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EL MISMO día de mi llegada se me informó que el pueblo tenía un dueño. Vivía en una casa construida al otro lado de la carretera y apartada del centro de Tajimaroa. Este alejamiento era más bien ficticio, pues su nombre sonaba repetidamente y su presencia se hacía sentir con fuerza en los últimos rincones.

Desde el principio se me aconsejó la conveniencia de visitarlo. Mi antecesor, el señor cura a quien Su Ilustrísima aludió en nuestra conversación, había sostenido con él afectuosas relaciones que seguramente lo ayudaron a conservar la tranquilidad de la parroquia y yo no debía desconocer el hecho elemental de que nada podía hacer sin ganarme la buena voluntad de ese hombre todopoderoso.

Ulises Roca —don Ulises como todo el mundo le decía— no era el alcalde, ni el diputado local, ni el dueño de los principales aserraderos, ni siquiera el más rico del pueblo. Estaba por encima de esas convenciones y su poder, como el de los reyes, emanaba de un orden superior oculto a los ojos de los simples mortales.

A don Ulises no le pasó inadvertida mi llegada. Su esposa, doña Paula, después de la primera misa dominical, me vio en la sacristía. Es una mujer de edad —tendrá cerca de sesenta años—, y aunque se mantiene apartada de las vecinas, no lo hace por orgullo sino más bien por temor a contraer innecesarios compromisos. Me besó la mano, me dio la bienvenida y se retiró sin invitarme a visitarla y sin decir una palabra del marido.

Preferí dejar que las cosas marcharan lentamente. El dueño del pueblo podía quedarse en su casa, yo en la mía y Dios en la de todos. Tres días después me crucé accidentalmente con él. Iba en mi jeep, camino de una aldea de la montaña, y él iba en una camioneta roja acompañado de sus pistoleros. Sus ojos grises me miraron con cierta curiosidad e insinuó un saludo tocándose con la punta de los dedos el ala del sombrero tejano.

Doña Paula, siguió concurriendo a la iglesia, alguna vez en compañía de su hija María y de su joven nuera, y se marchaba de prisa, apenas concluida la misa, sin dirigirme la palabra. Los vecinos, en cambio, no cesaban de referirse al cacique. Lo llevaban dentro y era para ellos una obsesión, una idea fija que los dominaba enteramente.

Me relataban sus miserias o sus penas y de pronto surgía su nombre. Don Ulises dominaba el pasado, el presente y el porvenir, y no ocurría nada oficial, en sus negocios o en sus conflictos caseros, que no guardara una estrecha relación con ese personaje a quien me acostumbré a ver en breve como el Deus ex machina de la parroquia. Aun en el terreno de los conflictos morales que era el mío, la gente prefería consultarle sus casos de conciencia, intervenía en sus diferencias y ofrecía soluciones a sus problemas que como Su Ilustrísima imaginará, no siempre se ajustaban a los principios cristianos.

A las dos semanas, esta situación embarazosa, tomó un sesgo que me atrevería a calificar de dramático si las circunstancias de mi vida anterior no hubieran desgastado ese adjetivo hasta despojarlo de sentido.

Una noche, me disponía a cenar, cuando un viejo se presentó en el comedor y con la timidez y las reticencias de costumbre, me habló de un enfermo que necesitaba confesión.

—¿Quién es el enfermo? —le pregunté—. Podría ir uno de mis vicarios.

—El enfermo es mi hijo. En realidad —añadió después de un ligero titubeo—, no está enfermo, sino herido, y desea que sea usted el que lo confiese.

Imaginé la escena que me esperaba: el joven, herido en una riña donde corrió la sangre, trataba de evadir a la policía.

—Vamos —le dije levantándome de la mesa.

El viejo hizo un ademán por detenerme.

—Señor cura, ¿no le importa que la casa esté vigilada por la policía?

—¿Por qué habría de importarme?

—Lo han herido los pistoleros del cacique y quizá usted se haga sospechoso…

—No digas más —le interrumpí—. Éste es mi oficio.

La casa del viejo estaba en un barrio de las afueras, vigilada por dos policías. El joven yacía en una cama cubierta por una colcha formada con pedazos de tela de diversos colores, sobre la cual se extendía su brazo enyesado. Del vendaje de la cara sólo asomaba la boca de labios tumefactos y un ojo que miraba a través de los párpados hinchados.

Esa noche me limité a confesarlo. Más tarde, a lo largo de su prolongada convalecencia, lo visité asiduamente y en esos días de inmovilidad me fue refiriendo su historia, una historia que yo escuché con particular interés porque reflejaba, sin deformaciones, la imagen del cacicazgo, es decir, la imagen, según descubrí aterrado, de mi propia feligresía.