Cartas de España
Por esas fechas le llegó a White la invitación del poeta escocés Thomas Campbell a escribir una serie de artículos sobre España en la revista The New Monthly Magazine. Aceptó el encargo y comenzó a redactar, en lengua inglesa, su gran obra, Cartas de España, de la que Menéndez Pelayo dirá:
Si las Letters from Spain se toman en el concepto de pintura de costumbres españoles, y sobre todo andaluzas del siglo XVIII, no hay elogio digno de ellas. Para el historiador, tal documento es de oro: con Goya y D. Ramón de la Cruz completa Blanco el archivo único en que puede buscarse la historia moral de aquella infeliz centuria… Pero es aún mayor la importancia literaria de las Letters from Spain. Nunca, antes de las novelas de Fernán Caballero, han sido pintadas las costumbres andaluzas con tanta frescura y tanto color, con tal mezcla de ingenuidad popular y de delicadeza aristocrática.
Más allá del «furor antiespañol y anticatólico» que apreció en la vida de su autor, Menéndez Pelayo vio en las Cartas, una finísima y penetrante observación de costumbres y caracteres, un rumor de descripciones y atmósferas que hacían de su lectura un viaje maravilloso a la España de finales del siglo XVIII. El descomunal escritor santanderino silenciaba o ignoraba el propósito moral con el que Blanco White había armado las páginas de su obra: mostrar los males que la intolerancia religiosa originaba en la tierra y las gentes de su infancia y juventud.
El clérigo sevillano escribía para un público inglés. No se engañaba. Como le dice a su hermano por aquellas fechas, es consciente de que sus textos pasarán de largo en su tierra natal. Quizá sospecha también que sus palabras forman parte de un mundo en el que pronto es ya tarde, en el que cerca es terriblemente lejos. Cuando se entrega a la redacción de Cartas de España no pretende redactar una guía pintoresca con descripciones de lugares y monumentos: el que quiera, comenta, puede utilizar para ello a Townsend y otros viajeros. Tampoco pretende descubrir el carácter de los españoles por parecerle que las generalizaciones de esa especie carecían de rigor ni trazar cuadros de la vida española, aunque como terminó demostrando no le faltaban dotes de observador, sensibilidad ni agudeza. Dice:
«No voy a esforzarme ni en la abstracción ni en la clasificación, sino en recoger cuantos hechos permitan a otros darse cuenta de las tendencias generales del estado civil y religioso de mi país, independientemente de las infinitas modificaciones que surgen en las circunstancias externas e internas de cada individuo».
Esta frase es la que da unidad a la obra y resuena en el fondo de cada página. La que guía su mano mientras vuelve a encontrarse con su país. Lejos de Sevilla, el señor sin patria, el intelectual cosmopolita decidido a no volver, regresa a su lugar de origen con el recuerdo, precisando la imagen, apropiándose del contorno y relieve de las gentes y las cosas con trazos escuetos. Regresa a su país natal; admira la vista que ofrece Cádiz desde el mar y la luz del sol reflejándose en los edificios de piedra blanca; los pasos hallan eco en las calles de Sevilla; otra vez la ciudad barroca, con sus paseos, sus vendedores ambulantes de agua, sus mujeres, su movimiento y regocijo los días de toros, sus procesiones de Semana Santa, sus fiestas populares, sus conventos; otra vez la fiebre amarilla extendiéndose por la ciudad, otra vez la superstición de sus gentes; otra vez Madrid, la vida frívola de la corte de Carlos IV, con sus intrigas y ostentación, Godoy, la entrada en la capital del ejército francés, Murat, la agitación popular, el motín, la confusión, la sangre de ayer en la página de hoy… la huida.
En la soledad, la casa de Ufton y su residencia de Londres no hay sonidos, no hay horizontes, sólo una pluma y unos cuantos libros. Sólo palabras. Blanco está sentado en una silla de madera, embriagado con el silencio y el recuerdo, resquebrajado por los achaques y la enfermedad. Está tranquilo como el océano. No es capaz de escribir mucho de una vez, pero al cabo de tres meses casi ha dado fin a la obra.
Tal vez, como a veces sucede, Blanco no se dio cuenta de lo que, en el fondo, había atrapado de la vida mientras describía una escena o un clima: algo esencial que brota de la pluma y que después ya no se sabe o acierta a reconocer. Tal vez por eso el antiguo clérigo de la capilla de San Fernando, siempre entregado a sus inquietudes religiosas, nunca concedió demasiada importancia a esta colección de textos escritos por razones económicas que serían los que, a la larga, le preservarían del olvido. Las cartas de Blanco White no se publicarían en España hasta siglo y medio después de haber sido impresas en Londres. Cuando Menéndez Pelayo las leyó, aún no existía una traducción al castellano. La hipótesis menos novelesca, y la más aceptada por biógrafos y ensayistas, es que la heterodoxia religiosa y las opiniones políticas del autor contribuyeron a impedir su publicación entre los españoles. Decía Unamuno que el pueblo y sus dirigentes odian la verdad, cuando ésta no es grata, y que por eso la patria de todo español, digno de ese nombre, de todo hermano de don Quijote, no está donde los trepadores medran en la corte; está en el destierro. El pueblo, según Unamuno, quiere que lo adulen, lo diviertan y lo engañen. Es claro que la escritura de Blanco no se adapta a esta perspectiva. Sus cartas, amargas, emergen de lo más profundo y allí vuelven a hundirse.
El poeta sevillano excluye la épica de su escritura. A través de su mirada, el levantamiento madrileño del Dos de Mayo de 1808 no es algo grandioso, sino que se reduce a la percepción de un mirón despistado que no entiende nada de lo que está viviendo y que camina por las calles teñidas de sangre con el mismo extravío con que un jovenzuelo busca amor en los callejones. Después de haber leído los versos de Quintana o las novelas de Galdós, el lector espera una gran gesta, pero Blanco White, que ha contemplado los acontecimientos en directo, que aún recuerda el estupor y la imagen de algún cadáver abandonado en la calle, sólo ofrece un puñado de escenas sueltas, ínfimas, laterales. El Dos de Mayo visto desde la insignificancia personal, sin ninguna visión de conjunto, sin explicaciones. Unas veces su relato no consiste más que en calles grises y desiertas. Otras, tropieza con gente despavorida, que parece huir de un fuego de fusilería, o se encuentra con un puesto de soldados franceses, hostiles y jactanciosos. Nada más. El gran levantamiento popular es lo que no puede verse y que por lo tanto no se cuenta, como si el hecho histórico decisivo sólo existiera a posteriori, cuando se reconstruye y se convierte en una síntesis abstracta. El que vive un suceso sólo puede tener de él impresiones fugaces e incompletas, no puede aspirar a vivir y a comprender al mismo tiempo. Blanco vaga por las calles de Madrid como Fabricio, el personaje de Stendhal en La cartuja de Parrna, por los campos de Waterloo. La epopeya concluye sin que en apariencia haya pasado nada. El Dos de Mayo ha sido como un sueño.