Capítulo V
UNA CITA EQUIVOCADA
TEWARD se vio
sorprendido por una citación del juez en la que le rogaba pasase
por su despacho para informarle de un asunto que le interesaba.
Por un momento quedó perplejo ante la llamada. No sabía a qué asunto podía referirse, quizá porque algunos en los que intervenía no eran trigo limpio, pero más tarde, recordando la amenaza de Maureen de reclamarle el pago por todos los medios, adivinó que se trataba de ella y un furor loco le dominó.
La había amenazado para que no propalase el débito y había desdeñado su amenaza. Le importaba poco que supiesen su poca formalidad en las deudas, pero le molestaba lo que podía comentarse por tratarse de una mujer.
Por un momento estuvo a punto de desdeñar al juez y no acudir a la llamada, pero lo pensó mejor. Si extremaba sus desprecios y amenazas se expondría a que un día las cosas adquiriesen muchos vuelos. En el terreno particular podía desdeñar a los vecinos, pero las autoridades poseían resortes más expeditivos y le convenía no retarlas estúpidamente.
Por fin se presentó en el despacho del juez. Éste, invitándole a sentarse, dijo:
—Steward, le he llamado porque tengo un requerimiento legal hecho por un prestatario de usted, para reclamarle el pago de una deuda. Cumpliendo con mi deber tengo que hacerme cargo del asunto e instarle a que cumpla lo firmado.
—¿Se refiere usted a Maureen Baeall?
—En parte sí. Aquí hay un recibo que firmó usted a su padre reconociendo un préstamo de quinientos dólares y comprometiéndose pasado un plazo de cuatro meses a abonarlos en el término de ocho días.
—Escuche, señor juez. Este asunto lo he tratado ya con Maureen y la advertí que no se molestase. Ese dinero se lo devolví a su padre antes de morir éste y si no me entregó el recibo fue porque no lo llevaba encima. Después cayó en cama y no hubo ocasión de pedírselo.
—Todo eso será cierto, Steward, no tengo por qué poner en duda sus afirmaciones, pero para la ley no tiene legalidad alguna. Usted asegura que pagó, Maureen reclama negándolo y ante ambas palabras queda algo más efectivo: el recibo sin cancelar.
—Pues que Maureen haga lo que quiera, porque ya le dije que no se molestase en reclamar porque no se lo abonaría.
—Muy bien, pero es el caso que no es Maureen la que reclama el pago.
—¿Qué no? ¿Pues quién?
—Un tercero. Ha verificado el endoso del recibo percibiendo la cantidad prestada y reconociendo al adquirente todos sus derechos a reclamar. Así pues, sepa que Maureen ya nada tiene que ver con esto. Es otro el que reclama y acaba de acudir a mí amparándose en la ley.
—¿Y quién es el cerdo que se ha prestado a esa maniobra? ¿Es que creen que por eso me van a asustar?
—No me meto en interioridades. Me limito a comunicarle que alguien que se llama Lex Cuburn ha estado aquí a reclamar de mí la puesta en marcha de ese recibo. Por ello le conmino a que en el plazo de ocho días a partir de hoy abone su importe.
—¿Y si no lo hago?
—Quedará incurso en un delito voluntario de estafa.
—¿Qué más?
—Que entonces será el sheriff el que por su misión deberá proceder a su detención para serle aplicada la pena pertinente.
—Muy bien. Todo ese aparato es muy bonito, pero no me sirve para nada. He dicho que no pagaré y así se lo puede comunicar desde ahora a ese tipo. En cuanto al sheriff, que venga a detenerme si puede.
—Steward, no juegue con las cosas de la ley. El sheriff puede reclamar la ayuda de un agente federal.
—Que reclame lo que quiera. Este asunto lo trataré yo con la persona que se ha metido por medio creyendo que me va a intimidar. Por cierto, que ignoro en absoluto quién es.
—Ya le he dicho el nombre. Está aquí accidentalmente a realizar unos trabajos en nombre de la Sociedad de Agricultores de Arkansas. Es cuanto sé de él.
—Bien, yo le buscaré y trataré este asunto con él. Por lo demás he dicho mi última palabra.
—Yo esperaré el plazo que marca el recibo por si lo piensa mejor.
—Yo pienso las cosas de una vez y para siempre.
Y levantándose, furioso, se ausentó sin siquiera despedirse del juez.
Éste movió la cabeza con un gesto vago, porque adivinaba que se iban a producir muchas cosas desagradables por aquel débito.
Steward salió mordiendo al aire del despacho del juez. No se le había pasado por la imaginación que alguien se atreviese a mezclarse en aquel asunto y ahora había surgido un loco capaz de hacerlo. Desconocía al intermediario, pero se sentía un poco preocupado, porque sospechaba que no lo habría hecho a tontas y a locas, sino después de informarse debidamente de muchas cosas y, si a pesar de ello no había vacilado en hacerse cargo del débito, tenía que admitir que por vez primera alguien que no sentía tanto miedo como los demás se disponía a darle la cara.
Y por ello entendía que tenía que madrugar siendo el quien le buscase. Tenía que ganar aquella baza de valiente para intimidar al nuevo prestatario y obligarle a retirar la demanda y a renunciar al cobro.
Se trataba de un forastero y por lo tanto el sitio mejor para localizarle era la posada, donde se hospedaría.
Y sin perder tiempo se presentó en ella preguntando por Lex.
El posadero le informó que no estaba en aquel momento allí. Había salido a caballo y no volvería hasta el anochecer.
Steward, soberbio y rabioso, repuso:
—Está bien. Cuando regrese dígale que ha estado aquí a buscarle Steward Widmarck y que le espero en la taberna de Bem para tratar con él de cierto asunto que él sabe.
—Se lo diré cuando regrese.
Steward se ausentó furioso. De nuevo sus ya desquiciados nervios se tensionaban con motivo de aquella maldita deuda que empezaba a constituir su obsesión.
Maureen estaba cumpliendo su amenaza. Había jurado que le reclamaría la deuda por todos los medios y había sido tan astuta que había cruzado a otro hombre en la querella. No se explicaba cómo ni por qué, pero lo cierto era que ahora el asunto quizá no fuese tan fácil de resolver como al principio.
Y en su furor se decía que si le buscaba complicaciones se iba a acordar de él de una manera dramática. Él no era hombre dispuesto a sufrir humillaciones ni a verse amenazado por una simple mujer.
Como no sabía qué hacer se encaminó a la taberna; Bem, apenas le vio, adivinó que no iba de mejor humor que días antes cuando le produjo los destrozos en sus bebidas.
Y como estaba dispuesto a que el caso no se repitiese se había provisto de un revólver que escondía debajo de la tabla del mostrador. Si Steward volvía a excederse estaba dispuesto a usar de él, aunque no sabía si a la hora dramática el valor le permitiría emplear el arma.
Steward, sombrío, se sentó en el último rincón de la taberna, pidió una botella de whisky y un vaso y hermético, sin decir palabra, empezó a servirse la bebida a pequeñas dosis. Bem le miró de soslayo y se dijo que mientras se limitase a manifestarse de aquella manera se le podía tolerar.
Los clientes, conociéndole, y molestos con su presencia, habían ido desapareciendo poco a poco hasta dejar la taberna vacía, con gran desesperación de Bem, que se daba cuenta del perjuicio que estaba sufriendo.
Entre tanto, Lex había galopado por la orilla del río inspeccionando los sembrados y tomando apuntes para después trazar un croquis de una extensa zona y poder empezar negociaciones con los propietarios.
Ya había oscurecido cuando detenía el caballo a la puerta de la posada. Se lo entregó al mozo y cuando entraba el dueño le llamó para decirle:
—Esta tarde ha estado a buscarle Steward Widmarck. Como no estaba usted ha dejado aviso de que le espera en la taberna de Bem para tratar de un asunto que usted conoce.
—Muy bien; tendré mucho gusto en tratar con él.
—¿Le conoce?
—Le he visto una vez de refilón, pero eso es lo de menos. No me costará trabajo dar con él.
—Me refería en el aspecto moral.
—Tengo algunos datos de su magnífica personalidad.
—Siendo así creo que no necesitará que le pongan sobre aviso respecto a él.
—No, no hace falta; con lo que sé es bastante para no ignorar la clase de sujeto que es.
Y abandonó de nuevo la posada para dirigirse a la taberna. En el camino repasó con cuidado el revólver que pendía de su cinto y con paso flemático llegó al establecimiento y penetró en él.
Pronto se dio cuenta de que el miedo que tenían al fanfarrón había dejado vacía la taberna.
Lex atravesó el local, se dirigió a la mesa donde estaba sentado Steward y con una sonrisa extraña, tiró de una de las banquetas diciendo:
—Con su permiso. Tabernero, dos whiskys del mejor.
Steward, ante la flema del forastero, se sintió un poco nervioso. Después del aviso que le había dejado creyó que se presentaría receloso y avisado, pero no era así y se preguntaba si no sería un estúpido que le conocía muy mal o si se trataría de un hombre al que habría que mirar con el respeto que nunca había mirado a ninguno.
Pero con un gesto agrio preguntó:
—¿Es usted Lex Cuburn?
—Para servirle en lo que pueda, señor Widmarck.
—En ese caso que no sirvan nada. Hay aquí whisky todavía para dos.
—Gracias. Después invitaré yo. Otro vaso, tabernero.
Lex hablaba con suavidad, se movía sin afectación y parecía que en lugar de encontrarse frente a un peligroso rival estaba tratando con un amigo de confianza.
Le sirvieron el vaso, lo llenó con pulso firme para demostrar a Steward que sus nervios eran de acero y luego de saborear un sorbo exclamó:
—Bien, señor Widmarck, usted dirá qué es lo que desea de mí.
Steward se sintió un poco cortado. No sabía cómo empezar la discusión y estaba sintiendo tentaciones de prescindir de ella y empezar por donde posiblemente terminarían.
Pero, precavido, quiso estudiar mejor a su presunto contrincante y por fin dijo:
—Le he llamado para discutir un asunto enojoso. Se trata de ese recibo de quinientos dólares que usted ha comprado a Maureen Baeall para intentar hacerlo efectivo.
Lex, finamente, repuso:
—Un momento. No se trata de compra alguna sino de un favor que hice a esa muchacha. Yo no gano nada con el recibo, puesto que di quinientos dólares por él y sólo pretendo cobrar dicha cantidad.
—Es igual. El hecho es que usted se ha metido en un asunto que no le importa y ha tratado de complicar desagradablemente un asunto que no tenía complicaciones.
—Para usted… ¿no es así?
—Para mí, claro es. Ya dije a Maureen que el recibo estaba pagado a su padre y que carecía de todo valor. Se ha visto usted sorprendido en su buena fe y…
—Nada de sorpresas. En el terreno legal hay un recibo de un débito y lo demás no tiene fuerza ninguna. Si yo presto un dinero cuando me pagan doy el justificante, si me lo prestan no pago sin que me lo devuelvan. Esto lo hace todo el mundo y el que no lo hace… allá él. La muchacha estaba apurada, a mí no me importaba adelantarle por ocho días el dinero y así lo hice. El asunto es sencillísimo.
—No tanto como usted imagina, porque yo… no estoy dispuesto a hacer efectiva esa cantidad.
—¿Se lo ha dicho usted así al juez?
—Así se lo he dicho.
—En ese caso ya me lo comunicará a mí el juez pasados los ocho días que me obliga la ley a esperar.
—Y pasado ese tiempo ¿qué hará usted?
—Pasado ese tiempo ¿qué haría usted?
—Yo me considero diferente a los demás y como no estoy en su caso es a usted a quien le pregunto.
—Una curiosidad que no estoy dispuesto a satisfacer por espontánea. Faltan siete días.
—Delos por pasados.
—Cuando transcurran. Yo no tengo en mi mano el poder de borrar una semana del calendario de un manotazo.
—Le encuentro muy reservado.
—Se equivoca. Soy hombre que me gusta hacer las cosas a su tiempo y con calma.
—Bien, observo que le domina mucho la prudencia.
—Es usted muy dueño de pensar como quiera. Yo me reservo mis opiniones sobre los demás cuando no tengo necesidad de exponerlas.
—De todas formas, voy a hacerle una advertencia. No estoy dispuesto a pagar ni ahora ni dentro de siete días.
—Bien. Yo estoy dispuesto a cobrar cuando pase el plazo legal. Advertidos los dos creo que no queda nada por discutir.
Steward, entendiendo que la última y tajante afirmación de Lex era un reto que debía recoger en el acto para no dejarle tomar la iniciativa en su día, hizo un movimiento veloz para echarse para atrás y sacar el revólver.
Lex, vibrante, gritó:
—¡Cuidado! Mire por debajo de la mesa.
Lex tenía la mano derecha baja y Steward, ante la advertencia sintió la sensación del peligro y miró. El cañón de un revólver le apuntaba al vientre.
—Calme sus nervios, Steward, que no está usted jugando a los hombrecitos con los cobardes de este poblado. Comprenderá que después de tomar informes sobre usted y saber la clase de salvaje que era no iba a venir a una cita dada por usted con las manos vacías y haciendo juegos con el aire. Sé con quién me gasto el dinero y no soy de los que se dejan sorprender tontamente.
»Por dos veces he llegado tarde a tomar parte en dos bestialidades suyas. Una, cuando partió usted la cabeza a una infeliz mujer arrojando un casco desde este mismo lugar y otra, cuando de un modo cobarde maltrató usted a un pobre muchacho que sabe que es incapaz de hacer frente a una mosca. De haber estado allí en aquel momento a estas horas es fácil que no viviese usted.
»Y cómo me causan asco los matones que presumen de serlo delante de pobres seres sin valor, he decidido poner a prueba sus agallas metiéndome en este asunto. Me va a pagar esos quinientos dólares, le sepa mal o bien y si no lo hace le voy a dar a escoger entre estas dos cosas: o marcharse de aquí antes de que expire el plazo o prepararse para saber cómo ladra mi revólver cuando yo le tiro de la oreja y le ordeno morder. Me han dicho que presume usted de tirador… mejor así, porque no me gusta medirme con aprendices de pistolero, a los que es fácil colocarles media docena de onzas de plomo mientras mueven la mano para bajarla al costado.
»Podía matarle ahora mismo. Incluso obtendría el testimonio de que ha hecho usted mención de sacar el revólver contra mí, pero me repugnan los asesinatos en frío. Prefiero balear a un hombre cuando se cree un as del revólver y tiene agallas para ponerse frente a mí.
»No le mataré sin cargarme de razón, pero lo haré sin piedad en cuanto me dé usted el más leve motivo. Cuide mucho lo que hace porque si cree que puede cazarme impunemente, si se equivoca no tendrá ni opción a un conato de defensa. Le doy de plazo los siete días que faltan para que pague o se largue y si pasado ese plazo no paga, y el sheriff no le mete en sus jaulas, yo le llevaré lo que quede de su carroña después de buscarle.
»Me ha llamado usted para lanzarme sus amenazas y presumir delante de mí de hombre irresistible. Yo he venido a demostrarle que no me causa miedo y a decirle lo que tenía que decirle. Espero que tome buena nota de mis palabras que no son pura fantasía.
»Y ahora, levántese, salga por delante y lárguese antes de que mis nervios se sientan molestos. Por hoy es bastante para que tenga algo que rumiar.
Bem, el tabernero, que desde el mostrador había asistido a la extraña entrevista, se sentía con la respiración suspendida al oír a Lex. En su vida hubiese sospechado que surgiese un hombre capaz de dar la cara a Steward en su propio terreno y le dijese las cosas tan duras y humillantes que le estaba diciendo. Cuando corriese la voz de lo que había presenciado y escuchado el pueblo en masa se iba a burlar en silencio del matón.
Éste se daba cuenta de muchas cosas. Había tropezado con una muralla con la que no creyó tropezar y se sentía como un toro enjaulado. No tenía escape, su enemigo le dominaba, le tenía acorralado como a un conejo y no acertaba a salir del cepo.
Pero su espíritu salvaje se rebelaba contra la humillación. Sería algo denigrante para él encajarlo y por otra parte no se avenía a salir de allí apuntado por un revólver, siendo el hazmerreír de cuantos le viesen, y como en realidad no era cobarde, aunque sí fanfarrón, buscaba la manera de eludir la situación aún a riesgo de correr algún peligro.
Levantó las manos como indicando que se sometía a la denigrante orden e hizo ademán de levantarse, pero de súbito, empujó la mesa bestialmente, tratando de hacer caer a Lex desviando la puntería de su revólver y sacando el suyo para rematarle en el suelo a tiros.
La mesa pegó en el duro pecho del agente de compras, pero no logró derribarle, porque Lex había adoptado una postura extraña que sirvió de parachoques al adminículo. Esto desconcertó a Steward, que contaba con el espacio libre que dejase la mesa al caer para levantarse y sacar el revólver.
Por esta causa, al bajar la mano tropezó con el reborde de la mesa en lugar de descender a la cintura y cuando quiso rectificar el movimiento era tarde. Lex no disparó, pero su mano izquierda asió el vaso de dura y maciza base y en un movimiento veloz se lo arrojó a la frente.
El vaso se clavó en la dura testa de Steward. Un caño de sangre brotó de la brecha chorreándole por la cara y los ojos y ya no pudo hacer más, porque de nuevo el revólver de Lex le estaba apuntando.
—Un viejo truco que no tengo olvidado, Steward. Lo sufrí una vez estando a punto de morir y no lo olvidé previniéndome contra él. Tendrá usted que inventar algún otro de más eficacia para librarse de mí. Y ahora salga por delante. Vaya a que le curen esa brecha y medite un poco en el porvenir. Le interesa.
Steward se limpió la sangre con la manga de la chaqueta; no se atrevió a buscar el pañuelo por si su enemigo lo interpretaba de una manera peligrosa, y, tambaleándose como un beodo, se dirigió a la puerta dando traspiés.
Al ganar el vano rugió:
—¡Por el infierno le juro que le voy a destrozar a tiros!
—Enhorabuena. Hasta la vista, Steward.
Se quedó en la puerta viendo cómo se alejaba arrimado a las fachadas para no caer. Estaba completamente mareado del golpe y la pérdida de sangre le ayudaba a perder energías.
Cuando le vio desaparecer calle abajo se dispuso a salir. El tabernero, entusiasmado, invitó:
—Beba algo a mi salud, forastero. Me ha dado usted el mejor rato de mi vida.
—Gracias, pero bebo poco. Se agradece.
—Lo siento. Tenga cuidado con él, señor. Ya no le dará la cara, pero no le perdonará la humillación. Es venenoso.
—Yo le arrancaré el veneno.
Y saludando con la mano salió a la calzada.