7

Ennelin estaba alterada como nunca; un miedo desconocido se había apoderado de su siempre serena persona. Gustav von der Isern Türe y su esposa habían dispuesto todo para tan esperada ocasión. Por primera vez en muchos años el castillo de la puerta de hierro volvía a recuperar algo del viejo esplendor. Todas las lámparas, candiles e incluso las antorchas que flanqueaban la puerta estaban encendidas como no sucedía en años. Ennelin había contado los días, las horas y los minutos hasta el momento en que, por fin, escuchó los cascos del caballo que se detuvo frente a la entrada. Su corazón latió como si fuera a salirse del pecho.

Johannes había recuperado su aspecto habitual. El hecho de saber que su nueva prensa estaba en proceso de fabricación le había devuelto algo de calma: después de varias jornadas de trabajo sin pausa durante días y noches, pudo descansar y recomponerse. Hacía mucho tiempo que no dormía seis horas de corrido. Su boda cercana con una mujer a la que desconocía no lo inquietaba en absoluto; al contrario, sabía que algún día habría de casarse y no podía haber encontrado mejor partido. Disponía por anticipado de una dote que le permitía no poca holgura para abocarse por completo a su proyecto. Había pagado la prensa a Konrad Saspach y luego de la boda cobraría setecientos florines más para invertir en su empresa. Era el capital que necesitaba para montar su taller. Por otra parte, imaginaba la alegría de su madre al enterarse de su casamiento; qué más podía esperar: una nuera joven, rica y perteneciente a la aristocracia de Estrasburgo.

Todo esto pensaba Johannes mientras enderezaba sus pasos hacia el palacio, cuyas luminarias se reflejaban en las aguas del Rhin. Podía ver el esplendor del que habría de ser su nuevo hogar, tanto más fastuoso que su casa natal de Mainz, que la pequeña finca en Eltville am Rhein y, por supuesto, que el pequeño cubo en el que vivía en Estrasburgo. Antes de llegar a la entrada, una de las hojas del enorme portón de hierro se abrió y salió a su encuentro Gustav von der Isern Türe ataviado como un rey.

—Bienvenido a mi humilde morada —dijo a Gutenberg con una sonrisa franca. Luego le dio dos besos, uno en cada mejilla, y con un gesto ampuloso, lo invitó a entrar.

Johannes no sabía dónde fijar la mirada: los techos altos, los arcos de medio punto, las paredes de piedra, las pinturas que decoraban la enorme sala, las alfombras traídas de Persia, los muebles labrados en maderas nobles, todo, en fin, tenía las proporciones de una catedral y los lujos de un palacio real. Tanto era el embeleso de Gutenberg ante semejantes riquezas, que sus ojos no repararon en las añosas manchas negras de la bovedilla, en los frisos descascarados, en las sedas raídas que cubrían las paredes, en las telas gastadas de los sillones ni en el óxido de los herrajes. Finalmente, no se trataba de nada grave: la pátina del tempo no era necesariamente una señal de decadencia, sino que demostraba el antiguo linaje de la nobleza auténtica, detalles de estirpe que, por cierto, los nuevos burgueses no podían exhibir en sus estrechas casas por muchos fastos que mostraran los capiteles escalonados.

El invitado de honor tardó en bajar la vista hacia el grupo humano que lo esperaba en la sala. Como si fuese una pintura, en el centro de la sala, sentada en un sillón de respaldo alto, estaba la esposa de Gustav. A su lado, una a su izquierda y otra a la derecha, dos jovencitas de mejillas encarnadas daban la bienvenida al invitado ofreciéndole una sonrisa estudiada, protocolar. Evidentemente, eran las hijas del matrimonio. Con una mirada sumaria, Gutenberg las observó hasta el más mínimo detalle: la mayor tenía la misma mirada afable del padre y el porte bien formado de su madre. La otra, más joven, era dueña de una cara redonda, más bien regordeta, y un busto prominente, realzado por un escote amplio que dejaba ver la unión de los senos redondos y voluminosos. Si hubiese tenido que elegir, Johannes sin dudas se habría quedado con esta última; pero cualquiera de las dos estaba bien. Más atrás había tres varones, dos jóvenes, probablemente los hijos de matrimonio, y uno mayor, acaso el esposo de una de las hijas. En la última línea, de pie cerca de la pared, en el sitio más sombrío, estaba la servidumbre.

Gutenberg estaba feliz. Una sonrisa de auténtica alegría se había instalado en su boca. Las largas noches de soledad en el convento de San Arbogasto con la macabra compañía de los difuntos del antiguo cementerio, la condición de extranjero, la lejanía de su madre, de sus hermanos y de los amigos de la infancia, habían convertido a Johannes en una suerte de ermitaño. Por primera vez en mucho tiempo sintió el calor de un hogar. Nada podía ser mejor: una familia patricia, un castillo a orillas del río y una esposa joven y encantadora.

Por fin, el dueño de casa inició la presentación formal. Con una actitud paternal, el anfitrión pasó un brazo sobre el hombro del invitado y dijo a viva voz:

—El noble señor Johannes Gensfleisch zur Laden, de la honorable Casa de Gutenberg de Mainz.

Johannes hizo una reverencia ante la señora de la casa y creyó recibir una mirada de aprobación general. Entonces Gustav comenzó a presentar a cada miembro de su familia:

—Mi esposa Anna —dijo, mientras la mujer hacía una leve inclinación de cabeza.

—Mis hijos: Eduard y Wilhelm —ambos se cuadraron en actitud marcial.

—Mi hija, Marie —señaló, mientras la muchacha delgada que estaba a la derecha de su madre se ponía de pie y hacía una reverencia.

—Su esposo, Joseph —dijo, extendiendo el brazo hacia el hombre mayor que estaba de pie detrás del respaldo del sillón.

—Elizabeth, mi hija menor.

Johannes, que no cabía en su alegría, miró embelesado a la joven y tuvo que esforzarse para que sus ojos no bajaran hacia el escote que se ofrecía desafiante, orgulloso y tentador. Cuando la muchacha se puso de pie para hacer el saludo de cortesía, exhibió una estatura magnífica y una silueta curvilínea. Tal era el júbilo de Gutenberg que no había entendido el nombre.

Johannes, que estaba a punto de arrodillarse a sus pies, quedó petrificado. Antes de que pudiera reponerse, el dueño de casa señaló hacia la puerta principal de la sala y con tono solemne, anunció:

—¡Ennelin!

Entonces, desde el vano de la puerta aparecieron dos criadas que acompañaban el paso de la prometida.

Gutenberg quedó sin habla. Antes de sacar una conclusión debía descifrar la intrincada anatomía de la novia. No resultaba sencillo comprender cómo se distribuía aquella humanidad, por llamarla de algún modo, dentro del vestido. Donde debía haber concavidades había convexidades; donde tenía que haber planicies, surgían promontorios. Por otra parte, su manera de desplazarse no parecía humana: era como si se impulsara con movimientos de cadera, dando medios giros a un lado y a otro a cada paso. Parecía un bovino que hubiese aprendido a caminar erguido. Esta impresión se reforzaba con el tocado que llevaba en el pelo, un hennin de dos puntas que, lisa y llanamente, parecía una cornamenta vacuna. Ennelin sonrió a su prometido con una boca bufonesca: el maxilar prognático se adelantaba al resto de la cara como un balcón cuya baranda fueran los dientes separados, torcidos y amarillentos. Los ojos, grandes y salientes como huevos, estaban enmarcados en una sola ceja recta y continua que se hubiera dicho pintada con un pincel ordinario y de un solo trazo.

Al ver a su futura esposa, Johannes reconsideró sus recientes pensamientos: la soledad, su vida de anacoreta en las ruinas de San Arbogasto, las noches de insomnio, la tenebrosa compañía de los ladrones muertos; nada en este mundo podía ser más horroroso que aquella entidad indefinible disfrazada de mujer. Nada, salvo la miseria. Solo cuando hubo considerado esta última certidumbre, el novio avanzó hacia Ennelin, se inclinó ante sus pies y declaró:

—Soy el hombre más feliz del mundo.