La rosa de fuego
La moderna e industrial Barcelona, la ciudad más bulliciosa y caótica de la España de la Restauración, la urbe cosmopolita de Santiago Rusiñol y el joven Picasso, es el digno teatro de esta historia, o del comienzo de esta historia. Toda ciudad escrita es un espejismo o un recuerdo. La Barcelona en la que nace Juan Peiró en 1887, que abandonará por Badalona en 1908 y a la que regresará leído y anarquizado en múltiples ocasiones, ya sólo existe en las páginas de viejas lecturas, de las fotografías y mapas en sepia.
Toda la ciudad finisecular puede imaginarse de una vez en los planos anteriores a las reformas de 1929, próxima y múltiple, como distante en la suave claridad del alba. Tiene un centro pero no tiene fin. Los barrios, calles, callejuelas, paseos, edificios, parques, descampados y plazas conforman el frenético universo de los numerosos ismos que allí se arremolinan desde finales del siglo XIX: el tradicionalismo de la ciudad clerical, el modernismo de la ciudad cosmopolita y bohemia, el catalanismo de la ciudad de la renaixença, el capitalismo de la ciudad industrial, el nacionalismo de la ciudad nostálgica, el anarquismo y sindicalismo de la ciudad proletaria, el republicanismo anticlerical de la ciudad lerruoxista, el federalismo de la ciudad… Los actores del drama barcelonés son legión. Los del drama de Peiró habitan el envés de la conservadora y dinámica Barcelona burguesa cuyo escenario embellecen Gaudí, Doménech i Montaner, o Puig i Cadafalch. Es la Barcelona obrera, la Barcelona de las huelgas, manifestaciones y motines, la ciudad atravesada de atentados, bombas, barricadas y represiones militares, la urbe de Salvador Seguí, Ángel Pestaña y Teresa Claramunt, la urbe de la CNT, que tuvo aquí su feudo natural, y que aquí creó su leyenda.
Cuando se consume el siglo XIX, Barcelona es una ciudad dividida, por un lado la urbe antigua y el Ensanche, donde se concentran los profesionales liberales y el comercio, los contribuyentes por propiedad urbana e industrial y las grandes fortunas; por otro, los suburbios, que incluyen la Barceloneta, Pueblo Nuevo, el Clot, San Martín de Provençals, San Andrés, Hostafrancs, las Corts de Sarriá, donde crece la estirpe amarillenta del proletariado industrial y donde se acumulan la miseria, el analfabetismo y las muertes por cólera, tifus, tuberculosis o fiebre amarilla.
Como en las fábricas de Dickens, las fábricas en las que trabajan los hombres y mujeres de estos suburbios también son sucias y crueles. Cuando Peiró abre los ojos al mundo en 1887, el dinamismo industrial de Barcelona se debe a un conjunto disperso de pequeñas factorías y talleres cuya supervivencia se basa en la sobreexplotación de la mano de obra. Hacinados, los obreros se extenúan en locales oscuros y sin ventilación, encorvados bajo viejas máquinas que a veces los aferran y no les dejan marchar, y en medio de un ruido ensordecedor, constante. La experiencia los ha hecho sabios, y les ha enseñado a no confiar en la piedad. Las jornadas de trabajo parecen infinitas.
A la larga jornada laboral que sufre no sólo el padre de familia, sino por regla general también su mujer y a veces algunos de sus hijos, se suma la angostura de los sueldos, insuficientes para hacer frente a las necesidades básicas. Vicens Vives, que ha estudiado los salarios de Barcelona a comienzos del XX, escribe:
… quedaban pocos cuartos para atender las necesidades de indumentaria y habitación. No comer carne más que en las fiestas señaladas, ayudarse con el trabajo de la mujer y de los hijos, malvivir en un rincón de un piso realquilado, tales parecen ser las condiciones con que se cierra el ochocientos para el obrero de Cataluña. Y si los negocios van mal, entonces sobrevienen el paro forzoso y la miseria.
La mirada de estos obreros, fatigada y manoseada por la indulgencia hipócrita o el despotismo brutal y arbitrario del patrón, la mirada de estos hombres y mujeres intelectualmente simples, analfabetos en su mayoría y procedentes de las áridas provincias de Murcia y Almería en su mitad, queda cautivada por la esperanza anarquista, que pronto agregan a sus vidas. Su fe es la fe de la revolución, que ven como batalla y luego como paraíso donde todos tengan lo mismo, en lugar de que unos pocos tengan casi todo, y los demás nada. Con los Federico Urales y los Anselmo Lorenzo cantan ¡viva la anarquía! y ¡muerte a los explotadores! El Paralelo, colmena de cafés, cabarés, teatros de variedades, prostíbulos y cinematógrafos, les sirve de Jordán. Lugares como el café Español, en parte terraza, en parte penumbroso interior, son las extensiones naturales de una calle que conquistan durante la huelga general de 1902 y la Semana Trágica de 1909. Temas como la emancipación de las clases trabajadoras y los modos de alcanzarla son discutidos allí con ira y desesperación.
En los cafés y cabarés del Paralelo viven y vagabundean también los informadores de la policía, atentos a los movimientos de la pueblada anarquista, a los gestos y voces de los sindicalistas que en 1911 van a fundar la CNT y mantener en esta aventura un orgullo: el de los hombres y mujeres que huelen a suburbio y a fábrica, el de los hombres y mujeres que tienen hambre de ilustración, de violencias, de mañanas. Juan Peiró fue uno de ellos.
La epopeya anarcosindicalista de comienzos del siglo XX define la historia personal de Juan Peiró; su vida es muy similar a la de cualquier otro militante obrero contemporáneo suyo, tanto en los avatares externos (miserias, cárceles, penumbras, exilios…) como en sus vivencias interiores (entrega, dudas, convicciones, desengaños…). Hombre de organización, lo fue también de acción y aguantó el tipo cuando los pistoleros lo perseguían para darle muerte. Hombre de fábrica, fue un periodista sin estilo fluido y de lenguaje enjuto, pero con aliento suficiente para decir en el papel lo que pensaba y quería expresar. La novelería del movimiento libertario español, que prefiere dar brillo a hombres violentos y espartanos como Durruti, le ha dejado derivar hacia el olvido. Lejos de los héroes populares tocados por las gloriosas jornadas de 1936, Juan Peiró no fue un audaz utopista ni un periodista romántico, no fue un aventurero ni se llenó la retina con fórmulas teóricas del siglo XIX. Contra los que en el albor de la Segunda República gritan («¿que las fábricas se cierran?, pues apoderémonos de ellas; ¿que los campos están yermos y desiertos y en poder de los latifundistas?, pues hagamos igual que con las fábricas; ¿que alguien se opone pretendiendo hacernos la vida imposible?, destruyámoslo sin consideraciones»), contra los que fantasean («teniendo, pues, en un régimen anarquista los medios de vida garantizados, ¿qué necesidad tenemos del dinero?; no teniendo necesidad de quitar nada a nadie, ¿qué interés tenemos en mantener ejércitos de soldados y policías?; desaparecidas por completo las clases sociales, ¿qué necesidad tenemos del Estado y de la Iglesia?») él, viajado en la lectura de los sindicalistas franceses, escribe:
Es una ingenuidad, algo que hace reír y llorar a la vez, el creer que un plan insurreccional consiste en la consigna de tomar posesión de la tierra, fábricas, talleres y demás centros de producción y tráfico… ¿Quién de los revolucionarios a ultranza ha hablado de cómo habrá de organizarse, nada más que en principio, el conjunto de la vida social en España al estallar la revolución y, sobre todo, después de destruido el sistema capitalista?
Juan Peiró tenía el anarquismo en sus venas, pero, frente a la épica insurreccional del anarquista ortodoxo, defendió una organización obrera amueblada y disciplinada. Lo suyo fue trabajar para que llegada la hora de la revolución, que según su visión del mundo llegaría, que fatalmente debía surgir, el obrero estuviese formado y preparado. La gran tarea de estructurar la CNT, de dotarla de un cuerpo teórico a través de discusiones interminables, artículos, correspondencias e informes minuciosos, completa su principal aventura.
La prehistoria de este oscuro trabajo que debe realizarse al final de largas jornadas laborales y que supone a la vez construir un universo y un refugio frente a la hostilidad del mundo, está, en el caso de Peiró, en su propia experiencia. La infancia de finales del siglo XIX era más amarga y solitaria, más mísera y paupérrima que hoy. Hijo de un carretero del puerto de Barcelona, a los ocho años Juan Peiró entró a trabajar en una fábrica de vidrio, en el barrio de Sants. «En aquellos tiempos -anota un viejo amigo de la infancia- este trabajo era realmente una infamia para los niños, a los que veías moverse entre oscuridades y fuegos cegadores… allí dentro los pobres aprendices eran vapuleados a gritos por mayores desaprensivos.» Otro buen testimonio de esa educación es el que suministra un militante libertario que también vivió la experiencia de aprendiz en una fábrica de vidrio. Cuenta que los principiantes trabajaban de cinco de la mañana a siete de la tarde y que al salir, para completar la diversión del día, organizaban guerras a pedradas con compañeros de infortunio de otras fábricas o talleres:
«Los trabajadores -dice- éramos como bestias… sólo nos habían educado para la violencia.»
Jamás fue Peiró un revolucionario profesional. Toda su vida puede escribirse o leerse como un encuentro con la víctima social, con los desposeídos, porque él mismo es una novela social. Toda su vida trabajó con sus manos. La fábrica de vidrio, fragua de las enfermedades asmáticas que padeció con la edad, retrata a Peiró tanto o más que la figura del obrero consciente, que organiza y socorre. Llegó a ser director de Solidaridad Obrera, secretario general de la CNT y ministro en el gobierno de Largo Caballero, pero hasta 1908, cuando ya reside en Badalona y da comienzo a su militancia rebelde, la existencia de Peiró es la de un típico proletario barcelonés de finales del siglo XIX. Triste, esclava, provinciana, analfabeta, oscura. En 1908 interviene por primera vez en una huelga. Un año después le detienen y encarcelan. Como tantos otros militantes obreros de su tiempo, de sus múltiples estancias en la cárcel hizo escuela, universidad y gabinete. «La cárcel -recuerda Federica Montseny- era para muchos el único lugar donde podía leerse con provecho.» Y si de algo no hay duda es de que el autodidacta Juan Peiró leyó mucho, y con avidez. Leyó desordenada y compulsivamente, como todo aquel que siente pasión por cuanto huele a ilustración. Leyó cuanto cayó en sus manos, cuanto se filtró en las cárceles por las que pasó y encontró en las bibliotecas de las gentes que conoció, páginas de historia, economía, sociología, literatura, gramática, folletines, revistas obreras… con las que trabajó sus ideas y navegó por la Cataluña convulsionada de la preguerra y la guerra civil.
Hay una relación entre la lectura y la realidad, pero también hay una conexión entre la lectura y los sueños, y en ese doble vínculo muchos anarquistas han tramado su historia. La lectura se opone a un mundo hostil, como los horizontes o los recuerdos de una vida que no se alcanza. Después de los veintidós años, edad en la que conquista el abecedario, la lectura acompañó a Peiró igual que el asma: signos de identidad, signos de diferencia.