Capítulo III

LA COBARDÍA DE UN VALIENTE

ImagenONALD se había tranquilizado gracias a la energía de su hermana. Maureen, a pesar del disgusto que sentía por la cortedad de su hermano, quería a éste con ceguera y ponderaba el peligro que el joven podía correr enfrentándose con un salvaje como Steward. Aunque el muchacho fuese valiente su preparación física y peleadora no estaba a la altura de su enemigo y de lanzarse a una lucha con él todas las de perder estaban en contra de su hermano.

Por ello casi se alegraba de la cobardía de Donald. Aparte de lo que sufría su amor propio con aquellas humillaciones, sentía un escalofrío de pánico pensando que Steward le pudiese matar y prefería que se mostrase apocado y no sufriese un vértigo de locura, que le llevase a enfrentarse con su enemigo y recibir la muerte despiadada a sus manos.

Tampoco pretendía que en su impotencia abrigase el propósito de cazar a Steward como a un conejo, baleándole por la espalda. Hubiese sido un delito de asesinato que le costaría muy caro, sin tener en cuenta el bien que haría a la humanidad librándole de un loco tan peligroso como aquél.

Era mejor que Donald se mantuviese tranquilo, metido en sus tierras y trabajándolas con ahínco. Era el único varón de la familia y el único que con su trabajo podía ayudar a ella y a Ruth a salir mal que bien adelante. Por esta causa no sólo le tranquilizó, sino que le prohibió que siguiese pensando en el lance y abrigase ideas que serían contraproducentes.

Donald, desesperado, respondía:

—Pero ¿y tú, Maureen? Le has desafiado, has disparado contra él… le has amenazado y ese bárbaro no mirará que eres una mujer.

—No te preocupes. El otro día estaba demasiado caliente y perdió el control de sus nervios. En frío lo pensará mejor y no se atreverá a irse del seguro, aparte de que si volviese a aparecer por aquí le recibiría con el revólver en la mano.

—Pero ¿y el dinero, Maureen? Lo necesitamos.

—Sí, Donald, y mucho, pero… ya buscaré la manera de obligarle a pagar. Por lo pronto he de ver al juez para denunciarle el caso. El juez está obligado a ampararnos y a exigirle el pago de la deuda.

—Y si se niega…

—El juez verá lo que debe hacer con él. Él tiene la autoridad y es quien debe darle la cara.

—No sacaremos nada con eso. Ya lo verás.

—Bueno, no hablemos más. De momento podemos esperar un poco, pero si las cosas se ponen mal… entonces ya veremos qué se hace. Tú vete a trabajar y no te metas más en este asunto.

—Cuánto lo siento, Maureen. Yo debía ser como nuestro padre, un hombre duro y valiente, pero él… ya sabes, aparte de que he nacido delgado y con poca fuerza no quiso nunca que me ejercitase manejando un arma. Decía que era preferible no saber su uso porque así los hombres no pierden el control de sus nervios provocando peleas que se pueden evitar. Si viviese y viese esto comprendería lo equivocado que estaba.

—Nuestro padre creyó que iba a vivir lo suficiente para protegernos y ya ves… terminó por verse apresado por ese sapo, cuando ya no se sentía el hombre fuerte que siempre había sido.

—Con buena pena se habrá ido del mundo al pensar en ello. Confiaba en reponerse para exigir a Steward el pago de la deuda y se fue sin conseguirlo.

—Qué le vamos a hacer, Donald; ha sido una fatalidad.

—Con lo que no nos conformamos. Si yo un día…

—Basta, he dicho que olvides eso.

Y le obligó a marchar a los sembrados.

Pero el muchacho se fue con el escozor de saberse una nulidad.

Más tarde en su cabeza empezó a germinar la idea de adiestrarse con el revólver sin que su hermana lo supiese. Si él era capaz de adquirir un dominio y una ligereza que le prestase confianza en sí mismo se sentía capaz de desafiar la rapidez de Steward, no por valentía, sino por llegar a creerse un día superior a su contrario.

Días más tarde fue domingo y Donald, tras pensarlo mucho se preparó para bajar al poblado. Allí tenía relaciones con una muchacha, hija de una viuda que se dedicaba a recoser y lavar ropa para salir adelante y todos los domingos acudía a verla.

Por un momento le asaltó el temor de que a oídos de ella hubiese llegado alguna noticia de la humillación que Steward le había inferido, pero se tranquilizó. El incidente se había desarrollado allí, sin testigos y Steward no tenía que ir pregonando un suceso en el que él había salido aún peor librado moralmente.

Confiando en esto se dispuso a marchar y Maureen, que era una muchacha muy retraída y más desde que su padre muriese y le dejase la responsabilidad moral del hogar, al verle preparado preguntó:

—¿Dónde vas, Donald?

—Al poblado a ver a Jane, ya sabes que voy todos los domingos…

Maureen, tras un momento de vacilación, repuso:

—Está bien, Donald, no puedo prohibirte que vayas a verla, pero sí te aconsejo una cosa: no te exhibas por el poblado, no vayas al baile, sobre todo, porque allí suele ir ese tipo. Limítate a verla, pasea con ella un poco por las afueras o estate en su casa, pero cuida no encontrarte con Steward.

—Lo evitaré, hermanita. No iré al baile, pero sí tendré que acompañarla a misa como todos los domingos. No tendría un pretexto que oponer para ir como siempre.

—Lo sé. Sólo te pido prudencia. Las cosas se han puesto demasiado serias y ese tipo debe estar reventando hiel por la manera que empleé con él el otro día.

Donald, tras prometer enérgicamente que cumpliría las instrucciones de su hermana, se alejó camino del poblado. Maureen le vio marchar con aprensión, como si el instinto le advirtiese que no debía haber permitido que se ausentase de su lado.

Donald llegó al poblado poco antes de las once y se dirigió a la pequeña cabaña que Jane y su madre poseían al final de una de las calles más apartadas y pobres del poblado. Estaba al término de una cuesta polvorienta, en una calle de cabañas y paredones, cerrando algunas pequeñas huertas.

Jane era una muchacha rubia, delgada, de ojos azules y tipo medroso. Acobardada por la precaria situación que se veían obligadas a mantener, parecía sentir miedo a las exhibiciones. Vestía limpiamente, con mucha sencillez, pero trajes baratos que ella misma se confeccionaba en los ratos que robaba al duro trabajo, pues ayudaba cuanto podía a su madre en la tarea de lavar ropa y repasarla.

Por esto Jane alternaba poco con las muchachas y quizá porque en Donald vio un carácter apagado y tranquilo como el suyo, había aceptado sus relaciones y se sentía feliz de considerarle un día su futuro marido.

Donald muchas veces había hablado con ella de sus planes para el futuro. La muerte de su padre les había empeñado y andaban mal de dinero, pero cuando remontasen las dificultades y sacasen la cabeza a flote, construiría una pequeña cabaña para los dos, próxima a la que su padre les dejara y atendería con su esfuerzo no sólo a sus necesidades, sino a las de sus hermanas.

Más adelante, Maureen, como mayor que él tendría que encontrar un buen marido, pues se lo merecía y cuando se casase se quedarían solos con Judith, si no se la llevaba Maureen con ella.

A Jane le seducía esta perspectiva. Le gustaba vivir fuera del poblado, poseer una cabaña estrecha pero limpia y disponer de un pequeño terreno donde cuidase una huerta y algunos animales domésticos para su uso. Sería muy feliz si aquellos planes tan modestos llegaban a realizarse.

También los aprobaba su madre. El día que su hija se casase ella habría dejado de matarse con un trabajo duro y agotador y sería una mujer feliz viendo feliz a su hija.

Donald, vestido de limpio y recién afeitado, llegó a la mísera cabaña de Jane. El muchacho era guapo, no poseía mal tipo a pesar de sus pocas carnes y a la joven le gustaba que era lo principal.

Jane ya estaba arreglada esperándole. Se había peinado con esmero, su traje de percal, con sencillos volantes en la falda, estaba limpio y recién planchado y su figura delicada daba prestancia a aquella ropa sencilla y sin ningún relieve.

Le acogió con una suave sonrisa, pero al mirarle pareció notar en su semblante una sombra de disgusto, algo nada normal que amenguaba el gesto alegre de otros domingos.

Extrañada, preguntó:

—¿Qué te sucede, Donald? Pareces muy serio.

—Nada; te lo aseguro. Estoy bien.

—Sin embargo, pareces… no sé, cansado.

—En realidad lo estoy, Jane. Trabajo mucho, hay que hacerlo si quiero remontar las dificultades y acortar los plazos, pero estoy sano y puedo aguantar bien.

—Me alegro que así sea, Donald.

Como ya nada les detenía allí ella indicó:

—¿Vamos? Es la hora de misa.

—Vamos.

Salieron de la choza y subieron la empolvada calle. Donald, por decir algo, preguntó:

—¿Todo tranquilo por aquí, Jane?

—Pues sí… Bueno, el otro día, según me han dicho, ocurrió algo desagradable en la calle principal.

—¿Alguna pelea?

—Una salvajada a cargo de ese buitre de Steward.

Donald se estremeció. Sin querer la joven le había recordado al hombre a quien más temía en el mundo.

—¿Qué fue? —preguntó con curiosidad nerviosa.

—No lo sé bien. Parece que Steward llegó a la taberna de Bem terriblemente furioso. Allí la emprendió con los clientes y el tabernero. Echó a todos amenazándoles con sacarlos a tiros y destrozó parte de las botellas. Luego arrojó una a la calle en el momento en que pasaba por allí la esposa de Bob Ranger y la estrelló en su cabeza. Tuvieron que llevarla a la botica donde la curaron de una herida bastante profunda en la cabeza.

—¡Siempre Steward! —bramó Donald—. ¡Y que no encuentre nadie que le deje clavado a tiros!

—Ya sabes que eso no es fácil, Donald. Los hombres de aquí le tienen mucho miedo.

—Sí —afirmó Donald apretando los dientes—. Le tenemos mucho miedo.

—Tú no debes contarte. Eres un hombre pacífico y de nada te valdría tu valentía contra él. Hombres más rudos se guardan mucho de enfrentarse con él. Incluso el sheriff.

—Ya lo sé. Un bárbaro loco suelto entre personas sensatas. Algo repugnante que nadie se decide a eliminar. Quisiera ser distinto para ser yo…

—Donald, te prohíbo que pienses en eso. No te deseo un matón ni quiero que seas otra cosa que lo que eres. Para vivir felices basta con que seas un hombre trabajador.

—A veces no. A veces… esos reptiles hacen la vida imposible a las personas pacíficas y de orden. Creo que de haber vivido mi padre y estar sano hubiese sido él quien librase al pueblo de esa fiera.

—¿Por qué él, Donald?

—Porque abusando de su estado enfermizo le obligó a prestarle quinientos dólares que ahora son la causa de nuestros conflictos. De tenerlos no nos veríamos tan apretados.

—Pues olvídalos, Donald. No os los pagaría nunca y si pretendieseis cobrarlos tendrías un disgusto.

—Lo sé. Ésa es la pena y muchas veces me muerdo los puños de rabia pensando que no puedo hacérselos vomitar con sangre.

—No hables así; te prohíbo que pienses en eso.

—Y, sin embargo, no puedo. Sería tanto como pedirme que no pensase en ti.

—Has de poder. Te costará más trabajo, pero terminarás recuperándolos con tu esfuerzo. Si no los pagó en vida de tu padre menos los pagaría ahora.

—Y a pesar de eso mi hermana está dispuesta a intentar cobrárselos.

—Tu hermana no debe olvidar que es una mujer y que no va a conseguir lo que los hombres no consiguen.

—Mi hermana debía haber nacido hombre. Es el vivo retrato de mi padre cuando estaba sano.

—Que se conforme con ser mujer, que es mejor. Esa energía que le sobra la necesita para llevar el timón de vuestra casa y ya es bastante.

Habían salido a una calle transversal y enfocaban la plaza donde se levantaba la pequeña iglesia católica. Era la hora del medio día y la plaza estaba bastante concurrida. Se veían muchas mujeres viejas y jóvenes dirigirse al templo y algunas parejas de matrimonios o novios.

Donald, sin poder evitarlo, miró con recelo en derredor. No suponía a Steward capaz de clavarse de rodillas ante una imagen y rezar porque le perdonasen sus muchos pecados, pero sí de estar rondando a las muchachas para hacerlas objeto de sus groseras preferencias.

Por más que buscó ansiosamente no descubrió al matón del poblado y más tranquilo cruzó la plaza al lado de Jane y penetraron en el templo.

Iba a empezar la misa. Ambos se separaron discretamente y se dispusieron a oírla con respeto y fervor. A las doce y media terminaron los oficios y la pareja volvió a reunirse, saliendo a la plaza entre un grupo de fieles.

Cuando atravesaron de nuevo la plaza para dirigirse a la choza de Jane, Donald se estremeció. Avanzando frente a ellos acababa de descubrir a Steward.

Por un momento creyó caer desmayado junto a la muchacha. Sus ojos tímidos se habían cruzado con los brillantes y agresivos de su enemigo y en el brillo de ellos y en la sonrisa bestial que se bocetaba en sus labios, había captado la actitud agresiva que le animaba.

Dio la vuelta por detrás de la muchacha para colocarse al lado contrario en el momento en que Steward, a grandes zancadas, avanzaba hacia él. Donald se replegó un momento medroso y Steward, alargando la manaza, le asió por el pañuelo que anudaba su cuello y tiró brutalmente diciendo:

—No te escondas, sapo asqueroso. Cuando se presume de hombre y se va al lado de una mujercita tan linda como ésta hay que demostrar que los pantalones se llevan para algo, pero tú eres indigno de caminar a su lado. ¿Por qué presumes de lo que no puedes?

Y en medio del asombro general le golpeó de frente en la cara mandándole al polvo varias yardas.

Donald sintió que algo salvaje encendía su sangre y sin miedo a ser aplastado se levantó como pudo y se lanzó fieramente sobre él. Steward, que no esperaba la reacción, aguantó el choque y de dos terribles puñetazos volvió a enviarle al polvo con la cara ensangrentada.

—Toma, borrego, para que no presumas de lo que no puedes. Esto es para ti y dile a tu hermana que algún día también habrá para ella algo parecido. Yo la haré comprender que a mí hay que mirarme con más respeto.

Un murmullo general de reprobación brotó de las gargantas de los que habían sido testigos de la agresión. Steward, con ojos inflamados por el ansia de pelea, se revolvió furioso mirando a todos con gesto de desafío.

—¿Qué pasa? ¿Hay alguien que esté dispuesto a salir en defensa de este muñeco? Que salga si es valiente.

Nadie se atrevió y Steward, cada vez más agresivo, bramó:

—Pues si no lo hay largo de aquí o barro la plaza a tiros.

Y llevó la mano al costado.

Los curiosos, temiendo que cumpliese la amenaza, echaron a correr en distintas direcciones dejando la plaza abandonada. En ella sólo quedaban Donald, tendido en tierra sin conocimiento, Jane, que se había arrodillado a su lado pálida como una muerta tratando de limpiar con su pañuelo la sangre que brotaba del rostro del muchacho y Steward, que la miraba con burla.

El matón se dirigió a ella diciendo:

—¿Qué haces, paloma? ¿Es que no te da vergüenza tener por novio un pelele que se deja pegar delante de ti como un niño? Tú mereces algo más que un tipo así y me estás gustando. Un día de éstos tengo que ir a verte para que hablemos de esas cosas.

Jane se irguió soberbia y fulminándole con la mirada le lanzó su repulsa:

—Es usted un cobarde y un mal nacido. Pega a muchachos débiles y pacíficos y se impone por el terror. Un día alguien le clavará a tiros ante una fachada y habrá quien baile de alegría sobre su cadáver.

Steward, furioso, clamó:

—Calla ese pico o te lo cerraré como a él. Si no fueses una mujer ya lo habría hecho.

—Y si yo fuese un hombre a estas horas no viviría usted.

—¿Ves? Eso me gusta. Te digo que me agradas y espero que nos entendamos algún día. De momento ahí te dejo con ese paquete de huesos. Dile cuando vuelva en sí que no quiero verle más delante de mí porque el día que le vea le destrozaré a puñetazos.

Y con gesto brusco echó a andar desapareciendo de la plaza.

Jane, con los ojos arrasados en lágrimas, se había arrodillado de nuevo junto a Donald y trataba de limpiar su sangre. La plaza había quedado desierta al huir los que había en ella y se vio angustiada y sola.

Pero en aquel momento un jinete entraba en la plaza un poco intrigado. Cuando avanzaba por una calleja le había sorprendido una desbandada de gente asustada que huía pasando por delante de él y se preguntaba qué estaría sucediendo allí.

Y como no era cobarde y sí curioso avanzó para saciar su curiosidad.

Con asombro descubrió a Jane inclinada sobre el cuerpo de su novio llorando con hipos de angustia y descendiendo del caballo se adelantó:

—¿Qué sucede, joven?

Ella levantó sus ojos velados y le miró. No le conocía, era un forastero, pero un hombre viril y simpático.

—Algo terrible, señor. Hay aquí una bestia humana llamada Steward que goza haciendo el mal. Ha golpeado horriblemente y sin motivo que yo sepa a mi novio y le ha dejado cómo ve. ¿Sería tan amable que me ayudase a llevarle?

 

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—¿Conque Steward? —exclamó con gesto duro el jinete—. Ya es la segunda vez que oigo hablar de ese tipo desde que estoy en el poblado y las dos veces por algo bárbaro como esto. Me está interesando ese hombre.

Se inclinó y tomando el cuerpo del muchacho dijo:

—Tome de las bridas mi caballo y sígame. Vamos a la botica.

Cuando el boticario le vio entrar con el inanimado cuerpo de Donald le reconoció y torciendo el gesto dijo:

—¿Usted aquí otra vez y también con un herido? ¿Es que se ha dedicado usted a ser el enfermero del poblado?

—Son cosas que encuentro sin buscarlas, señor. En cambio, aún no he llegado a tiempo de intervenir en el desarrollo de uno de estos lances. De haber tenido esa suerte quizá no fuese uno sino dos los heridos que tuviese usted que atender.

—A éste y… a usted.

—Quizá, pero es posible que no. Vea qué puede hacer por este muchacho.

El boticario lavó el rostro de Donald y con árnica se entregó a curar sus lesiones. Tenía la nariz medio aplastada, una ceja partida y un enorme bulto morado en la barbilla. También sus labios presentaban heridas.

—Parece que le ha pateado una mula —comentó.

—Yo diría que sí, que le dio con los cascos. Debe tenerlos en condiciones de ponerle unas herraduras.

—Quisiera conocer al herrero capaz de realizar esa hazaña.

—Quizá le conozca algún día. En el mundo suelen producirse hechos que a simple vista parecen imposibles.

El boticario, después de una cura laboriosa, en la que hubo de aplicar ciertos parches en el rostro del desmayado muchacho, afirmó:

—Mi ciencia no llega a más.

Jane a su lado había asistido a la cura con los ojos cubiertos de lágrimas. Lex sentía admiración y pena por la muchacha y le preguntó:

—¿Dónde vive este infeliz?

—Saliendo por el norte y siguiendo la senda a un cuarto de milla se desarrollan unos sembrados. La cabaña más próxima a la senda es la suya.

—¿Tiene familia?

—Dos hermanas. Una mayor que él y otra de doce años. Se quedaron sin padre hace media docena de meses y Donald es el único hombre que trabaja sus tierras.

—¿Importantes?

—No. Eran lo suficiente para que viviesen con holgura, pero la enfermedad de su padre les empeñó y luego… creo que existe un préstamo de quinientos dólares a ese monstruo que no les ha querido pagar.

—Muy interesante. Conque ese buitre les debe dinero y se niega a pagarlo.

—Algo de eso me ha dicho Donald.

—Entonces, ¿usted cree que el motivo de su salvajada radique en ese débito?

—Realmente no lo sé. Donald es un muchacho tranquilo, pacífico, incapaz de meterse con nadie y menos con ese bárbaro. No me explico lo ocurrido.

—Bien, como no podemos dejarle aquí en ese estado voy a llevarlo a su casa. Creo que es conveniente que usted se retire a la suya.

—¿Por qué?

—No será muy agradable para sus hermanas pensar que usted haya podido ser la causa y aparte de eso aumentaría la zozobra de las mujeres. Déjeme que lo lleve yo que siempre será mejor y más confortable.

Jane dudó, pero terminó por decir:

—Creo que dice usted bien, aparte de que mi madre no sabe nada y si tardo más de lo acostumbrado se puede inquietar.

—De acuerdo. Me lo llevaré en mi caballo y dentro de un cuarto de hora estará en el lecho.

Tomó el cuerpo de Donald, lo atravesó en la silla y saltando a la grupa saludó diciendo:

—Adiós, muchacha, hasta que volvamos a vernos. No pase cuidado por él que yo lo dejaré tan sano como está en su choza.

Ella se lo agradeció con un gesto amistoso y Lex emprendió la marcha hacia la llanura, en tanto Jane, que le seguía camino de su casa, no le perdía de vista hasta verle desaparecer calle abajo.