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QUIZÁ, Monseñor, convendría hablar un poco de mí. No, no seré demasiado prolijo, se lo aseguro. Mi vida carece de rasgos extraordinarios y, si yo me refiero a ella, lo hago, no con el propósito de conquistar su benevolencia, sino con el deseo de que mi historia tenga cierta unidad y no aparezca como una mera historia de fantasmas.
Nací el año de 1908, en Zinapécuaro, un pueblo de las montañas. Mi padre, empleado de correos y vendedor de madera en corta escala, murió antes que yo cumpliera los ocho años, pero su imagen está ligada a mi vida por un hecho singular que deseo referirle.
Una mañana, le llevaba la comida a la estación donde se hallaba instalada su oficina, cuando a la mitad del camino, cinco o seis hombres armados, sin que yo pudiera evitarlo, me arrebataron la canasta. La idea de que mi padre, ya entonces muy enfermo, pasara sin comer todo el día me llenó de cólera y me fui sobre ellos a mordiscos y patadas. De la lucha sólo recuerdo que terminó pronto. Un golpe dado en plena cara me tiró al suelo. Sangrante, logré levantarme y mientras se alejaban les grité las malas palabras que en aquella época aprendía de los carboneros y de las cuales guardaba una reserva inagotable.
Los hombres, divertidos, se reían; a poco, como mis insultos subieron de tono, encolerizados se quitaron los rifles que cargaban a la espalda y los amartillaron. No les di oportunidad de tocarme; de un salto libré la barda que limitaba el camino y lanzándoles, a manera de despedida, mis peores insultos, regresé al pueblo.
En las afueras encontré a dos amigos de mi padre. Como se dirigían a la estación para recoger sus cartas decidí acompañarlos y otra vez hice el viaje, contándoles mi aventura que ellos celebraron a carcajadas y dándome fuertes golpes en la espalda.
Dormí esa noche en la oficina de correos. Mi padre se había sentado en el suelo, con la espalda reclinada en la pared, y yo me tendí descansando la cabeza en sus piernas. Afuera se oían gritos y disparos. Él no hacía otra cosa que acariciarme el pelo y rezar el rosario en voz baja, pero ese murmullo establecía una defensa, una protección que nos mantenía a salvo del combate nocturno. Creo que mi vocación religiosa se definió esa noche. En los años posteriores todas las veces que flaqueaba, escuchaba el bisbiseo, la oración de mi padre descender sobre mí y ungirme con su gracia.
A la mañana siguiente volvimos a Zinapécuaro. Los soldados que luchaban furiosamente en medio de las sombras se habían desvanecido y de cada poste del telégrafo colgaba un ahorcado. Mi padre, apresurando el paso, me decía con un temblor en la voz:
—No mires. Sería mejor que rezaras por ellos.
Su temor era inútil. El espectáculo de los ahorcados —una de las apariencias más crueles e impúdicas de que se reviste la muerte— formaba parte de mi existencia y se insertaba en ella de un modo natural, como el hambre, las injurias y los asesinados que eran, que habían de ser, los compañeros inseparables de mi vida.
Cuando mi padre terminó de morir —estuvo agonizante cerca de un año—, mi madre se vio en la necesidad de mudarse conmigo a la casa del abuelo. El viejo había perdido los pies por una gangrena y se movía despacio, con el auxilio de dos cojines de cuero atados a las rodillas, y de unas pequeñas muletas sobre las que oscilaba su cuerpo mutilado.
Mi abuelo era también muy religioso. Con frecuencia lo sorprendía apoyado en las muletas entregado a la oración. Rezaba con los ojos cerrados y su rostro sin cuerpo, ese rostro consumido de largas barbas ensortijadas era tan poderoso en su recogimiento que me daba pena volverlo a la realidad, para decirle:
—Abuelo, han llegado los carboneros del monte y aguardan en la calle.
Mi abuelo se sostenía de comprar y vender carbón, sólo que en esos años el negocio había decaído mucho. Los caminos eran peligrosos debido a la revolución y la gente de Zinapécuaro cortaba su propia leña en los bosques, de manera que casi siempre teníamos hambre y esa irritante sensación de un hueco que no podía llenarse, la asociábamos, no a la revolución —entonces desconocíamos su significado— sino a los forajidos que se decían a sí mismos revolucionarios.
De los 7 a los 11 años mi actividad principal consistió en desempeñar tareas que los hombres civilizados han olvidado. Salía muy temprano a los montes en busca de hongos y yerbas, cazaba conejos y pájaros y proveía el gasto del agua acarreándola de la fuente pública con dos latas de petróleo vacías. Si estaba de suerte, cambiaba carbón —aquellos redondos y sólidos troncos de encino que ardían con un fuego suave y aromático— por tortas de garbanzo, manteca o algún trozo de cerdo, y nos hacíamos la ilusión de que los buenos tiempos de la paz y la abundancia habían vuelto a nuestra casa. El abuelo —su cabeza sobresalía con trabajo de la mesa— bendecía la comida y mi madre volvía su rostro delgado y se llevaba el pañuelo a los ojos.
Debía ser el año de 1918, el llamado año del hambre. Naturalmente en Zinapécuaro no sabíamos una palabra de la guerra mundial; a los vecinos importantes les llegaba de tarde en tarde una noticia, y no hacían comentarios, ni les interesaba lo que ocurría al otro lado del océano porque la guerra la teníamos en nuestra casa y nos afectaba demasiado para que todavía nos preocuparan las contiendas ajenas.
Los revolucionarios no ayudaban a mejorar la idea que nos habíamos formado de ellos. Robaban o se mataban entre sí y cuando no hacían estas dos cosas, violaban a las mujeres o se les veía tumbados al sol rascándose los piojos.
Iban y venían en oleadas. Villistas, zapatistas, orozquistas, carrancistas, obregonistas, ocupaban el pueblo victoriosos o lo abandonaban derrotados y la situación de Zinapécuaro no mejoraba. Ignoraban tanto como yo mismo la causa por la que combatían y en el fondo los despreciaba, pues entonces era muy niño y no sabía que esos hombres —instrumentos ciegos e inocentes de los generales— eran más desdichados que nosotros.
De cualquier modo, la revolución formó mi carácter. La violencia nos enseñó a desdeñar el peligro y a familiarizarnos con nuestra condición de perseguidos. Tengo muy presente una mañana en que había ido por agua a la plaza. Mi madre, enferma de tifo, deliraba:
—Padre, haga usted que el niño trabaje. La ociosidad es mala… es muy mala la ociosidad —le decía al abuelo con los labios agrietados por la fiebre, moviendo la cabeza en la almohada.
Llené los botes en la fuente y al cruzar de nuevo la plaza, encorvado bajo el peso del agua, se inició una refriega. El enemigo no se veía. Oculto en el bosque iniciaba el ataque cautelosamente y sólo se oía el ruido seco de los disparos. Los que defendían el pueblo me daban la espalda. Asomaban la cabeza por el tronco de los árboles o por las azoteas y disparaban regularmente. Algunos fumaban y ninguno parecía excitado. Yo seguía sin miedo mi camino. Las balas rebotaban en el empedrado, tan cerca de mí, que dos o tres perforaron los baldes y el agua se escapaba a chorros mojándome las piernas y los zapatos. Tampoco ese hecho logró asustarme. Sin darme prisa, llegué a la casa y tiré en el zaguán los dos botes vacíos.
Mi abuelo vio los agujeros y sacó de la bolsa su rosario.
—¡Abuelo! —exclamé furioso—, ya ve usted, no me mande por agua a la plaza. Se han echado a perder los dos únicos botes que teníamos.