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POR LAS tardes don Ulises jugaba dominó. Entre el humo que llenaba la cantina estaba el cacique dando la espalda a la pared, y a su derecha, no en la primera fila, sino ligeramente apartado, se dibujaba la figura de Adalberto, su principal guardaespaldas. Vestía una inmaculada guayabera de lino y a juzgar por su apariencia severa, el bigote entrecano cuidadosamente recortado y los anteojos bifocales que usaba, se le hubiera tomado por un viejo y rico agricultor ya retirado de los negocios.
Según cuentan los ancianos del pueblo, en los inicios del cacicazgo, Adalberto era el ejecutor de los golpes de estado que el cacique descargaba en contra de los ayuntamientos y los sindicatos rebeldes, pero la edad lo había convertido en la sombra de don Ulises, una sombra respetable y silenciosa sobre la cual destacaba la fanfarronería y el carácter jovial de su jefe.
A la izquierda se sentaba siempre Arteaga, secretario del ayuntamiento y secretario de la liga campesina —ambos puestos los desempeñaba de modo ininterrumpido desde hacía más de quince años por lo que le decían el Secretario Perpetuo—, un cincuentón rechoncho, de color oscuro, ojillos maliciosos y gruesos labios entreabiertos que dejaban asomar cuatro incisivos forrados de oro. La entrada de Arteaga a Tajimaroa, ocurrida en 1930, todavía se recuerda. Los guardias rurales lo trajeron atado de pies y manos a causa de cierto robo de ganado ocurrido en Irimbo, su pueblo natal, y estuvo sujeto a proceso hasta que don Ulises, seducido por la habilidad del cuatrero, hizo desaparecer el expediente del juzgado y lo incorporó a su pandilla. La gente, en privado, lo llamaba el Robavacas y hubiera dado cualquier cosa por decírselo a él en la cara si el temor a su pistola —tenía reputación de excelente tirador— no frenara este legítimo deseo.
El tesorero don Luis G. Bolaños —la G pertenecía al apóstol de la juventud S. Luis Gonzaga— era otro de los fieles a la diaria partida de dominó. De todo ese grupo era el único que vestía traje con chaleco y corbata, cuello duro y sombrero de fieltro. Se sentaba manteniendo juntas las rodillas y a cada momento se enjugaba la frente o se sonaba estrepitosamente con un paliacate cuyas puntas asomaban de la bolsa del saco. Tibiaba en la mano cerrada su copa de ron y sólo la dejaba cuando ruidosa y triunfalmente añadía una ficha al articulado gusano que se extendía sobre la mesa y gritaba:
—¡Ahorcada la mula de cincos! Me debe tres copas de ron, don Ulises.
Desde luego, era un viejecillo ridículo, cargado de hijas solteronas, que amaba demasiado el ron, pero nadie, ni el mismo don Ulises, se atrevía a gastarle una broma. Don Luis poseía la ciencia de las matemáticas. Llevaba los puntos del juego sin necesidad de apuntarlos; podía sumar y sustraer de memoria cifras importantes y esta sabiduría le permitía dominar fácilmente a sus adversarios en el dominó y dejar satisfechos a los diputados de Morelia que anualmente revisaban la contabilidad del ayuntamiento.
El Presidente Municipal, Guadalupe Cielo, que ocupaba la silla contigua, era el más joven del grupo —había ingresado a la pandilla en 1950— y el antípoda de don Luis. Guadalupe, mestizo esbelto y de muy pocas palabras, tenía los ojos oscuros, en forma de almendra, y su mirada recelosa y enigmática, lo hacía temible y desagradable. Odiaba el alcohol y nunca entendió el mecanismo del juego por lo que se estaba largas horas sin hablar, huraño y tenso. Después de cuatro o cinco partidas, abría la boca, respiraba con fuerza y levantaba los ojos a don Ulises en demanda de auxilio. —Basta por hoy —decía el cacique dando un manotazo al resto de las fichas.
—Nunca aprenderé a jugar como don Luis —se disculpaba el Alcalde.
—No importa —comentó el cacique—. Tú sabes pelear, como don Luis sabe hacer cuentas.
—¿Y de qué le sirve pelear? —preguntaba don Luis después de vaciar su copa—. ¿De qué le sirve traer esa pistola?
—Esa pistola sirve, entre otras cosas —aclaró don Ulises empleando un tono convincente—, para que usted ocupe su cargo de tesorero.
—No veo la relación, aunque —se rectificó turbado— sería mejor hablar de otra cosa.
El rostro del Presidente se endureció. Trataba de que olvidaran los fantasmas y los fantasmas regresaban tenaces a importunarlo. Su tío Simón —único sobreviviente del clan familiar— había matado a Juan Ramírez, la cabeza del clan rival, y no volvió a vérsele en Ziraguato. ¿Él era responsable de esa muerte? ¿De esa muerte y de la muerte de muchos de los suyos caídos antes de que naciera? No, él los había rehuido, había tratado de pasarles inadvertido —siempre trató de pasar inadvertido—, y ellos fueron los que lo buscaron esa mañana de domingo, los que lo cercaron alevosamente mientras se lustraba los zapatos en la plaza de Ziraguato. De una patada hizo volar el cajón del limpiabotas —otro cómplice de los Ramírez— y saltando detrás de un árbol disparó.
De aquella hazaña —una hazaña que incluso han registrado diversos novelistas con escasa fortuna— se habló mucho en nuestra provincia. Ignoro los detalles del combate, pero el caso es que ese hombre solo y acosado logró exterminar a todos los hombres del clan enemigo. Quedaban unas mujeres y un niño de diez años que se ejercitaba ya en el odio y en el manejo de las armas para vengar a sus familiares caídos en la plaza. Había que esperar… Entretanto encarcelaron a Guadalupe Cielo y don Ulises lo salvó del complicado proceso llevándolo a Tajimaroa y con el tiempo haciéndolo su Presidente Municipal.
En el mostrador bebía Avelino con el resto de los pistoleros, oficiales de policía y regidores cuyo sueldo pagaba el Ayuntamiento. Viejos o jóvenes, a todos unificaba el prestigio del cacicazgo, un terror y unos hechos desmesurados cuyo recuerdo no dejaban marchitar las continuas vejaciones de los pistoleros y la presencia omnipotente de las armas. Los ocho o diez hombres del séquito —a excepción del tesorero— mostraban sus cananas repletas de balas, sus grandes pistolas que les abultaban el costado —el tema principal de las conversaciones era el de las armas—, y como si esta exhibición de poderío bélico no bastara a mantener la paz ficticia de Tajimaroa, la camioneta estacionada frente a la puerta de la cantina exhibía sobre los asientos una ametralladora y dos rifles telescópicos, de manera que estas excursiones a las tabernas o al Ayuntamiento más parecían safaris que visitas administrativas o pacíficas partidas de dominó.