Capítulo I
OM ELLIOT, el viejo
sheriff de Spiderville, un pueblo situado al norte de
Nebraska, era un hombre de cincuenta años, recto y honrado hasta la
exageración. Durante su mandato, que ya duraba más de lo
acostumbrado en aquellas regiones a principios de siglo, jamás
había dado su brazo a torcer, llevando siempre la estrella con
dignidad y orgullo.
Tom era valiente y se afanaba por cumplir con su deber, pero tenía una pesadilla: su hijo Dane. Éste era un muchachón de veintitrés años, apocado, indiferente y tímido. A pesar de haberle enseñado a manejar las armas, Dane nunca llevaba revólver.
Su favorita ocupación era estarse todo el día pescando en el río; de allí no lo sacaba nadie.
—No tienes mi madera —solía decirle su padre continuamente—, no sé a quién te pareces. Mi mayor orgullo hubiera sido confiarte esta estrella que he llevado siempre limpia durante quince años, pero ya veo que no puede ser. Pienso que tienes miedo hasta de tu propia sombra.
—No le riñas —decía Margot, su mujer—, nuestro hijo tiene un carácter pacífico, pero ya cambiará.
—No lo creo. Éste será siempre un pobre infeliz.
Dane se encogía de hombros y, silbando, se marchaba a pescar con su caña al hombro, y así un día y otro día.
Los vecinos al verlo movían la cabeza, murmurando:
—No se parece al padre. Es un pobre infeliz.
Cerca de Spiderville estaba el pueblo de Haloka City, en donde funcionaba el Banco de los Ganaderos.
Unas veinte millas separaban a los dos pueblos, pero todas las semanas una diligencia los unía, llevando y trayendo correo y pasajeros.
* * *
En la estafeta de Haloka City esperan la salida de la diligencia. El conductor se hacía cargo de un saquete conteniendo una fuerte cantidad de dinero destinado al rancho Rueda 2. De escolta va Peter Rogers, antiguo batidor de Texas.
—Ya podéis tener cuidado —les dice el encargado de la estafeta—; lleváis cinco mil dólares y es una cantidad muy golosa. Me han dicho que por el Valle de los Gigantes han visto a unos jinetes forasteros, que me dan muy mala espina.
—No hay peligro —replicó Caskey, el conductor—, esta comarca es muy tranquila. Además, sabemos defendernos si nos atacan. ¿No te parece, Peter?
—Seguro.
Partió la diligencia llevando dos pasajeros solamente, y apenas había salido el estafetero, dirigiéndose a las oficinas, pidió comunicación con Spiderville.
Pasaron unos segundos hasta que se oyó una voz que preguntaba:
—¿Quién es?
—Aquí es Haloka City. ¿Es usted Tom?
—Sí, yo soy. ¿Qué pasa?
—Acaba de salir la diligencia con el dinero para el rancho Rueda 2 y me temo que puedan robarla.
—No se preocupe. Ahora mismo le salgo al encuentro.
* * *
La diligencia rodaba por el arenoso camino levantando nubes de polvo. Tanto Caskey como Peter conversaban tranquilamente, sin suponer lo que se avecinaba. Eran dos hombres curtidos por el sol del Oeste y acostumbrados a enfrentarse con el peligro. Muchas veces habían tenido ocasión de andar a tiros y siempre salieron bien librados. Al volver una curva Peter empuñó el rifle, creyendo haber visto algo alarmante, pero se tranquilizó al observar que se había equivocado. Pero el hombre iba con la mosca detrás de la oreja. Un extraño presentimiento le decía que aquel viaje no terminaría bien. Por su parte Caskey tampoco iba muy tranquilo. Las noticias recibidas eran poco tranquilizadoras. El Valle de los Gigantes era un lugar inhóspito y maldito, despoblado y poco acogedor. Las hierbas duras y amargas no las comía el ganado y hasta el agua era salobre. Si en ese lugar residían hombres forzosamente tenían que ser forajidos. Y la diligencia pasaba por el centro del valle.
Los dos viajeros se habían dormido arrullados por la brisa del desierto.
Peter estaba liando un cigarrillo mientras Caskey animaba a los caballos haciendo restallar el látigo sobre sus cabezas, cuando de pronto, tres hombres, saliendo de los matorrales de la orilla del camino, se plantaron en el centro de la senda empuñando sus armas.
—¡Manos arriba! —ordenó uno de ellos.
Peter escupió el cigarro, empuñando el rifle se lo echó a la cara con intención de disparar, pero no tuvo tiempo de hacerlo. Sonó una detonación y el hombre de escolta, herido en el pecho, doblóse como una caña tronchada por el viento, cayendo a la carretera.
—¡Bajen todos! —dijo la voz del que había hablado anteriormente.
Los dos pasajeros, despertados de su sueño, abrieron los ojos y viéronse encañonados. Bajaron con las manos en alto. Caskey había abandonado las riendas y al ver la intimación se apresuró a obedecer.
La escena tenía lugar en la misma entrada del valle maldito. Al borde del camino crecían pinabetes y artemisas formando una tupida enramada.
Los tres forajidos ya se preparaban a desvalijar la diligencia cuando de pronto surgió la figura cautelosa del sheriff Tom. Había dejado su caballo entre la espesura y se arrastraba al acecho empuñando su pesado 45.
—¡Nadie se mueva! —gritó con voz de trueno.
Uno de los asaltantes, desoyendo la advertencia, giró rápidamente con el revólver en la mano para encontrarse con la muerte. El sheriff había disparado, acertando al facineroso en la frente. Cayó como un pelele. Los otros dos se retiraron con toda rapidez, colocándose detrás del coche y desde allí abrieron fuego; pero el viejo Caskey, acordándose de sus buenos tiempos, recogió el rifle abandonado por Peter y subiendo al pescante encañonó a los bandidos, los cuales se precipitaron en la cuneta para ponerse fuera del alcance de aquella nueva amenaza.
El sheriff aprovechó esta pausa para dar un rodeo, yendo a salir a la espalda de los dos rufianes. Éstos, cuando se dieron cuenta, ya era tarde. La voz de Tom les avisaba el peligro que corrían:
—¡Mataré al que se mueva!
Sus brazos se levantaron lentamente y las armas cayeron al suelo. Sin la intervención del sheriff la diligencia hubiera sido robada, pero aquello iba a tener funestas consecuencias.
Tom encadenó a los bandidos, hizo colocar los cadáveres en el coche y una hora más tarde penetraba la pequeña caravana en Spiderville.
El sheriff trató de tomar declaración a los dos bandidos, pero éstos se encerraron en el más absoluto mutismo.