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Al mismo tiempo que en la catedral se desarrollaba el proceso contra Gutenberg y sus dos secuaces, a pocas calles, en el convento de las Adoratrices de la Sagrada Canasta, Ulva intentaba tranquilizar a sus desconsoladas hijas. La puta madre no iba a permitir que el miedo y el desasosiego se apoderaran del burdel. Desde los albores de los tiempos habían debido enfrentar la persecución, el destierro, la humillación y la muerte. Muchas veces las habían diezmado, pero jamás las habían derrotado. De hecho, aún estaban de pie. Ulva no estaba dispuesta a dejar que le arrebataran otra hija. Era tiempo de dar batalla y como dignas sacerdotisas de Ishtar, diosa de la guerra, iban a luchar. Habían sobrevivido a los más encarnizados déspotas y a los imperios que parecían estar destinados a la eternidad. Habían visto nacer y morir tiranos que, enfermos de soberbia, fueron tan poderosos como efímeros. Habían contribuido a construir reinos y los vieron caer. Gobernaron. Fueron emperatrices. Fueron esclavas. Resurgieron una y otra vez. Acostumbradas a largos años de tranquilidad, las últimas generaciones desconocían el sufrimiento en carne propia. Ulva debía infundirles a las suyas el orgullo de las antiguas sacerdotisas guerreras. No podía consentir que derramaran una lágrima más.

En la sala de la catedral, Gutenberg esperaba que, de una vez por todas, finalizara la audiencia. Pero, mientras tanto, debía escuchar, estoico, el alegato del fiscal.

Desde el lejano día en que tuvo que huir junto a su familia, Gutenberg no había vuelto a pisar Mainz. No bien se acercó a su ciudad natal, reconoció el perfume del río en la brisa fresca. La ciudad se veía idéntica al día anterior a los incendios. Una sucesión de recuerdos se agolparon en su memoria. No sentía temor. Los cascos del caballo resonaban en el empedrado y podía anticipar los viejos accidentes del camino: los mismos adoquines hundidos, las mismas protuberancias del suelo. A su paso, se cruzó con muchos de sus antiguos vecinos, quienes lo saludaban con una inclinación de cabeza como si se hubiesen visto el día anterior. Incluso, se topó con algunos de los que habían participado del saqueo de su casa; también ellos lo saludaban con la cordialidad de siempre. Nada había cambiado.

Llegó hasta la plaza del mercado y comprobó que los puesteros eran los mismos, un poco más viejos, cuando no sus hijos, ya crecidos. Dio la vuelta a la catedral, se paseó por la ribera y luego, con una naturalidad cotidiana, llegó a la puerta de la casa en la que había nacido. Se apeó, extrajo el manojo de llaves que le había dado su madre, metió una en la cerradura y, luego de luchar un poco contra el óxido añoso, el mecanismo giró ruidosamente. La puerta se abrió con el mismo chirrido de siempre.

Como si el tiempo se hubiese detenido aquel remoto día de la huida, Johannes se reencontró con la exacta visión que conservaba en las retinas. La casa estaba saqueada pero en idénticas condiciones que cuando la abandonaron. Era evidente que en el momento en que terminaron los saqueos y volvió a reinar la paz, nadie más había vuelto a tocar nada. Resultaba notable cómo la gente, igual que un río manso, de pronto salía de madre y luego, con la misma naturalidad, volvía a su cauce y seguía su curso normal.

Gutenberg inició el recorrido de su vieja casa. El vestíbulo estaba completamente destruido. La puerta que separaba la amplia antecámara del resto de la casa estaba quemada en la base, aunque permanecía cerrada. Tomó otra llave y abrió una de las hojas. Johannes permanecía con los ojos cerrados: no se atrevía a ver la magnitud del desastre. Pero cuando los abrió, supuso que era presa de una alucinación: todo estaba impecable, tal como lo había visto por última vez. Entonces comprendió que el fuego de la puerta, cuyos vestigios aún eran visibles, había oficiado de guardián, impidiendo la invasión de la turba y luego, providencialmente, se extinguió por sí mismo. Una gruesa capa de polvo se extendía como una enorme sábana gris sobre todos los objetos de la casa. Al pasar el índice por la mesa, pudo comprobar que el lustre de la madera estaba intacto. Luego abrió los cajones de los muebles e hizo un inventario sucinto: no faltaba nada. Incluso, cuando examinó el ropero, encontró la ropa que no se habían podido llevar, dispuesta con la prolijidad con que la colgaba su madre. Ni siquiera las polillas habían osado entrar.

Eufórico, salió a la calle cuando caía la noche. La ciudad se veía alegre: las tabernas que rodeaban la plaza del mercado estaban repletas. Decidió celebrar el reencuentro con su tierra y el milagroso hecho de haber recuperado su casa con todas sus pertenencias. Entró en la vieja cervecería Schöfferhof Mainzer, cuya cerveza era la mejor de Mainz, resuelto a emborracharse como una cuba.

Acodado en la barra, se sumó a las groseras canciones que cantaba un grupo de parroquianos, cuyos versos eran loas a la bebida y a las mujeres. En el momento en que alzaba la sexta jarra, sintió que una mano amistosa le palmeaba el hombro. Devolvió el saludo, sin mirar, con el mismo gesto.

—¿Gutenberg? —preguntó el hombre que lo abrazaba—. ¿Johannes Gutenberg, el hijo de Friele?

Si hubiese estado sobrio, Johannes habría tenido muchos motivos para inquietarse: la despedida que le habían ofrecido años atrás no había sido especialmente afectuosa. Sin embargo, mareado y alegre como se sentía, tenía el corazón abierto y la guardia baja.

—Sí, amigo, soy yo. Déjame verte —contestó a la vez que intentaba unir aquella cara inciertamente conocida con algún nombre.

Ante el gesto vacilante, el hombre le facilitó la tarea:

—Fust, Johann Fust.

Entonces la expresión de Gutenberg se transformó. De inmediato relacionó la fisonomía con el apellido. La familia Fust era dueña del banco más próspero de Mainz. Y, a juzgar por la ropa de seda que lucía Johann, continuaba siéndolo. Gutenberg reconoció entonces al hijo del viejo conocido de su padre. La relación entre el director de la Casa de Moneda y el poderoso banquero era tan cercana como tortuosa.

—Un honor, excelencia —dijo Johannes en un exceso de respeto, producto de los efectos del alcohol y de su reverencial inclinación por el dinero.

—Sin formalidades. ¡Bienvenido a tu ciudad! —festejó Fust, alzando el jarro rebosante de espuma.

El banquero alejó a su antiguo conocido del grupo de borrachos que cantaba a voz en cuello y lo condujo hasta una mesa oscura y reservada. Tronó los dedos para que trajeran más cerveza y sin soltarle el hombro, le dijo:

—Quiero que conozcas a mi socio.

Fust hizo un gesto en dirección a la puerta que separaba la taberna de las oficinas y entonces apareció un hombre de mirada vivaz y barba elegantemente rizada.

—Mi amigo y socio, Petrus Schöffer —dijo señalándolo y luego completó la presentación:

—Johannes Gutenberg.

Schöffer, al escuchar el nombre que acababa de pronunciar Fust, preguntó con incredulidad:

—¿Gutenberg?

Sin comprender el motivo del asombro, el grabador asintió intrigado.

—¿El mismísimo Johannes Gutenberg?

Johannes miró de reojo a Fust, como queriendo saber si él era, en efecto, el mismísimo Gutenberg que ambos pensaban o si había un malentendido.

—Admiro tu modestia —dijo Fust.

—Excelencia, quedo a vuestra entera disposición para todo cuanto queráis —balbuceó Schöffer haciendo una reverencia aparatosa.

Ante el desconcierto de Gutenberg, Fust se vio obligado a decirle:

—Creo que no eres consciente de tu fama aquí en Mainz.

Confirmando las palabras del banquero, Johannes primero asintió y luego negó confundido. No terminaba de comprender si era aquella una buena o una mala noticia.

—Es hora de que hablemos de negocios —dijo Fust, pronunciando la palabra que más le gustaba a Gutenberg.