de su cuerpo.
—Preparaos para ver lo que ningún mortal ha visto en siglos. ¡Preparaos para ver el rostro de Dios!
Librado a las manos y los cuerpos de aquellas doce mujeres, el copista no cesaba de gemir con los ojos y los sentidos puestos en un mundo diferente del de los simples mortales. Se sentía en comunión con Dios, con cada partícula de su humanidad, con cada elemento de la creación.
Aquellos preciosos escritos en el cuerpo no eran meros decorados. Quien sabía leer la escritura cuneiforme, que era, desde luego, el caso de las Adoratrices de la Sagrada Canasta, podía acceder a los secretos conservados durante más de tres mil años: los secretos de la mítica puta de Babilonia. Aquella que, de acuerdo con el libro del Apocalipsis, regresaría para librar la batalla del Fin del Mundo, previa al Juicio Final.
A Sigfrido de Maguntia lo tenía sin cuidado el asunto de las Biblias falsas. En realidad quería impedir que el invento de Gutenberg masificara los libros profanos pero, sobre todo, que pudiera conocerse y divulgarse el Libro de los placeres prohibidos. Él, el sabio copista, debía admitir que ignoraba la lectura de los grafismos cuneiformes, aunque sabía que aquellos signos grabados en la piel tenían un sentido que acaso otros, en el futuro, pudieren descifrar. Por eso se había propuesto terminar con la Congregación de la Sagrada Canasta y, ante todo, con los libros escritos sobre la piel de las adoratrices. Aquella y no otra fue la razón que lo impulsó a asesinar y desollar a las sucesoras de Ulva. De acuerdo con la tradición de la dinastía de Shuanna, cuando la mayor de las putas moría, su piel, que llevaba grabados los textos secretos, era convertida en el más fino pergamino y con él se confeccionaban los libros que, bajo la forma de los antiguos rollos, pasaban inadvertidos como simples cueros enrollados. Pero más importante aún que los pergaminos, siempre sujetos al deterioro y a la destrucción, era la letra impresa en los cuerpos vivos: las continuas persecuciones, el exilio, las súbitas huidas y los saqueos obligaban a las mujeres del clan a permanecer ligeras de equipaje. La mejor forma de llevar sus escrituras era hacerlas carne, grabadas en su propia piel. Pero ante el asesinato y el desollamiento de las últimas elegidas, Ulva debió desobedecer, por primera vez, el mandato ancestral. A la muerte de Zelda, decidió proteger a las siguientes escogidas: no volvería a exponerlas haciéndolas portadoras del libro secreto hasta no encontrar al asesino. La mayor de las putas no pudo evitar la última muerte, aunque el matador debió irse con las manos vacías: para su sorpresa, la elegida no tenía las escrituras grabadas en el cuerpo.
—Entregaos al deleite que el pecado no existe. ¡Gozad!
Si el fiscal hubiese estado en sí, Ulva le habría preguntado por qué no la había matado a ella antes que a sus hijas si su propósito era hacer desaparecer, de una vez, a la principal portadora del saber y, por cierto, la única que podía escribir el libro en la piel de su heredera. Pero sabía la respuesta: en su fuero íntimo, Sigfrido deseaba conocer el secreto del placer en estado puro más allá de la letra. Más que nada en el mundo deseaba aquel encuentro cuerpo a cuerpo que solo unos pocos privilegiados habían mantenido desde el origen de los tiempos. No como un cliente más, sino convertido en víctima propiciatoria ofrendada a la voluptuosa Ishtar. Sigfrido de Maguntia anhelaba en secreto entregarse a la sacerdotisa mayor, no a la prostituta, para que ella lo condujera hasta el trono reclinado de la Diosa babilónica.
Las Adoratrices de la Sagrada Canasta elevaron al fiscal a las alturas de un placer metafísico, siguiendo, paso por paso, las enseñanzas del libro prohibido hasta que, tal como lo anunció Ulva, delante de los ojos del copista surgió un resplandor beatífico, celestial, desde cuyo centro brillante se hizo visible el mismísimo rostro de Dios. No era el rostro barbado y cano de las representaciones que adornaban las iglesias, sino el semblante terso y bello de una mujer. El rostro más hermoso y lascivo que ser humano hubiese visto. Tenía la expresión tentadora de Eva, los ojos verdes de la serpiente, la sonrisa beatífica de la Virgen Madre y los labios carnosos de María Magdalena. No existían palabras que pudieran describirlo. El Todopoderoso de femenino rostro levantó en vilo al celoso guardián de las palabras, lo depositó en su regazo e introdujo su sagrada lengua, larga y roja, en la boca abierta de Sigfrido de Maguncia. El cuerpo trémulo y palpitante del cura, al recibir el beso de Dios, de pronto encontró el éxtasis, luego la calma, por fin, exánime a su diestra, el reposo eterno.
Ulva pudo ver cómo Sigfrido de Maguntia daba su última exhalación; expiró con un gemido de placer que llegó hasta las altas torres de la catedral bicéfala de Mainz. Murió de la forma en que todo hombre quisiera morir.
El placentero sacrificio de Sigfrido de Maguntia no fue en vano. Su cuerpo sirvió de pergamino sobre cuya superficie Ulva escribió uno de los más bellos ejemplares del Libro de los placeres prohibidos; el escriba de Mainz terminó convertido en un precioso rollo igual a los que poblaban las salas de la mítica biblioteca de Alejandría. ¿Qué mejor destino podía esperarle a un copista que perpetuarse en un libro?
El fiscal de Gutenberg jamás imaginó que acabaría siendo, él mismo, el libro que había querido destruir a toda costa y a cualquier precio.