Capítulo II

ImagenO estaba entre los que presenciamos la muerte de tu padre, Pat. Fue un verdadero valiente y replicó a las amenazas de Steel con valerosa entereza. Lo mató en defensa propia, es verdad, pero no debió jamás maltratar a un hombre de sus años por granjearse la admiración de los parroquianos de «La Herradura». Lo siento de veras. Conocí a tu padre cuando arribamos a esta parte del Utah y combatimos mano a mano contra los navajos, los sioux y los delawares, defendiendo las vidas de muchos emigrantes indefensos. Te aseguro que hubiese salido en su defensa, pero aquello hubiera evitado el que ahora estuviera informándote con todo detalle. Mi muerte era segura si cometía aquella estupidez. ¿No lo crees tú así?

—Llevas razón, Bowles. Te hubiesen matado sin consideración alguna. Ahora ya no queda remedio alguno. Tendremos que largarnos de esta región maldita y buscar trabajo en algún rancho donde quieran darnos un plato de comida a cuenta de nuestros servicios.

—¿Ausentarnos de aquí?

—¿Por qué no?

—Yo no lo haría jamás, Pat. Tienes un deber ineludible que cumplir, tienes la obligación de vengar a tu padre y de defender el filón que tantas privaciones le costó arrancar a la tierra.

—Quizás lleves razón, pero… ¿has tenido en cuenta que Bessie es la sobrina de Lew Steel?

—¿La sobrina? Estás equivocado. Oí cómo mi buen amigo Harvey le recriminaba por haber participado en la muerte del padre de esa jovencita. Creo que el propio Steel robó y asesinó a ese hombre, quedándose con la muchacha. Debe haber algún misterio oculto en las vidas de esos truhanes que conciernen principalmente a Bessie Larrigan. Si el impedimento que encuentras para luchar contra Lew es tu prometida, puedes apartarlo de tu imaginación. Sólo conseguirás hacer una obra de caridad quitándolo de en medio. Lew se llamó en tiempo Kit Arizona.

—¿El ladrón de ganado?

—Tú lo has dicho. Ese hombre tiene pendiente una deuda con la sociedad y debe pagarla con creces. Por esto es por lo que no quiero que te marches de aquí y cumplas con tu obligación.

Pat permaneció silencioso unos minutos. Las palabras de aquel individuo comenzaban a aguijonearle demasiado. Bowles le miraba ansiosamente, como esperando una última decisión y, por último, le oyó decir:

—Iremos a hacer una visita al filón. Si es verdad todo cuanto acabas de comunicarme, Lew encontrará al fin las hormas de sus zapatos. ¿Estás dispuesto a luchar a mi lado?

—No espero otra cosa. Puedes contar con mi ayuda incondicional para todo.

—En ese caso, prepara los caballos. Quiero estar antes del anochecer en la mina y comenzar lo que mi padre dejó en la mitad cuando lo asesinaron.

Bowles salió de la cabaña. Minutos más tarde regresaba con los corceles de la brida y ambos amigos saltaron a las sillas. En las facciones del viejo se advertían huellas de indeleble alegría.

La lucha contra los bandidos iba a comenzar.

* * *

El Desfiladero del Búho Negro ofrecía un imponente aspecto. Los enormes macizos rocosos se elevaban a bastantes metros de altura desde la base, de los Wahsatch, para prolongarse la cadena de basalto a medida que la cordillera ascendía hacia la parte norte del Estado. Ingentes bosques de coníferas dificultaban notablemente el avance de los caminantes, abriéndose la tierra a uno y otro lado de los angostos senderos en profundos barrancos de insondables simas.

Dos jinetes se detuvieron hacia el repecho occidental de las montañas. Durante unos minutos estuvieron examinando minuciosamente los alrededores para orientarse con exactitud en la dirección que más les convenía seguir y por último se internaron entre los enormes picos agudos de las moles de granito. Por espacio de más de dos horas caminaron sin descanso alguno, al cabo de las cuales se detuvieron nuevamente.

—¿Hemos llegado? —exclamó el viejo Bowles mirando a su compañero con insistencia.

—Aún no. Unas dos millas nos separan del desfiladero. Fíjate en la doble cerca de alambres espinosos tendida por los secuaces de Steel. Más al oeste la cruzaremos para dirigirnos en línea recta al lugar donde está enclavado el filón aurífero.

—Lew tendrá a algunos de sus compinches por los alrededores. Le oí decir a ese granuja que debían inspeccionar detenidamente los contornos de la mina, con orden de disparar sobre el primer intruso que se aventurara a dejarse ver demasiado.

—Los cogeremos por sorpresa.

—¿Crees que no nos descubrirán antes?

—No lo creo. El radio de acción de esos forajidos debe estar sólo y exclusivamente limitado a media milla en redondo. Cuando hayamos alcanzado esa distancia, dejaremos los caballos para proseguir a pie. ¿Has comprobado si tus revólveres salen con precisión de las pistoleras?

—No te preocupes. Aún conservo algo de aquella maestría que me hacía aparecer como uno de los mejores líderes del revólver. Qué tiempos aquéllos, Pat. Si hubiera tenido la misma destreza que entonces, puedes estar seguro que no hubieran matado a tu padre.

Harvey no respondió. Había puesto en movimiento a su cabalgadura y avanzaba a buen paso por entre el enorme laberinto geológico, seguido a duras penas por su inseparable compañero de aventuras.

El sol comenzaba a ocultarse lentamente por detrás de las montañas, cuando Pat ordenó hacer alto. Colocó su caballo a la altura del de su amigo y señalándole con el dedo hacia un sitio determinado, dijo:

—Allá, en la terminación de aquella vaguada que se ve a la derecha, está el yacimiento. Mejor será que nos acerquemos a él con cuidado, si es que no queremos que nos salten los sesos de un balazo. Ata los caballos a cualquier arbusto y sígueme. El tiempo apremia.

Los dos hombres avanzaron cautelosamente por la ladera de la montaña. La sorprendente altura de los matorrales les servía notablemente para ocultarse a las miradas ajenas, y en cambio ellos divisaban con toda tranquilidad la situación del filón.

Un cuarto de hora, tardaron en salvar la distancia que los separaba de la vaguada. Detrás de un grupo de peñascos estuvieron examinando los alrededores, sin que sus agudas miradas descubrieran nada anormal que mereciera la pena de tenerse en cuenta.

De repente, el viejo tocó en el hombro a su compañero y exclamó sordamente:

—¡Ahí los tenemos, Pat!

—¿Dónde?

—Míralos junto a aquel grupo de árboles. Deben estar descansando, después de haber trabajado gran parte del día.

—Acerquémonos.

Sigilosamente, fueron aproximándose a ellos. Ahora los veían con toda claridad, echados de espaldas contra el talud de la boca de la mina. Debían hallarse enfrascados en una conversación bastante interesante, puesto que ninguno se dio cuenta de la presencia de los intrusos. Eran ocho. Fumaban nerviosamente sus mugrientas pipas de cerezo, a las que arrancaban densas bocanadas de humo azulado que se evaporaba rápidamente en el espacio. Cerca del grupo estaban los caballos ensillados aún, como aguardando a que sus dueños se dispusieran a emprender la retirada hacia Fillmore.

Pat y Bowles se detuvieron una vez más, tan cerca, que oían con todo detalle la conversación de los bandidos.

—No estoy conforme con lo que Lew se propone —decía uno, pasándose la mano por la barba—. Después de los días de trabajo que llevamos, quiere a toda costa vender el filón a una Compañía de Minas del Estado de Colorado. Estoy viendo que nos va a tapar la boca con un mísero puñado de dólares, mientras él se queda con la mayor parte.

—¿Pero qué me dices de Taylor, Garson y Perkins? ¿Crees que ellos se conformarán con lo que Steel disponga?

—Son lobos de la misma madriguera. Se necesita ser ingenuos para creer que los tres sujetos de más confianza del patrón van a recibir el mismo producto que nosotros de esa venta. Por lo que respecta a Perry Garson, ya tiene en sus manos a la muchacha. Lew no sabía qué hacer con ella y se la endosará a su lugarteniente.

—No lo creo. Bessie no quiere a Garson ni pintado. En cierta ocasión le oí decir que le odiaba con toda su alma. Ella quiere al hijo de ese estúpido buscador de oro que Steel mató en «La Herradura».

—Quizá lleves razón, pero Harvey llevará el mismo camino que su padre si se interpone en nuestro camino e intenta reclamar este yacimiento. Lew quiere quitárselo de encima. No está tranquilo con que viva ese muchacho, sabiendo que él fue quien suprimió a Charles.

—Tengo entendido que no será capaz de decir esta boca es mía. Tiene fama de apocado en la comarca y no creo que intente jugarse la piel con hombres duchos en el manejo de los revólveres, como nosotros. Lo más fácil es que se ausente de la región para siempre.

—Si no lo hiciera, estaría muy gustoso de ajustarle las cuentas. Tengo ganas de darle gusto al dedo y agotar los cargadores sobre un petimetre de su calaña.

Una sonora carcajada acogió las manifestaciones del primero que había hablado. Ésta no se prolongó mucho. Súbitamente dos hombres saltaron desde el borde del talud y quedaron de pie frente a los rufianes.

Las manos de aquellos pistoleros asalariados se corrieron hacia las fundas de las pistolas, pero la voz ronca y amenazadora de Pat los detuvo en seco.

—Yo no haría eso, muchachos, Es un suicidio exponerse a recibir un balazo en la frente. Levantad los brazos y dejad quietas las armas. Es una orden que puede costaros una fosa profunda.

Los secuaces de Lew se miraron extrañados. El mismo que había asegurado la poca valentía del hijo del buscador de oro creía estar dominado por una alucinación. Rechinó los dientes con fuerza inaudita y exclamó con acento terrible:

—¡Esto te costará caro, amigo! Mejor será que te largues de aquí para siempre, antes de que acordemos colgarte de la rama de un pino.

—Pruébalo, si es que te quedan arrestos para cumplir la amenaza. He oído las palabras que has pronunciado en contra mía y quiero darte la ocasión de que limpies los cañones de las pistolas. Bowles, encárgate de que ninguno de esos pajarracos, disparen por la espalda. Voy a demostrarles que el ser un hombre honrado no quita el que también se sepa manejar los 45. Desármalos a todos, menos a ése.

El viejo obedeció. Vigilados estrechamente por la aguda mirada del vaquero, los bandidos no opusieron resistencia. Las pistolas fueron arrancadas de las fundas y arrojadas en uno de los rincones del enorme barranco que formaba la entrada del yacimiento, mientras el que había tomado la voz cantante continuaba en posesión de las suyas.

—¡Retírate de ahí! —ordenó Harvey, secamente—. Voy a concederte el privilegio que no merece una alimaña de tu clase, pero has de tener en cuenta una cosa, si demoras la ligereza en sacar, bien puedes ir encomendando tu alma al diablo, porque te mataré como a un perro.

El bandido no despegó los labios. Solamente dibujó en ellos una sarcástica sonrisa, mezcla de odio profundo y de superioridad manifiesta. Estaba conceptuado como uno de los mejores gun-men de Fillmore y su comarca. No le arredraba la idea de enfrentarse a un novato como aquél, que galleaba en sus narices.

Los demás también sonreían. Estaban firmemente convencidos de que su compañero lo liquidaría sin gran esfuerzo.

—Bowles, tú te encargarás de contar. En el instante en que digas «tres», haremos fuego. Creo que este renegado no pondrá ningún impedimento. La lucha no puede ser más leal y estoy por asegurar que si fuera al contrario nos hubieran asesinado sin meditarlo mucho tiempo.

—¡Acepto el reto! —vociferó el forajido secamente—. Lo que no me agrada son tantos preámbulos para enviarte al infierno. Estoy acostumbrado a no usar esa etiqueta y a emplear las pistolas cara a cara, como saben hacerlo los hombres que son dignos de llevar ese nombre.

—¡Uno! —exclamó el viejo con voz tajante.

Un silencio sepulcral siguió a esta siniestra palabra.

A la luz difusa del crepúsculo vespertino, los dos hombres se observaban mutuamente, como si quisieran con las pupilas adivinar los múltiples pensamientos que circulaban por sus imaginaciones calenturientas.

Pat parecía haberse transformado a los ojos de aquellos renegados. El que días antes pareciera un muchacho sin espíritu, apocado, completamente inepto para arrostrar un peligro de tales trascendencias, se acababa de revelar como un sujeto bragado y hecho a los mayores reveses de la fortuna. El pistolero tenía ante sí a un enemigo de cuidado.

—¡Dos! —masculló sordamente Bowles, sin dejar de apuntar con las pistolas a los siete restantes.

Las retinas del rufián brillaron diabólicamente. Los músculos se contrajeron en un rictus de nerviosismo a duras penas contenido. Una dura batalla se libraba en el interior de aquel hombre, quien acababa de borrar de sus facciones la ironía que momentos antes lo había iluminado. Quizás acababa de comprender que se había equivocado de camino. Un cúmulo de pensamientos trágicos cruzó por su mente. Una sensación misteriosa debió sacudir su férrea constitución física, puesto que sin esperar a que el amigo de Harvey contara el final de la terrible prueba, oprimió las culatas de las armas, rechinando los dientes con siniestro crujido.

Pat clavó las rodillas en tierra. Las dos balas que partieron de los colts del bandido pasáronle rozando las mejillas. Varias detonaciones más rompieron el fúnebre silencio reinante. Los secuaces del dueño del bar de «La Herradura» percibieron un grito de agonía tenebroso. El forajido acababa de soltar las pistolas y se tambaleaba como un ebrio, pronto a desplomarse sobre el terroso pavimento del filón.

Todavía tuvo fuerzas para arrojarse sobre su contrincante, en alto él afilado cuchillo de monte. Harvey saltó hacia un lado con la agilidad de una ardilla y apretó de nuevo los gatillos.

Aquella vez las balas se clavaron en la frente del rufián. Sus labios secos e hinchados se entreabrieron lentamente y por ellos afluyó un vómito de sangre que salpicó las botas de montar del caballista.

Con un ronquido espeluznante, el truhan rodó como una bola.

Los demás estaban consternados. No recordaban haber visto en sus vidas a un individuo disparar de la forma que Pat lo acababa de hacer, derribando sin vida a uno de los más famosos líderes del revólver.

Harvey se volvió hacia ellos. En sus ojos brillaba una llama de furor incontenible.

—¡Fuera de aquí! —ordenó con voz potente—. Si alguno de vosotros desea seguir el mismo camino que ese desgraciado, volved a pisar de nuevo esta mina. Podéis decirle a vuestro jefe que iré a buscarle esta noche en «La Herradura», y que no descansaré hasta haberlo desenmascarado.

Los bandidos obedecieron sin rechistar. Bowles y el caballista los vieron alejarse a galope tendido hacia Fillmore, hundiendo las espuelas en los ijares de sus cabalgaduras. Minutos más tarde desaparecían en la distancia, bordeando las laderas escarpadas de la imponente cordillera que limitaba al este la comarca. Pat estaba seguro de que aquellos no volverían de nuevo, pero aún le quedaba lo más peligroso del todo. Tres nombres bailaban en su imaginación, tratando de retenerlos grabados en ella. Lew Steel, Perry Garson, Bud Taylor y Perkins, se enterarían a su tiempo de que la horca representaba su destino.

 

Imagen