Los conquistadores sin novela
Como el libro de Marco Polo en maravillas, la primera mitad de nuestro siglo XIX en sombras goyescas. Qué de hombres matándose en el silencio de su sordera, qué fiebre palabrera, qué desilusiones. Los ejércitos napoleónicos se retiran y los afrancesados se metamorfosean o mal mueren en tristes rincones. Los militares conspiran. Los políticos construyen sobre tropos. Liberales y realistas incendian el país y se incendian. Los aventureros y guerrilleros jinetean. Los curas se acuartelan. La historia se vuelve farsa. El saber, retórica o frustración. Larra se suicida. Donoso Cortés se vuelve reaccionario. Balmes fracasa. «Razón, justicia, buena fe -dice este último-: Éstas son las palabras que debe escribir el Gobierno en su bandera; éste es el polo que nunca debe perderse de vista y en seguida levantar velas con entera confianza y arrostrar los bramidos de las pasiones que se agitan en su torno.»
La historia del XX está escrita en nombres propios: Sarajevo, Verdún, Versalles, Madrid, Berlín, Stalingrado, Yalta, Hiroshima, Bandung… La historia del XIX, en lo que afecta a España, está redactada en el aire de lo abstracto, de lo retórico, de lo populoso sangriento y lo charlatán político. «Literatura, amigo Thompson. ¡Sueños!», que dice el barojiano Eugenio de Aviraneta, canalla y aventurero.
Hay, no obstante, otra historia. En medio de esta mascarada sangrienta que fue el siglo XIX español, en medio de esta feria de revoluciones, guerras civiles, pronunciamientos, constituciones, dispendios, fusilamientos, fiestas y tedéums, hay, no obstante, una historia que está por contar o por contar de otro modo, una historia significativa, aunque por entonces impotente. La historia del empresario industrial. Las andanzas de quienes construyen con hechos mientras otros lo hacen con frases huecas y sonoras. Hombres de levita y alto horno que durante este siglo, siglo del burgués conquistador, son todavía muy escasos en España, pero que, sin embargo, existen, sintonizan con la era industrial y los vocablos que documentan la revolución producida entre 1789 y 1848 (industria, industrial, fábrica, burguesía, capitalismo, ferrocarril…) y en cada fábrica que levantan dejan una voluntad, un recuerdo, un desafío. Hombres de negocios como Manuel Agustín Heredia, cuyas iniciativas empresariales en las tierras del sur le dieron fama de moderno y a la romántica Andalucía, un cuadro diferente del pintado por los viajeros Gautier y Washington Irving.
Tratadista y reformador social, buen conocedor del mundo industrial de la época, en 1845 Ramón de la Sagra podía escribir:
Los extranjeros que desembarcan en Málaga, si ignoran los adelantos introducidos por Manuel Agustín Heredia, deben desde luego formar una idea muy aventajada de la industria peninsular; y los españoles que por esta vía se ausenten de su patria, al ver descollar los obeliscos fabriles, pueden ya creerse en la frontera de las naciones industrializadas.
Cuatro años después, el inglés Thomas Debary anotaba en su cuaderno de viaje:
Un extranjero que desee familiarizarse con estas tierras notará seguramente cuando llegue a Málaga que ha dejado atrás la nación española. En Málaga encontrará, comparativamente, poco de las costumbres de Andalucía, verá más de una alta chimenea de rojos ladrillos, importación no muy poética de la laboriosa Inglaterra; si es inglés oirá con frecuencia hablar su propia lengua y no sólo en labios ingleses, sino también de españoles; percibirá, en suma, que el progreso ha puesto realmente pie en las orillas de España.
… La historia, en fin, de hombres de negocios como Heredia, de seco realismo y doble casaca, fríos a la charlatanería y a las pasiones de la política, que discrimina y que condena. Hombres que no tienen nada de poetas y utópicos, que no comprenden la ficción dramática si detrás no sienten la realidad, las cifras. Hombres desprovistos de otra moral que no sea la que conduzca al beneficio, sin melodramas de guerrillero ni melancolías de exilios, pero que quizá, y de una manera paradójica que los novelistas de aquel siglo y de comienzos del XX no supieron descubrir, fueron los más soñadores de entre nuestros soñadores decimonónicos. Viajar al pasado de sus fábricas, vagabundear las rutas de sus comercios, es contemplar el plano de un sueño. Leer su mirada y contar sus vidas, penetrar en un país que ignoramos, y desde 1830 en la sombra de una batalla que recorrerá los gobiernos hasta el aniquilado Cánovas del Castillo: librecambismo, proteccionismo.
El emprendedor Heredia, el imaginativo y audaz Heredia, así lo llaman los papeles de su tiempo, ¿pero quién fue en realidad este empresario elogiado por un escritor tan poco propenso al halago, de palabra afilada y crítica, como Ramón de la Sagra?
El único retrato que le ha sobrevivido, obra de un pintor inglés desconocido, nos muestra a un hombre de rostro soñador y vivaz, sereno y satisfecho de sí mismo, arrogante incluso. Imposible saber si está recordando o adelantándose a los acontecimientos. Lo que más sorprende son sus ojos. Han visto dos guerras civiles. Contemplan el futuro que, en parte, representamos nosotros, con una expresión irónica, con la mirada de los aventureros de antaño, que subían al cadalso con el mismo desprecio por quienes morían que por quienes los mataban. Tal vez consideran la rapidez con que se olvida todo, lo vano del carácter sombrío, que cada uno vale tanto como aquello en que se afana. Tal vez no ignoran que su reino triunfante ha de ver su ruina, o peor pesadilla, que después de su muerte y durante años vivirá sólo en eco, como en concha vacía vive el mar consumido. Como si dijeran: está cerca que tú te olvides de todo y también lo está que todos te olviden… También de este material, el olvido, están hechas las alabanzas.
Con frecuencia se habla de los sueños de la juventud, pero se ignoran demasiado sus cálculos. También son ensueños, y no menos alocados que los otros. La historia de la infancia y de la joven emigración de Heredia prueba que los soñó sin tregua y que las decisiones del espíritu y de la voluntad priman sobre las circunstancias. De él quizá se pueda decir lo mismo que el audaz secretario de Washington, el oscuro y trepador Alexander Hamilton, dijo de sí mismo:
«Mi ambición es poderosa… Desprecio la condición humillada de dependiente a la que me condena mi suerte y arriesgaría de buen grado mi vida, aunque no mi carácter, por ascender de posición.»
Heredia llegó a Málaga a la edad de quince años, inmerso en una corriente migratoria opuesta a la que recorrerá los campos de España a finales del siglo XIX: de norte a sur. Oriundo de La Rioja (nació en Rabanera de Cameros en 1786), huérfano a edad temprana, sin horizonte en una tierra cuya decadencia y despoblación se acentuaba por momentos, el ejemplo de algún pariente, paisano o amigo debió animarlo a trasladarse y buscar fortuna lejos de un hogar, por otra parte, desierto. Lo más importante, lo más urgente para el emigrante sin tierra que es ahora, es ascender, abrirse camino en el mundo, hallar un lugar donde hacer pie, no importa dónde, no importa cómo. Málaga. Una guerra… Comprender que el viento vuela bajo sus pies.
Las escasas y vagas noticias que se tienen de sus vagabundeos y primeras empresas en Málaga se deben a las memorias y papeles de su nieta, donde se lee que aprendió la técnica de los negocios en una casa de comercio, que impresionó a sus jefes y que del fondo de su espíritu brotaba un manantial de energía insatisfecha. Desconocemos si como Hamilton dijo: «Ojalá hubiera una guerra.» Lo cierto es que la hubo y que la guerra libró en él aquel manantial insatisfecho. Torbellino furioso que remueve el país entero, la invasión francesa fue el escenario donde se zafó de la garra que fija al individuo en el ambiente y lo inmoviliza y lo deforma (como una prensa de tornillo)… el bárbaro escenario que le decidió a algo aventurero y fuerte como un pájaro de presa.
Heredia quizá no había leído a Plutarco, pero sabía que las guerras son para el comerciante un riesgo y una atracción a la que no puede sustraerse, un magnífico telón con hermosas perspectivas, detrás del cual se puede medrar rápidamente y hacer fortuna. Y tenía que medrar. Tenía que hacer fortuna. Todo lo que hemos visto en los grabados de Goya, hombres con las tripas al aire, con los sesos fuera, el espectáculo de ahorcar, fusilar, acuchillar… todo lo que vemos en los cuadros del pintor aragonés compone el coro trágico sobre el cual Heredia levanta su fortuna. Tiempos duros para la mayoría de la población, él, que ha llegado a Málaga pertrechado como un sarraceno, con otro lenguaje, otro principio de acción, otra concepción del mundo, logró hacer compatible la lucha contra los franceses y la práctica del comercio. Los biógrafos siguen sus pasos por tierras de Gibraltar y Málaga. Tras la ocupación francesa, Heredia se mueve de un lado a otro de esta frontera, por lugares donde los guerrilleros de la serranía de Ronda reciben suministros. En 1808 ha abierto un establecimiento en Gibraltar, cuyo contrabando de mercancías y tráfico de noticias crece con la guerra y la llegada de exiliados. Ha obtenido, además, varios permisos del general Ballesteros para extraer grafito de las minas de Estepona y Marbella. Todo lo demás es nebuloso. Hay quien le ve de soldado en el ejército de Ballesteros y tomando parte en las luchas contra el invasor. Hay quien le imagina guerrillero y conspirador. Dos son las hipótesis que el historiador Cristóbal García Montoro plantea respecto a sus travesías durante estos años de llamas. La primera se pregunta si no sería Heredia uno de los abastecedores de las guerrillas serranas y de las tropas que lucharon en el sur contra el francés. Lo cual podría explicar los generosos permisos para exportar el grafito de Marbella. La segunda inquiere si no estaría Heredia vinculado a alguna de las logias masónicas de Sevilla, Cádiz o Gibraltar. Las sospechas, dice el investigador, parecen fundadas: relaciones con los ingleses, negocios en Gibraltar, amistad con Ballesteros, de filiación masónica probada…
Quién fue Heredia entonces, qué cálculos imaginó y lo condujeron al lado «patriota» cuando la mayoría de los comerciantes malagueños colaboraron con los generales franceses, nadie lo sabe, y probablemente, nadie lo sabrá jamás. Que éste es un período roído por el misterio, los rastros inútiles, es innegable. Tampoco se necesita ser ocultista para advertir su interés en mantener esta parte de su vida en el secreto. En aquel tiempo criminal y fanatizado, en el que Heredia descubre que basta alargar la mano para coger el sustento de hoy y de mañana, y Goya, liberal afrancesado, que al pintar también él se convierte en asesino (con los invasores fusila, despedaza, viola; con los invadidos ejecuta al hacha, a la piedra, a la pica), es verosímil suponer que el audaz y discreto comerciante se negara a poner en placa bruñida sus aventuras. De sus empresas durante la guerra, sólo conservará o fingirá conservar un vago recuerdo, casi siempre confuso, como el curioso y a veces fantástico relato que escribe mucho tiempo después su nieta:
En el año 1812 quiso el Sr. Heredia ir a Marbella para algo de la mina de hierro que había comprado, y como fuese a caballo y en aquel tiempo no había carreteras sino sólo veredas, en un caballo alquilado fue hacia allá, y en los montes topó con una partida de voluntarios españoles que allí andaban buscando franceses con quienes luchar. Lo detuvieron. Él dijo a lo que iba, y el jefe le dijo: «Hombre, siendo usted joven debía quedarse con nosotros hasta que no quede un francés por aquí.» Y se quedó con ellos. Pero pasaron días y no encontraban franceses… Un día el jefe -con quien siempre comía- le dijo misteriosamente que acababa de recibir noticias de Madrid, con la alegría natural le participaban que los últimos franceses repasarían los Pirineos al día siguiente, y mi abuelo le pidió permiso para regresar a su casa. Él se lo dio y el abuelo llegó a su casa al siguiente día. Entró y desde el patio llamó a su mujer y él le dijo: «Voy a dejar en la cuadra el caballo; prepárame el almuerzo.» Dejó el caballo y encargó que una hora después le llevasen otro fresco. Luego almorzó y después dijo a su mujer que tenía que ir a Vélez-Málaga. Fue, y como todo comercio por la guerra estaba muerto pudo comprar baratísimos todos los frutos que allí se crían. Durmió en la posada y al siguiente día por el camino los conocidos que encontraba le daban la buena noticia de haberse acabado la guerra y él había hecho un negocio excelente por su discreción…
Leyendas, relatos familiares que fluyen como ríos, recuerdos que ocultan más que revelan, voces que colaboran con la niebla, informaciones fragmentarias, hipótesis, conjeturas… una sola cosa es cierta. Heredia se enriqueció durante los turbulentos años de la guerra de Independencia extrayendo grafito de la serranía de Ronda. La suya tampoco fue la única fortuna del siglo XIX construida tras un telón de batallas. Los Rothschild tuvieron las campañas de Napoleón. Rockefeller y Carnegie tendrán las de la Secesión norteamericana.