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EL ALCALDE llegó al ruinoso palacio a las 8:30. Había pasado el fin de semana en su granja avícola situada en las afueras de la ciudad y no hacía media hora que un hermano suyo le había informado del percance sufrido el domingo por Avelino.

Los doscientos vecinos reunidos frente a palacio, lo acosaron a preguntas.

—Tengan calma —recomendó el Alcalde—. ¿Cómo pueden creer en semejante infundio? No hay veneno que pueda contaminar un volumen de agua tan considerable.

—El agua está envenenada, señor presidente. Lo sabemos de cierto.

—¿Qué pruebas tienen? ¿Saben de algún envenenado?

—Nos dicen… hablan, y cuando el río suena, señor presidente…

—Devuélvanse a sus casas, a sus negocios. Yo les prometo iniciar ahora mismo una investigación en los manantiales. Haremos analizar el agua.

Al Alcalde no le preocupaba el rumor sino la vejación de que había sido objeto Avelino. Era ciertamente más de lo que don Ulises podía soportar. Uno de sus hombres había sido expuesto al ludibrio público ante la burlona complacencia de la policía, y si no procedía enérgicamente, carecería de argumentos para defenderse del cargo de complicidad que sin duda alguna le harían las autoridades de Morelia.

Decidido a ganarle la delantera al cacique, ordenó que le llevaran a Manuel Espino, y mientras lo aguardaba, solicitó una conferencia con el Gobernador del Estado.

—El Gobernador —respondió la telefonista a las 9:30— se encuentra fuera de Morelia.

—Comuníqueme entonces con el Secretario de Gobierno —pidió el Alcalde.

Un cuarto de hora después la telefonista informaba:

—El señor Secretario está en una junta y sólo podrá hablar a las doce con usted.

A las 10, Manuel Espino, seguido de veinte muchachos de la Asociación y custodiado por el Comandante de Policía, cruzaba la plaza atestada. La atmósfera era sofocante. La piedra artificial del monumento a Hidalgo —la delgada y calva cabeza del héroe semejaba un gran huevo e inspiraba una melancolía desmesurada— reverberaba al sol y los escasos árboles, privados de hojas, no proyectaban sombra alguna. La gente, agotados los refrescos embotellados y las cervezas, sin lograr mitigar la sed que la atormentaba, se hacía cada vez más irritable. Al ver a Manuel principió a gritar:

—¿Adónde vas Manuel? ¿Te llevan preso?

—Me mandó llamar el Presidente. Le ha molestado lo de Avelino.

—Estamos dispuestos a defenderte.

—Sólo les pido que permanezcan tranquilos. No hagan nada que pueda comprometerlos.

Manuel, según me dijo más tarde el propio Alcalde, y varios estudiantes de la Asociación posiblemente bajo la influencia de los sucesos posteriores, tenía un aspecto «raro» esa mañana. Sus ojos reflejaban un sentimiento de soledad y de tristeza que contrastaba con su energía apasionada. No parecía de este mundo, estaba con nosotros —precisó un amigo que lo conocía bien—, atacando y defendiéndose lúcidamente, y sin embargo, se le sentía ausente y como fuera de aquella tremenda confusión.

—Lo he mandado llamar —dijo el Alcalde— para que usted me diga por qué bañaron a Avelino.

—Porque usted no castiga a los pistoleros de don Ulises.

—Ése es asunto mío y no de ustedes.

—Nosotros estamos encargados de vigilar que las autoridades cumplan con su deber.

El Alcalde enrojeció de cólera:

—¿Podría saber quién les confió esa misión?

—El pueblo, y si usted lo duda, no tiene más que salir a preguntarle.

—Bueno, muchachos, no los llamé para discutir sino para decirles que han cometido un delito y van a ser consignados.

—No nos importa ir a la cárcel. Quizá sea hoy el sitio donde deben estar los mejores mexicanos.

—Manuel, yo a usted lo estimo. Sé que lucha por la libertad, es decir, por algo de que nuestros pueblos carecen en absoluto, pero debe ser razonable. No se conquista la libertad bañando a los bribones.

—La justicia se nos niega y tenemos que hacerla nosotros mismos.

—Yo no se las niego.

—Tampoco la respeta. Don Ulises tiene juntas a diario con pistoleros; don Ulises nos provoca; don Ulises prepara uno de sus golpes ¿y qué hace usted? Los guardaespaldas nos provocan; se emborrachan, insultan a la gente pacífica y usted les devuelve sus armas, los deja en libertad y a nosotros nos encarcela. ¿Ésa es su justicia?

—No juzguen por las apariencias.

—Su credulidad lo perderá. Ulises Roca es capaz de todas las infamias.

La discusión se cortó bruscamente. Un regidor apareció agitado en la puerta.

—Señor —le dijo al Alcalde—, salga usted. Traen a un muchacho envenenado.

La muchedumbre había invadido la plaza, el portal, el patio del ayuntamiento, y se abría, como deben haberse abierto las aguas del Mar Rojo, al paso de la camilla que llevaban cargando seis hombres sobre sus cabezas. Se alcanzaba a divisar la cara lívida del muchacho y sus pies desnudos cubiertos de barro.

—¿Lo ve usted? —dijo Manuel—. Ya se lo había dicho. Ulises Roca es capaz de todas las infamias.