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SÉ MUY bien lo que va a preguntarme Su Ilustrísima y me adelanto a responderle: don Ulises no envenenó el agua. Si los análisis químicos y la minuciosa investigación realizada en los manantiales no bastaran a demostrar que no hubo tal envenenamiento, debe tomarse en cuenta el carácter de don Ulises. Había sido capaz de imponerse a sus enemigos empleando la violencia, sólo que estas hazañas propias de un estilo político ya en desuso ocurrieron hace un cuarto de siglo, y en todo caso, don Ulises debe ser visto como un pequeño criminal, como un delincuente sin imaginación, como un mediocre en el bien y en el mal a quien su mediocridad le vedaba la grandeza necesaria para decretar la condenación en masa de quince mil seres humanos.

Y sin embargo, existe ese muchacho, esa incógnita que convierte el problema del agua envenenada en un misterio indescifrable. Vamos —me digo—, tengamos paciencia y tratemos de reconstruir, pieza a pieza, el endiablado mecanismo de la ira. Ante todo, ¿quién era ese joven? Ese joven, Monseñor, se llamaba Pilar Plata y era un campesino analfabeto de 19 años que habitaba con su tía, fuera de Tajimaroa, en una casa próxima a la finca El Ojo de Agua, donde trabajaba como peón.

El lunes de Pascua se levantó como de costumbre a las 7 de la mañana y desayunó dos rebanadas chicas de melón, algún pan y una taza de chocolate. Concluido el desayuno, Pilar se despidió de su tía, una vieja rezandera y medio sorda, se dirigió a la finca, y principió su diario trabajo. A los diez minutos, tuvo sed, dejó la azada, y en el ojo de agua —allí brota precisamente uno de los manantiales que abastecen a Tajimaroa— bebió un sorbo, el que le cabía en el hueco de las manos, y regresó a su tarea.

No pasaría un cuarto de hora sin que se sintiera gravemente enfermo. Las mejillas, la frente, los labios, estaban adormecidos; inútilmente quiso andar: las piernas, rígidas, no le obedecían; tampoco logró mover los dedos de las manos y un enorme cansancio lo invadió obligándolo a sentarse en el suelo.

—Ventura —pudo decirle antes de perder el sentido a un viejo peón que trabajaba cerca de él—, Ventura, me muero.

El viejo, asustado, lo tomó de las axilas, y arrastrándolo lo sacó a la carretera donde un camión lo recogió todavía desmayado, para llevarlo al edificio del ayuntamiento en que se halla instalada la Cruz Roja.

Estos datos, Monseñor, los estableció el Procurador del Estado después de emprender numerosos interrogatorios y diversas indagaciones, ya que en su afán —muy legítimo por cierto— de probar el carácter criminal del rumor, ese joven era la clave de todo su alegato. Yo también interrogué a Pilar, a la vieja tía, a los vecinos, y llegué a la misma conclusión del activo y escrupuloso funcionario. Desde luego, la casa está situada en las afueras de la población, en un barrio apartado que todavía a las 9 de la mañana no había sido tocado por el rumor. Los vecinos, casi todos campesinos, se mueven en el espacio comprendido de su casa a los campos de labranza, y más allá de esos límites se extiende para ellos un mundo hostil y desconocido que poco frecuentan. El joven pertenecía a ese mundo. Creía en un dios dotado de una hermosa barba blanca y sentado permanentemente sobre una nube, y en legiones de diablos, que de tarde en tarde abandonaban sus moradas subterráneas, con la proterva finalidad de que los hombres se emborracharan, mintieran o golpearan a sus mujeres. Desconocía el significado de la palabra democracia, nunca sintió la necesidad de aprender a leer, y para dar una idea de los alcances de su inocencia, debo decir que no tenía la menor idea de que existiera un hombre llamado Ulises Roca.

Podría pensarse en una coincidencia infernal, en la chispa caída sobre los materiales explosivos acumulados durante los años del cacicazgo que fue la intoxicación de ese inocente, pero aquí es donde el diablo se introduce de nuevo y yo vuelvo a perder el hilo de mis torpes deducciones. Pilar Plata no fue el único envenenado. Quince minutos más tarde hizo su aparición una mujer embarazada, de 35 años, que traían en brazos sus familiares y presentaba los mismos síntomas del campesino —un cuadro típico de intoxicación según diagnosticaron los médicos—, que no tenía relación con su estado, ni con el envenenamiento imaginario de otras mujeres atendidas posteriormente en la Cruz Roja, a quienes la psicosis creada por el rumor hizo sentirse enfermas.

Así pues, Monseñor, resulta inútil hablar de culpables o de inocentes, y sólo nos queda resignarnos ante la fatalidad de los hechos. No culpo a don Ulises y rechazo con energía la sugestión de un viejo texto escolar en el que aparece Nerón reclinado en su triclinio de marfil contemplando, a través de una esmeralda tallada, el incendio de Roma. El cacique no amaba este género de matanzas y nuestro drama carece por lo tanto de imágenes expresivas. Es simplemente un torrente, una crecida, un aluvión de aguas teñidas con el color metálico y herrumbroso de la ira. Sólo el espíritu del Señor lograría apaciguar ese torrente, pero el Señor permanecía mudo, entregado a realizar su obra de limpieza. Había arrojado a ese muchacho como la evidencia que el pueblo reclamaba para ejercer su justicia y aquello era apenas el comienzo de su terrible venganza.