Capítulo VI

UN HOMBRE ATRIBULADO

ImagenL día siguiente, Lex, sin preocuparse mucho de Steward, pero sin confiarse tampoco por si surgía cobardemente, se encaminó a la cabaña de Maureen. Con el pretexto de saber cómo se encontraba su hermano, quería charlar un rato con ella y darle la pequeña satisfacción de contarla su entrevista con el agresivo deudor.

Maureen, como si adivinase que él iba a llegar, se encontraba junto a la empalizada regando su pequeña huerta. Se movía con energía y gracia y Lex, desde lejos, avanzó admirándola y sintiéndose complacido de su carácter.

Cuando ella le descubrió dejó la regadera y se irguió sonriéndole. Lex avanzó su caballo, lo detuvo junto a la cerca y saludó:

—Buenos días, señorita.

—Buenos días, señor Cuburn.

—¿Cómo está su hermano?

—Bastante bien dentro de la paliza que recibió. Sombrío porque no se consuela del ridículo que corrió siendo aplastado delante de su novia y muy agradecido a usted por la ayuda que le prestó.

—No debe apurarse. Yo hablé con la muchacha y no tiene resentimiento contra él, al contrario, sabe lo salvaje que es su enemigo y no ignora que a muchos más duros les hubiese tratado igual.

—Es posible, pero yo me pongo en su caso y sentiría el mismo sentimiento de rabia e impotencia. Es algo que se lleva en el alma y no puede uno desprenderse de ello.

—Quizá tenga usted razón, pero a todos nos llega la hora de tener que inclinar la cabeza ante una situación humillante.

—Menos a Steward.

—¿Y por qué a él no?

—No sé, quizá porque no sea fácil encontrar quien se arriesgue a enfrentarse con él.

—Pues siento desmentir sus creencias, pero puedo afirmar que al menos por una vez Steward ha sufrido los efectos de lo que él hizo sufrir a muchos varias veces.

—¿Qué quiere decir?

—Que a estas horas debe estar en cama con la frente abierta de un contundente golpe con un pesado vaso.

—¿Quiere decir que usted…?

—Pues sí. Yo no busqué la pelea, ésta es la verdad y en realidad tampoco la hubo. Al parecer el juez le citó para conminarle al pago de la deuda y se molestó tanto que me buscó citándome en una taberna para discutir el caso. Me dijo que no estaba dispuesto a pagar y yo le dije que esperaría los días que marca la ley y que después me pagaría de una manera o de otra. Pretendió sorprenderme echando mano al revólver, pero me adelanté inmovilizando su acción y en última instancia pretendió apelar a un truco de taberna volcando la mesa sobre mí. No se lo permití y le apliqué el vaso en la frente, haciéndole salir de la taberna bajo la amenaza de mi revólver. Supongo que el golpe le tendrá unos días en cama rumiando el ridículo que corrió en la taberna, porque a estas horas todo el poblado debe saber el final del lance.

Los ojos de Maureen brillaban de febril alegría oyendo a Lex contar el lance con sencillez. Desde el primer momento le había calibrado como un hombre digno de cortar los vuelos a un buitre como Steward, pero no creyó que la ocasión se le presentase tan pronto.

—¿De verdad que hizo usted eso?

—No acostumbro a alabarme de cosas que no intento.

—No sabe la alegría que me da con eso. Cuando menos tendremos el consuelo de que alguna vez ha tenido que tragar algunas amargas cucharadas de su propia medicina.

—Pues sí, tomó una dosis. Ahora falta saber si le ha gustado, si le ha sabido a poco o si tiene bastante. Eso lo dirá el futuro.

—Un futuro muy incierto porque esos valientes de ocasión que por suerte para ellos no encontraron nunca la réplica a sus fanfarronadas, cuando reciben el primer fracaso pierden la confianza en su valer y para mantener el cartel de matones tienen que apelar a cobardías más indignas que las de los que, cobardes por naturaleza, no se atreven a exponerse, pero no usan de medios reprobables.

—Exacto. Ha definido usted la situación y el tipo con justeza. Yo también sospecho que le dará muchas vueltas al asunto antes de ofrecer la cara. Le he conminado a que al término del plazo del recibo opte por una de estas dos cosas: por pagar o por desaparecer de aquí. Si no acepta una de las dos le obligaré a pagar en la forma que él quiera.

—Muy duro eso. Cuídese bien, señor Cuburn, porque antes de ese plazo intentará algo digno de él.

—Procuraré no darle ese placer.

Maureen, un poco nerviosa, terminó por decir:

—¿Le molestaría pasar? Mi hermano me ha rogado que si venía usted quería darle las gracias personalmente por su ayuda.

—¿Por qué me va a molestar? Estoy a su disposición.

Ella le hizo entrar en la cabaña limpia, en orden, aseada, acogedora, denunciando el cuidado que ella ponía en darle el aire familiar de un hogar agradable.

A un lado se abría la habitación donde yacía Donald. El muchacho sentía aún los dolores de los golpes recibidos, pero procuraba mantenerse entero.

Maureen advirtió:

—Donald, aquí está el señor Cuburn.

El muchacho sonrió con una mueca de dolor y dijo con rabia:

—Perdone que no le ofrezca la mano. Cuando uno no está a la altura de los hombres no debe estrechar la de quien sabe demostrarlo.

Lex avanzó, le tomó la mano y dijo:

—No diga tonterías, Donald; yo sé cómo ocurrió todo porque me lo contó su novia y a otros más duros les hubiese sucedido igual. No debe usted atormentarse por cosas que han sufrido muchos y no se sienten disgustados.

—Será porque no tienen vergüenza. Yo la tengo, me doy cuenta de mi situación y me muerdo los puños de rabia al ponderar que no puedo lavar mis manchas ni siquiera ayudar y proteger a mi hermana de las amenazas de ese salvaje. Me pregunto qué estará pensando íntimamente Jane de mí.

—Yo sé lo que piensa porque he hablado con ella. Piensa que contra las fieras no pueden luchar los hombres mano a mano y necesitan otra fiera para hacerles frente.

Maureen intervino veloz:

—Protesto. Usted no es una fiera y no sólo le ha hecho cara, sino que le ha humillado abriéndole la cabeza y haciéndole salir de un establecimiento a la vista del público más humillado que mi hermano. A fin de cuentas, Donald no ha presumido nunca de matón y él sí.

Donald, al oírla, miró a Lex intensamente y balbució:

—¿Qué dice Maureen? ¿Que se ha enfrentado con él y le ha zurrado? ¡Oh, por favor, cuéntemelo! Ya que yo no haya servido para hacerlo me consolaré con saber que hubo al fin quien le puso al mismo nivel mío.

—No tiene importancia; fue una pequeña escaramuza en la que no tuvo suerte.

Pero Maureen se adelantó a relatar a Donald la hazaña de Lex.

Donald, con los ojos brillantes, exclamó:

—No sabe la alegría que me da con eso. Me ha hecho sufrir mucho, nos ha puesto al borde de la ruina y me ha aplastado a la vista de todo el mundo y, sobre todo, de la de mi novia. Yo estoy deshonrado por él, ya no podré estar al lado de Jane dignamente porque me despreciaría, pero le juro que esto se ha terminado. En cuanto pueda levantarme, en cuanto esté en condiciones de moverme le buscaré revólver en mano y… me matará o le mataré, pero no pasaré por esta vergüenza de aquí en adelante.

Maureen protestó angustiada y Lex intentó disuadirla diciendo:

—No cometa estupideces, Donald. Usted no está en condiciones de intentar nada ni física ni moralmente. No todos podemos escalar las alturas sólo con voluntad. Por otra parte, este asunto ha salido de su jurisdicción para entrar en la mía. El duelo es entre los dos a causa de ese débito y ya ha mediado un pequeño encuentro que hace más personal la pugna. Me dejaría usted en mal lugar si se metiese por medio cuando es a mí a quien corresponde la solución. Está aplazado para el término de una semana y en ese plazo hemos de resolver la diferencia. Por fortuna para ese tiempo usted no estará en condiciones de intentar nada.

—No, eso no. Es a mí a quien pertenece en primer término; me pegó antes que usted se enfrentase con él, amenazó a mi hermana, se ha negado a reconocernos su deuda y yo soy el llamado a intentar ponerme en mi lugar. Si fracaso, si me mata, entonces nada me importa que sea usted u otro quien le mande al infierno.

—No hablemos más de esto, Donald. Usted a reponerse y lo demás vendrá por sus pasos contados. A lo mejor ni usted ni yo resolvemos el problema según nuestros deseos.

—¿Cree que… le matará a usted también?

—No puedo asegurarlo, pero también puedo creer que tenga miedo y desaparezca. Su situación no es cómoda y o se va o da la cara. Veremos qué hace.

Donald no quiso hablar más, pero Lex leyó en su rostro macerado, que no se había convencido ni renunciaba a la locura de enfrentarse con Steward.

Lex preguntó:

—¿Quiere usted hacer algo por su novia?

—No, no la hable, no la vea, no la diga nada. No pienso volver a verla mientras no esté resuelta mi situación. Se me caería la cara de vergüenza apareciendo por el poblado después de lo sucedido.

—Bueno, no la veré, pero cálmese y descanse. Nadie sabe cómo se va a resolver el porvenir.

Se despidió de él y salió al exterior.

Maureen le miró con ansia y Lex preocupado, advirtió:

—Vigile bien a su hermano, Maureen, no es tan cobarde como aparenta ni le creen. Se sabe pobre de fuerzas, inferior a su enemigo, pero en su corazón arde un odio salvaje y un deseo enorme de lavar su honor. Le creo capaz de intentar lo imposible y sería una pena que, a pesar de ese valor moral, sufriese las consecuencias.

—Gracias por la advertencia, señor Cuburn; le prometo no perderle de vista.

Lex antes de despedirse, preguntó:

—Dígame, Maureen, ¿venderían ustedes su propiedad?

Ella le miró inquieta y repuso:

—¿Por qué había de venderla? Es nuestro único medio de vida y aunque no mucho, rinde para vivir. Si la vendiésemos, lo poco que nos diesen se nos iría de las manos en cuatro días y nos encontraríamos en la miseria.

»Comprenderá que tenemos que defender esto con uñas y dientes.

Él no dijo nada y se quedó meditando. Maureen, intrigada por la pregunta, le interrogó:

—¿Por qué cree que podíamos venderlo?

—Se lo diré. Yo he venido aquí en nombre de una entidad de agricultura muy poderosa, a adquirir una gran extensión de tierras y sembrados para ser explotados en mejores condiciones productoras que actualmente lo está esta zona, pobre de medios modernos para la explotación. Debo adquirir o comprometer grandes parcelas, pero sin islotes aislados que dificulten los planes de la entidad. La empresa pagaría mucho mejor que algunos supongan el terreno, e incluso con lo que recibiesen, podían adquirir nuevas parcelas más lejanas y sacar más producto a su propiedad. Voy a empezar a realizar gestiones y ya que las cosas se han puesto así, he empezado por usted.

Maureen inquieta, preguntó:

—¿Usted cree que, si yo me negase, podría hacerle fracasar en su labor?

Él se dio cuenta de los íntimos pensamientos de la muchacha y se apresuró a contestar:

—No puedo decirle que sí, porque a lo mejor tropiezo con la hostilidad de otros muchos pequeños colonos y entonces no sería usted el obstáculo único, sino que habría muchos más que hiciesen difícil el arreglo. Voy a intentar tantear la voluntad de los colonos y a hacer un recuento de posibilidades. Si fuese usted sola, entonces se lo diría francamente y trataríamos de llegar a un arreglo, porque lo habría. Podíamos pagarla mejor, proporcionarles otras tierras más amplias y herramental adecuado, e incluso podía ofrecer a su hermano un empleo dentro de la explotación, que le rindiese un sueldo más decente que lo que ahora ganan ustedes. No sé, porque es prematuro hacer proyectos.

Ella más aliviada por la contestación repuso:

—En ese caso, me reservo mi última palabra. Usted debe comprender el gran cariño que tenemos a esto, pero si sólo nosotros fuésemos el obstáculo a sus planes, no sería decente pagarle lo que ha hecho con nosotros de una manera perjudicial. Pese a todos, llegaríamos a un acuerdo sobre todo si la compensación no nos perjudicaba.

—Le aseguro que no, pero dejemos eso de momento. Olvide la pregunta y cuando yo haya dado fin a mis gestiones, podré decirle la última palabra.

Se despidió de ella con un fuerte apretón de manos y montando a caballo, se dedicó a recorrer la vega iniciando sus gestiones de tanteo.

Esto le llevó todo el día. Había salido provisto de algunas vituallas para comer a campo abierto sin tener que regresar al poblado y cuando llegó a este, era casi de noche.

No regresaba disgustado del tanteo. Había obtenido algunos asentimientos, otros se habían reservado contestar, varios afirmaron que sólo obteniendo una buena ventaja podían tratar en principio de la cesión y con estas impresiones, dio por finalizada la jornada del día.

Después de cenar, salió a dar una vuelta y al pasar por delante de la taberna de Bem entró. Ignoraba qué había sido de su enemigo y supuso que allí tendrían alguna noticia de él.

Bem al verle, le saludó sonriendo y preguntó:

—¿No me aceptará ahora el convite, forastero?

—Para que no crea que es desprecio, le aceptaré un vaso de cerveza. Acabo de cenar.

Bem satisfecho, le sirvió la espumosa bebida, preguntando:

—¿Qué sabe usted de su buen amigo Steward?

—Absolutamente nada. He pasado todo el día fuera del poblado.

—En ese caso, puedo darle alguna noticia. Tuvo que intervenir el médico y coserle la frente como se le cose la barriga a una mula. Luego, se lo llevaron en una carreta a su casa, porque no podía andar y no se le ha vuelto a ver por ningún lado. La mujer que cuida su guarida ha dicho que está en la cama medio atontado y no se sabe más.

—Ya es algo. Es en el único sitio donde no puede hacer daño a nadie.

—Sí, y no sabe usted la alegría que ha sentido todo el pueblo cuando se ha enterado de la manera como le trató.

»Por aquí ha desfilado medio vecindario a pedirme detalles del suceso y no sabe usted con qué gusto se los he dado. Están que botan de contentos y esperando el final, pues conociéndole, saben que no puede tragarse el golpe sin dar la cara. De aquí en adelante, todos estarán pendientes del momento en que truenen sus revólveres parar dar fin a la pugna.

Lex sonrió divertido.

—Un bonito espectáculo si yo fuese también un simple testigo de vista.

—Todos están seguros de que será usted el que le tumbe con las tripas en la mano. Se han empezado a cruzar apuestas y ya hay quien ofrece diez a uno a favor de usted.

—Me cotizan demasiado alto y temo arruinar a alguno si siguen subiendo en esa proporción.

—No lo creemos nadie y menos yo, después de haberle visto actuar ahí en esa mesa. Fue algo que no hubiese cambiado por un millar de dólares y cuidado que me hacen falta.

—Bueno, si llega el caso, procuraré dejar satisfechos a los más y no por ellos, claro está, sino por mi propio pellejo.

—Todo eso, si trata de sostener su cartel y le reta de hombre a hombre. Yo sospecho que después de esa prueba, todo lo que llevaba dentro se ha convertido en humo y se le ha escapado por la herida.

—¿Cree usted entonces que se irá?

—No. Creo que tratará de resolver el asunto por otros procedimientos. Si lo lograse, sabe que aquí no hay nadie que le pidiese cuentas de su baja acción y le importaría poco la opinión de los demás.

—No es una agradable perspectiva.

—No, pero usted no es tonto y no se dejará cazar en la sombra como un conejo.

—Tengo mucho cariño a mi piel, porque no tengo otra de repuesto. Lo tendré en cuenta y viviré alerta.

Se despidió de Bem y salió a la calzada. Antes miró con atención en derredor por si acaso y cuando le pareció que no existía peligro, se dirigió a la posada. No le gustaban las sombras de la noche y tendría que evitarlas.

 

Imagen