31
EL GOBIERNO accedió a tratar lo que después habría de llamarse «el caso de Tajimaroa». Esa misma tarde el Oficial Mayor abandonó Morelia y llegó en la noche, escoltado por la gente que asistió a la manifestación.
Los vecinos se lanzaron a la calle llevando antorchas y las agitaban y gritaban enardecidos:
—¡Vivan los estudiantes! ¡Muera el cacique Ulises Roca!
Parecían haber salido del Purgatorio, y en efecto, Monseñor, yo concibo ese lugar de tormentos como una aldea mexicana donde todo fuera sórdido, donde el reposo se manchara a fuerza de alcohol y de pornografía, y donde reinara un cacique rodeado de pistoleros, de pequeños hombres crueles, analfabetos y lujuriosos, que engordaran montados sobre la espalda de unos esclavos fatigados y miserables. Su fatalismo, esa resignación forzada e inquietante, su rencor hacia todo, ya no existían. Los humillados abandonaban el disimulo y gritaban lo que siempre habían querido gritar sin temor a las represalias de don Ulises.
Recuerdo muy bien esa noche. Estábamos en el tiempo del carnaval y había llegado, hacía tres o cuatro días, una especie de feria, pero nadie tenía ganas de llevar a los niños a la rueda de la fortuna o a las barracas que exhiben los monstruos y las gracias, bien conocidas, de payasos y saltimbanquis. Los miembros de la farándula vagaban tristes por las calles y ya pensaban salir en busca de un pueblo más hospitalario cuando la ola de entusiasmo que se abatió sobre Tajimaroa, los arrastró a ellos también. Vistieron apresuradamente los raídos trajes de lentejuelas y pregonaban la excelencia de sus representaciones dando saltos o imitando —ya que era una feria humilde— el rugido de los leones. Giraban los carruseles y las ruedas brillantes de luces, y el sonido alegre de las murgas y de los cilindros se mezclaba a los gritos y a las exclamaciones de la muchedumbre.
He conservado mi gusto de niño por los tragafuegos que lanzan llamaradas de dos metros incendiando la noche, por las contorsiones de los acróbatas, y sobre todo, por esos aguafuertes que se improvisan en las pequeñas fondas y en los puestos de juguetes y de máscaras, de panes y dulces pintarrajeados. A la luz de las antorchas, los velones y los faroles chinescos, surgen rostros pálidos consumidos por la fiebre y envueltos en chales, bocas de labios valientemente modelados, ojos oblicuos cargados de amenazas, niños dormidos cuyas cabezas cuelgan y se balancean peligrosamente fuera de los rebozos con que sus madres los atan a la espalda, y manos delgadas, increíblemente delicadas que agitan sin cesar mosquiteros, cuentan monedas de cobre y ofrecen oraciones, colibríes disecados, cartas de amor, canciones, pastelillos rojos, tamales y cacahuates.
Como otros años, el atractivo de la feria lo constituía «la mujer araña». Un juego de espejos iluminado por una luz verdosa y opaca presentaba la cabeza guillotinada de la mujer rodeada de largas patas que se movían sobre una grosera tela. El pelo negro, peinado en ondas y en pequeños rizos de los años 20, acentuaba la expresión de la cara, fofa y blanca, una expresión hecha de resignación no desprovista de orgullo profesional y de la irritación que dejaban traslucir los ojos de gruesos párpados semicerrados.
A corta distancia de «la mujer araña», el vestíbulo iluminado del hotel donde se hospedaba el Oficial Mayor, parecía formar parte de la feria. El hombre se destacaba del gentío que lo rodeaba no sólo por su exagerada elegancia —exagerada, claro está, en relación a Tajimaroa—, sino por los poderes mágicos de que se hallaba investido. Las viejas se abrían paso para tocarlo con la punta de los dedos y los vecinos lo miraban ansiosa y temerosamente, como si fuera un mago. En aquel momento se le creía capaz de realizar toda clase de milagros. Con un ademán haría desaparecer el cacicazgo y con otro echaría a volar sobre los tejados, la paloma de la libertad ante el pueblo embelesado, ya que la libertad tenía a los ojos de mis feligreses una forma concreta, tangible y hermosa, que bien podía ser la de una paloma. Pensaban que bastarían algunos formalismos insignificantes: se darían los nombres de algunas personas respetables, las de mayor arraigo en Tajimaroa, luego se reuniría el pueblo y se realizaría la elección del ayuntamiento por el clásico procedimiento de levantar una mano.
—No, no, queridos conciudadanos —exclamó el Oficial Mayor compasivamente—, no puedo acceder a sus peticiones. Tajimaroa está lejos de ser una aldea de 100 habitantes.
—¡Cómo! —gritó Manuel—, ¿no basta que el pueblo se reúna en la plaza y levante la mano en favor de un vecino respetable y querido?
—No basta. Desgraciadamente no basta. Hay una ley que determina, con toda precisión, la forma en que se deben efectuar las elecciones. Es necesario que exista un partido político registrado legalmente. ¿Existe ese partido?
—Sólo existe el partido oficial.
—En ese caso, debemos recurrir a su organización. Ustedes mismos confiesan que es la única.
—Pero, señor —dijo Manuel conteniéndose—, el partido oficial ha impuesto a las gentes de don Ulises durante 20 años y nadie confía en sus procedimientos.
—El sistema para votar en México no lo he inventado yo. Votan las personas, es cierto, pero votan a través de sectores previamente organizados. Ni los sectores se improvisan ni se improvisan los votantes. Eso debe entrarles en la cabeza.
Dos veces, durante aquella interminable noche, pasé frente al vestíbulo del hotel. Los largos brazos gesticulantes del Oficial Mayor sugerían las patas de «la mujer araña» moviéndose para cogernos en su trampa de mentiras y en su cara fofa y blanca de párpados semicerrados, se pintaba la misma expresión de orgullo profesional y de irritación despectiva.
A las cuatro de la mañana cuando la feria había concluido y la gente —vecinos, payasos, saltimbanquis— dormía en sus casas y en sus barracas, el Oficial Mayor con el ceño fruncido subió a las habitaciones que se le tenían preparadas y durmió algunas horas.
La encarnizada discusión se prolongó todavía dos días con sus noches y el dilema era siempre el mismo: o se toleraba el cacicazgo o se elegía al nuevo ayuntamiento utilizando los sistemas del partido oficial.
Los estudiantes parecieron resignarse y la elección se llevó a cabo en la forma aconsejada por el alto funcionario. Votó el sector obrero del partido —los obreros de don Ulises—, votó el sector campesino —los campesinos de don Ulises—, votó el sector popular —los comerciantes, artesanos, empleados, agricultores e industriales que otros años habían votado oficialmente por don Ulises—, y la elección recayó en modestos y respetables agricultores totalmente ajenos a los intereses políticos.
La mañana en que se hizo público el resultado reinaba una gran confusión. Habían llegado soldados de Zitácuaro y el vetusto palacio del ayuntamiento estaba lleno de pistoleros y de campesinos armados que don Ulises había hecho venir de la montaña. Por otro lado, se sabía ya que la noche anterior, un grupo de matones, había recurrido al clásico procedimiento de robarse las urnas electorales; irrumpieron sigilosos en el local donde se guardaban convenientemente selladas, pero en ese momento trescientos muchachos, agazapados en la sombra, les salieron al paso y después de una breve batalla, los ahuyentaron a garrotazos.
El Oficial Mayor no se dio por vencido y, temiendo que el gobierno perdiera la cara, propuso una mediación: serían eliminados el alcalde Guadalupe Cielo y el tesorero Luis G. Bolaños, y conservarían sus cargos, a pesar del voto adverso, el secretario, los regidores y el comandante de policía. Los estudiantes rechazaron la mediación:
—No —dijeron resueltos—, deben salir todos, incluyendo al último policía.
El desconcierto del funcionario era visible. Citaba diversos ordenamientos de la ley electoral, hablaba de unidad revolucionaria y de patriotismo, sostenía largas conversaciones telefónicas con Morelia, amenazaba con recurrir a la fuerza y como sus razonamientos, sus amenazas y su dominio de la ley no lograban apaciguar al pueblo ni resolver el conflicto, vino a reforzarlo un diputado, jefe del partido oficial de Michoacán, que según se decía era un técnico en materias políticas. Hombre persuasivo y astuto, objetó la forma grosera y parcial de la elección, le descubrió numerosos vicios y terminó pidiendo que se levantara un censo de votantes, un censo escrupuloso dentro del cual estuvieran representadas las cabañas y las últimas rancherías de la región, y aquel celo democrático, aquella muestra de respeto al sufragio en un hombre que había sancionado la imposición de unos forajidos sin desplegar los labios, colmó la paciencia de los estudiantes.
Convocaron al pueblo y en media hora la población entera se volcó sobre la plaza. Serían entonces las 5 de la tarde. A las 11 los dos funcionarios se retiraron sin dictar la ansiada resolución y la gente resolvió dormir en la plaza.
Al otro día, las tiendas y los talleres cerraron sus puertas y los vendedores del mercado se sumaron a los manifestantes. La muchedumbre, desde la torre de la iglesia, se veía como una gigantesca mancha multicolor. En las ramas secas de los árboles habían tendido los pañales de los niños, y las señoras de la aristocracia se defendían del picante sol con sábanas y otras ropas de cama. El pueblo desdeñaba esos refinamientos. Hacinado en los prados o en las graderías del monumento a Hidalgo, vigilaba a los pequeños, charlaba o trataba de calentar alguna comida. La calma de todos era perfecta. Parecían estar disfrutando las delicias de un domingo campestre y no lograban inquietarlos siquiera las ametralladoras apuntadas hacia ellos.
Los soldados, con sus cascos de acero, sus verdosos uniformes y sus caras color de barro, de ojos oblicuos y duros labios contraídos, despersonalizados e inhumanos, se ligaban hasta formar una secuencia coherente a los soldados que nos miraban socarrones desde las aceras de Zinapécuaro o a los que nos habían expulsado del seminario.
No sabría decir si eran los mismos. La gente desarmada —ese conjunto de carne blanda— estaba de un lado, dispuesta al sacrificio, y del otro, ese pequeño muro de contención erizado de bayonetas, ese grupo animado de una voluntad destructora, tan viejo y repulsivo que para fijarlo había que remontar el río del tiempo y detenerse en las miradas crueles y en las muecas estereotipadas de los dioses aztecas.
A la caída de la tarde, los pistoleros que integraban el amenazado ayuntamiento y los campesinos armados traídos por don Ulises, asomados a los balcones del palacio o desde las azoteas, gritaban injurias o insultaban a los estudiantes con el fin de provocar una reyerta donde corriera la sangre, pero no eran sus gritos ni sus ademanes obscenos los que me hacían temer una catástrofe sino las miradas hipnóticas de los soldados. Ayer como hoy, un gesto, una sospecha, un grado más de fiebre en su permanente delirio, en su obsesión y en su helada indiferencia hacia la muerte, los hubiera empujado a disparar —esa tentación casi irresistible— contra la muchedumbre hacinada en la plaza.
De este modo —con las ametralladoras en el pecho—, pasamos 48 horas mortales, y sólo al atardecer del segundo día fue que gracias a Dios, las invisibles autoridades en cuyas manos omnipotentes descansa el destino de nuestros pueblos, se dignaron reconocer el derecho de Tajimaroa a designar su ayuntamiento y una ola de júbilo nos sacudió nuevamente. Desaparecieron soldados, campesinos y pistoleros misteriosamente, se echaron las campanas al vuelo y las tiendas abrieron sus puertas. Los estudiantes eran paseados en hombros y todos se felicitaban y abrazaban hasta que les crujían los huesos.
No fui yo, por lo tanto, el autor de esta rebeldía contra lo viejo y lo podrido, aunque debo confesarle a Su Ilustrísima que me hubiera gustado serlo. Mientras se luchaba por establecer el reinado de la moral pública, el pastor de almas, el cazador de los sucios pecados individuales, bendecía las velas, las resinas y los fósforos, y hacía creer a la buena gente que las tinieblas descenderían sobre el mundo cuando otras sombras más densas desbordaban sus corazones.