Sobre la sangre escrita

Las palabras se mezclan, se embarran, son letras corridas, pero legibles todavía, un tumulto de borrones y de incendios, de gritos y retorcimientos y motines yuxtapuestos. Llaman a la hoguera, que gana fuegos. Los anarquistas salen a la calle. Huelgas. Motines. Guerrillas. El gobierno recurre a la Guardia Civil y al ejército y a las deportaciones. Su voz es la de Manuel Azaña. Una cosa, dice el jefe de Gobierno de la República, son las huelgas, los conflictos entre patronos y obreros, el cumplimiento o incumplimiento de las bases de trabajo pactadas, y otra muy distinta las ocupaciones de fábricas, el asalto de ayuntamientos, apoderarse de las centrales telefónicas o agredir a la fuerza pública. Él, ante una huelga general y pacífica, se cruza de brazos; ante las perturbaciones del orden, manda la fuerza militar:

Trágicas y grotescas, las intentonas anarquistas de los primeros años republicanos van liquidando la propia resistencia de la CNT y la FAI. En vísperas de la revolución de octubre de 1934, la Confederación estaba rota, desarticulada, sin órganos de expresión, retazos de lo que tan sólo años antes prometía ser una fuerza arrolladora, ochocientos mil afiliados. Tal y como escribía Peiró, también consciente del fracaso de los sindicatos de oposición, refugio de cenetistas descontentos, hablar de comunismo libertario en aquellos momentos resultaba tan utópico como el cielo o los jardines de Mahoma. Sumar esfuerzos, en vez de dividirlos. Conservar energías, en lugar de desgastarlas. Corregir el rumbo… de esto escribía de manera resuelta y escueta Juan Peiró al declinar 1935. «Las revoluciones se hacen sumando fuerzas, no dividiéndolas», y ésta, escribe, es la severa lección que tiene que asumir la grey faísta, cuyas renegridas batallas han desangrado la CNT, cuyas bravatas han puesto de manifiesto su incapacidad para abanderar una actuación social lógica, perseverante y tenaz.

Cuando las puertas a la unidad se abrieron al fin y, salvo los incondicionales de Pestaña, todos los principales militantes que habían abandonado la CNT regresaban, cuando estaban rehaciéndose las viejas huellas borradas, llegó el levantamiento militar. De la fuerza de la calle los anarcosindicalistas pasaron entonces a la fuerza de las armas. Lo que a finales de 1935 era debilidad, incertidumbre, volver a empezar, durante el bárbaro verano de 1936 se tornó fortaleza y frenesí revolucionarios. Luego, en el exilio, a sus protagonistas les dolerá no haber sabido aprovechar esta última y anhelada oportunidad. Barcelona fue su efímero reino en la tierra.

Morir por una religión es más sencillo que vivirla con plenitud. Batallar en Éfeso contra las fieras es quizá menos duro (miles de mártires oscuros lo hicieron) que ser Pablo, siervo de Jesucristo. Un acto es menos que todas las horas del hombre. La batalla y las balas encontradas en un atardecer son facilidades. Más ardua que la empresa de Buenaventura Durruti, que muere en el Madrid asediado de 1936, fue la de Juan Peiró, que con la guerra ve desbordada su estrategia sindical de consolidación gradual, en la retaguardia se enfrenta a la represión ciega e indiscriminada practicada por las patrullas anarquistas, y en el gobierno de Largo Caballero descubre la imposibilidad de su vieja aspiración revolucionaria.

Toda desventura requiere de paraísos perdidos. De paraísos perdidos hablarán en la posguerra los anarcosindicalistas, porque primero les fue deparada la gloria y después la derrota. En 1936 el levantamiento militar favoreció el ascenso fulminante de la CNT, tras las jornadas de julio dueña de Cataluña y la mitad oriental de Aragón. Hubo entonces en las calles un asombro y una exaltación de la sangre. Todo, en aquellos momentos, parecía distinto del pasado. Hasta el sabor de los sueños. La revolución y la guerra son dos cosas distintas, pero la mayoría de los dirigentes anarquistas creyeron que, además de triturar al enemigo militar, también podrían revolucionar la sociedad en la que vivían, saltar entre fusiles al reino de la libertad y hacer desaparecer el Estado y la Iglesia, la familia y la propiedad. Estaban equivocados. En la borrachera armada de comités de vigilancia, patrullas de control y puños en alto, entre el clamor de los milicianos y el vocerío de los cafés, esa mutación común es posible; no así en el gobierno, donde la sombra de los ejércitos franquistas que avanzan hacia Madrid exige orden, colaboración, políticas reales.

Lo que los anarquistas habían prometido se convirtió en desmoralización cuando la práctica falsificó la ideología, cuando alcanzado por fin el poder se encontraron con las interminables dificultades de la construcción. La incapacidad los atrapó en lo vacío del gesto: edificios adornados con banderas rojas y negras; iglesias saqueadas; tiendas y cafés colectivizados; el tú por el usted, el salud por el adiós… Larga marcha hacia el destierro, la guerra abrasa las fotografías, destripa las imágenes escritas en artículos o pronunciadas en discursos. Sus consecuencias son inmensas porque revela toda su carga de espejismos. Cuando por fin despiertan a la realidad (algunos), cuando ven que no están solos en la República amenazada, que están lejos de ser los señores incontestables del movimiento antifascista y mucho más lejos de ganar la guerra y la revolución por sí mismos, cuando comprenden que están comprimidos en una coalición con sus enemigos hereditarios y que la ruptura con el pasado es menor que lo que las apariencias dictan a George Orwell -«era la primera vez que estaba en una ciudad en la que la clase obrera ocupaba el poder»-, cuando por fin despiertan a la práctica de la política y empiezan a pensar en tácticas y disciplinas, ya han sido desplazados de los verdaderos centros de decisión.

Todos, faístas y sindicalistas, fueron rindiéndose al tiempo, pagando el tributo de quienes se consagran a la vana quimera de aspirar a ciudades inventadas y a mujeres forjadas no de carne sino de meras palabras. Tras el verano, los anarquistas ya están condenados a moverse en el drama español como actores de segunda fila. Juan Peiró, Federica Montseny, García Oliver y Juan López llegan al gobierno después de que los mejores asientos han sido ocupados. Entonces los principios que han mantenido durante toda su existencia se revuelven contra ellos. Largo Caballero enfrenta su retórica y extremismo revolucionarios al abrasador examen de la práctica; mayo de 1937 les confirma que el reino de la libertad está lejos, muy lejos, convirtiéndolos en fantasmas que caminan medio dormidos, golpeando los costados el peso de inútiles armas; 1939, que la utopía es el destierro, que el desterrado es el hombre utópico por excelencia que vive en la constante nostalgia de futuro.

Todas las memorias y testimonios posteriores a la guerra civil consideran la colaboración en el gobierno de Largo Caballero el mayor error histórico de la CNT. Cuando una revolución se deja desarmar ideológicamente y pasa a la defensiva, es que ha llegado el principio del fin. Otoño de 1936 fue la renuncia absoluta a los principios antipolíticos y revolucionarios. Fue el fin. O así al menos lo han recordado muchos de sus protagonistas, pues si la vida quedó cortada por la derrota, vacía de futuro, tuvieron en cambio todo el pasado para revivirlo y paladear sus sabores, y desandar el camino una y mil veces.

Juan Peiró mantenía una opinión muy diferente a finales de 1938. En un momento en que los ejércitos franquistas asedian Cataluña y en el que dentro de la CNT sólo se habla ya de la guerra, el viejo sindicalista escribía que la consecución del anarquismo, más que de sus principios, dependía de la historia y de las tácticas que se emplean para realizarlo. La naturaleza de la guerra impedía todo movimiento contra el Estado, «a menos de contraer la más enorme de las responsabilidades ante el mundo y ante nosotros mismos». Cuando la historia no se pone de acuerdo con el anarquismo, que sea el anarquismo el que se ponga de acuerdo con la historia.

Estas palabras podrían servirle de epitafio. Las palabras de un anarquista vencido ya de sí mismo y que quizá ya no cree en la derrota de Franco. Hay, sin embargo, una escena que funciona casi como una alegoría y que explica mejor al revolucionario fatigado que ha visto diluirse en llamas todas sus aspiraciones, que ha escrito, rebelándose, contra los crímenes de la retaguardia y al que ya sólo le queda la utopía del destierro.

En 1941, cuando ha caminado el exilio, camino odioso, peligrosísimo después de la invasión alemana de Francia, cuando ya ha sido detenido por los nazis y enviado a las cárceles de Franco, cuando está en prisión esperando la sentencia de muerte, Peiró recibe la visita de varios jefes del falangismo. Juan Gil Senís y Luis Gutiérrez Santamarina le ofrecen salvar la vida a cambio de su colaboración con el nacionalsindicalismo, lo que no debe extrañarle, ya que los falangistas de primera hora siempre habían admirado el anticomunismo anarquista de la CNT y la visión organizativa y nacional de sus líderes, con los que compartían antiparlamentarismo y fantasías revolucionarias. Estrafalarios o no, los jóvenes falangistas se acercaron al veterano sindicalista con su oferta: conversión y vida.

Ya no había tañido de esperanzas. Había callado el ruido de los camiones, el griterío de las milicias, el eco de los obuses, para dar paso al transcurso de las horas bajo cuyo imperceptible oleaje se sumerge el podría haber sido. Ya no había tampoco escapatorias y tal vez aquella mano podía librarle de una ejecución ya anunciada en su traslado a la cárcel de Valencia, donde había sido ministro. Tal vez, de aceptar esa mano también él, habría podido hallar refugio en el seno de Falange, como consiguieron muchos otros anarcosindicalistas que regresaron de Francia en 1941. Tal vez, de haber luchado contra sí mismo, de haberse obligado a vivir con otra casaca, habría podido construirse un futuro en medio del franquismo. Pero las posibilidades, además de infinitas, son gratuitas, porque Juan Peiró rechazó la oferta. Quizá porque resignarse a interpretar un papel que condenaba su pasado era incompatible con su carácter, quizá porque no quiso resignarse a dejar de ser lo que había sido, porque estaba en un callejón sin salida, contra el muro, y no tenía escape y sabía que a un hombre como él, y en la España que había ganado la guerra, después de lo que había sido y vivido y fantaseado, no le quedaba otra salida que entregarse por fin a las aguas, reconciliarse con la muerte y aguardar sin moverse el zarpazo del verdugo. Hay una reclusión y una renuncia y un abandono de todo menos de la paz consigo mismo que no están dictados por el orgullo ni la valentía sino por la coherencia. Desconocemos de qué hablaron o qué se dijeron el obrero Juan Peiró y el poeta Luis Gutiérrez Santamarina. No ignoramos la forma final de la respuesta que el anarquista dio al falangista, congelada en la escena que tiempo después, desde Venezuela, rescata su defensor militar.

Es julio de 1942. Los testimonios de religiosos, militares, jueces, empresarios y falangistas, recordatorio de las vidas que Peiró había salvado en tiempos de guerra, han resultado inútiles. También ha sido vana la comparecencia en el tribunal militar de Santamarina, que desafía a los jueces y hace casi un canto del reo: luchador íntegro, anarquista utópico, hombre honesto y valiente. La condena a muerte ya está escrita con su nombre en una lista mecanografiada de futuros muertos: burocrática y negra. Tiempo antes de ser fusilado, Peiró pasa unos minutos con su abogado. Cuando van a despedirse, el viejo sindicalista nota su desolación y le dice: «Váyase, no sufra. No ha podido hacer nada más…» Y con una terrible, calmosa indiferencia, añade: «No se preocupe. Me gano a mí mismo.»

Juan Peiró murió como los personajes de los cuentos de Jack London, entre los chacales y el frío, como aquel que tumbado contra el tronco de un árbol se dispone a entregar su vida al saberse condenado a una muerte por congelación en los paisajes helados de Alaska. Las palabras «Me gano a mí mismo», que al igual que las palabras de Maeztu frente a los fusiles milicianos («¡Vosotros no sabéis por qué me matáis, yo si sé por qué muero, porque vuestros hijos sean mejores que vosotros!»), pertenecen a la tradición oral y no retroceden ante la leyenda, recuerdan la frase final de London:

«Cuando hubo recobrado el aliento y el control, se sentó y recreó en su mente la concepción de afrontar la muerte con dignidad.» O mejor, recuerdan a un personaje de una novela de Baroja perdido en la historia. Tiempo después de su ejecución, el falangista y ministro de Trabajo José Girón diría: «Bien sabe Dios que hice todo lo posible para salvar a ese hombre, pero no fue posible.»

[Morir por una religión es más simple que vivirla con plenitud. Más aruda que la batalla de Buenaventura Durriti, que muere en el Madrid asediado de 1936, fue la de Juan Peiró, que con el estallido de la guerra civil ve desbordada su estrategia sindical, en la retaguardia se enfrenta a la represión ciega e indiscriminada practicada por los patrulleros del amanecer, y en el gobierno de Largo Caballero contempla el crepúsculo de su antigua aspiración revolucionaria. Su muerte ante el pelotón de fusilamiento franquista será la muerte de alguien que se sabe ya vencido. «He aquí nuestro lema: ¡Libertad!», cartel anarquista. Archivo de la Guerra Civil, Ministerio de Cultura, Salamanca.]

Los perdedores de la historia de España
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