Capítulo 1
Alrededores de Pontevedra. Verano de 1476
EL olor era una tortura. Un delicioso tormento que le provocaba espasmos de ansiedad en las tripas. Hacía demasiado tiempo que no disfrutaba de un banquete como el que se doraba lentamente sobre las brasas de la hoguera: todo un conejo para él solo y sin ningún guarda que lo reclamara. No es que fuera un ejemplar orondo, apenas huesos y pellejo, pero hasta la piel más correosa suponía una bendición en su dieta de nabos y cebollas. Y si curtía la piel le serviría para reforzar el morral, que ya lo tenía muy desgastado.
—Un maldito festín —salivó, girando el espetón para que la carne se dorara uniformemente.
Fray Tristán solía repetir que la templanza en los manjares agradaba a Dios y que el ayuno y la abstinencia eran las virtudes de los santos. “Nada hay como la moderación de los apetitos para conservar el cuerpo firme y agradable al Señor”, decía con una sonrisa lasciva en su rostro lampiño mientras devoraba con la mirada las carnes tiernas de algún pajecillo. Claro que Lopo se preguntaba si fray Tristán, paniaguado en la torre de Milmanda cuyo único cometido era oficiar misas y maridajes, habría pasado hambre alguna vez en su vida.
La grasa chorreaba sobre las cenizas, desprendiendo aromas que le nublaban la razón. Pensó en sacarlo ya del fuego, pero se forzó a esperar un poco más. Solo un poco más, lo justo para que se dorara también por el otro lado. Con tiento, giró el improvisado pincho, un madero afilado, vigilando que no se le quemara. Una pizca de sal le vendría de maravilla. Y unas hierbas, ya puestos. Mariña sí que sabía de hierbas. Y de cocina, con cualquier fruslería organizaba un festín. Daba gusto verla delante del fuego cuando preparaba la comida, canturreando por lo bajo, la sonrisa a flor de piel, tan absorta en su tarea que se diría que hablaba con las ánimas benditas. Cualquiera que no la conociera pensaría que echaba fuera ensalmos y conjuros en vez de romanzas de ciego. Aunque quizás fuera precisamente eso lo que hacía: ensalmos para enriquecer los guisos, sortilegios para expulsar la fetidez de las carnes agusanadas, hechizos para despertar el sabor.
Era extraño: cuando estaba con ella apenas se percataba de su presencia, pero desde que la había perdido se le venía a las mientes al menor descuido. Se acordaba de su forma de reír, del brillo de sus ojos a la luz de la hoguera. Y de sus guisos. Entonces no los apreciaba, estaba demasiado ocupado derribando fortalezas y persiguiendo hijosdalgo, pero cuando el día concluía era Mariña la que le recibía con una sonrisa y una escudilla humeante.
“¡Non sabes o que tes, fillo de puta!”, le decía Xoán Afonso, que a la sazón era alcalde de la Irmandade y su más leal compañero, meneando la cabeza con envidia. Y tenía mucha razón, pero Lopo no lo había comprendido hasta que fue demasiado tarde.
Claro que todo eso eran historias viejas que ya no tenían remedio. Lo que sí tenía remedio, y muy apetecible, era el conejo. A diferencia de Mariña, Lopo no sabía cocinar. Se limitaba a poner al fuego lo que tuviera y a comérselo de cualquier forma. Nunca se acordaba de guardar en el fardel unas hierbas o un poco de sal, de modo que no podía echarle nada al conejo. Pero le daba lo mismo, era de buen conformar. Cosas menos sabrosas se tragaba habitualmente sin quejarse.
—Venga, bonito, sigue así.
Contempló la hoguera ensimismado. Era un hombre alto, seco, de huesos vivos y pelambre pajiza que ya comenzaba a ralear. Frisaba en la treintena, pero su desastrado jubón, las calzas de mal paño atadas con un cáñamo y lo macilento del cuerpo hacían que aparentase bastantes más. Se rascó la barbilla sin dejar de examinar las brasas y asintió para sí, satisfecho. Sus ojos refulgían a la luz de las llamas.
A su alrededor, el bosque respiraba entre sombras apenas rotas por la lanza de luz de una luna creciente. Un búho ululó desde la copa de un carballo. “También tú hueles el condumio, ¿verdad?” Lopo sonrió, anticipándose al placer. Ya casi sentía el sabor de la carne en su boca. ¡Por todos los demonios que aquel olor haría bailar a los muertos! No todo en la vida iban a ser desdichas y malandanzas. Bastante hartazgo tenía de ambas, por las barbas del Cristo… Y eso que no era hombre de excesos, que se conformaba con bien poco: un conejo para llenarse el buche, un trago de orujo, una hembra complaciente. Lo justo para seguir adelante.
Se sentó en una roca al lado de la hoguera y se estiró con deleite. La noche era un murmullo de grillos y brisas. Nada más se oía. El crepitar de la leña, el gotear de la grasa.
Y el chasquido de una rama a sus espaldas.
Se tiró al suelo, rodó sobre sí mismo y se agazapó al otro lado de la hoguera con tal destreza que, cuando se incorporó de nuevo, su mano ya empuñaba la espada desnuda. Era un arma del común, un simple hierro forjado por un herrero de pueblo con restos de otras hojas al que había amarrado un pedazo de madera con correas de cuero para que le sirviera de empuñadura. Era un arma del común, pero estaba afilada. Y sabía usarla.
Sus ojos escrutaron la penumbra mientras su corazón encabritado retumbaba en sus sienes y sus labios murmuraban una apresurada plegaria a san Martín de Tours, patrono de los soldados. Más allá del círculo de luz todo permanecía en silencio, tan plácido y sereno como una tumba.
Una jodida tumba. Acechó la floresta, el cuerpo presto a saltar, atento a los sonidos que se mecían en la brisa.
No se oía nada.
—Merda —masculló. Y después, más alto, dejó escapar una risita nerviosa—. Vas vello, meu. Vas vello.
Se puso en pie lentamente y se sacudió la tierra que se le había adherido a las calzas. El chisporroteo del conejo en las brasas le hería los oídos, pero no hizo caso. Meneó la cabeza, como burlándose de sí mismo, y regresó con despreocupación a la roca. Comenzó a sentarse de nuevo, pero no llegó a terminar el movimiento: de improviso dio otro salto, esta vez hacia atrás, y se internó en la espesura.
Justo a tiempo. Una flecha surgió de la oscuridad, silbó a un palmo de su nuca y se perdió tras él. Lopo tropezó, cayó sobre un costado, rodó nuevamente. El olor de la hojarasca húmeda se le metió en las narices.
Se arrastró entre los matorrales y olfateó la noche, satisfecho del éxito de su estratagema: fingiendo que se tranquilizaba, les había obligado a revelar su posición. Eran al menos dos. Los sentía entre los árboles, desconcertados y furiosos por haber perdido su oportunidad.
Eso estaba bien. Un hideputa furioso tenía muchas opciones de convertirse en un hideputa muerto.
—Mierda, el conejo —farfulló al percibir el chiporroteo de la grasa.
Se deslizó a ras de suelo, despacio, procurando no agitar las ramas de los arbustos. La saeta había salido de detrás del tronco de un viejo castaño. Lo fue rodeando con mil precauciones, atento a cualquier señal de movimiento.
El rufián todavía estaba allí. Su silueta se recortaba contra las llamas de la hoguera, un tipo escuálido, con cara de ratón desnutrido, vestido con harapos muy parecidos a los suyos. No paraba de moverse, más nervioso que un mosquito histérico. Su cabeza se giraba a un lado y a otro con convulsiones rígidas mientras trataba de localizarle. Tenía el arco nuevamente cargado en las manos, pero apuntaba al tronco del árbol. ¿Cómo podía ser tan estúpido?
Lopo aguardó hasta asegurarse de que el compañero de aquella rata no se hallaba cerca. Después se aproximó a él por la espalda. Sin prisas.
—¡Eh! —susurró.
El fulano se dio la vuelta de golpe.
—¡Aaaahh!
No tuvo tiempo de decir mucho más. La hoja le entró por el vientre, le quebró el esternón y le destrozó las entrañas. El pobre diablo dejó caer el arco y se venció como un fardo, sin acabar de creerse que ya estaba muerto.
Pero su grito había alertado al otro. Lopo se movió rápido para alejarse de allí, tratando de contener la agitación de su respiración y de mantener a raya su propio temor. Percibió un chasquido a su derecha y se arrojó al suelo, rodó sobre sí mismo y se levantó unos pasos más allá. Las puntas roñosas de una horquilla de labrador se le acercaban a toda velocidad arrastrando a un patán por el mango.
—¡Aaaahh! —ahora fue él quien gritó. Volvió a arrojarse al suelo a los pies del felón. Maldita fuera su jeta de rústico, estaba empezando a hartarse de rodar por el suelo. Pero la maniobra cogió de sorpresa a su atacante y desvió la trayectoria de la horquilla, que terminó clavada en un tronco mientras los dos hombres se hacían un lío de miembros y maldiciones. Rodaron entre piedras sueltas, arbustos y zarzas, golpeándose, gruñendo, jadeando. La espada era un estorbo. Lopo la dejó caer y buscó el cuchillo que llevaba en la cintura.
Soltó un aullido al sentir que la hoja de una daga le rasgaba la mejilla. El otro había tenido la misma idea que él, también había sacado su hierro. Sintió que la sangre le corría por la cara. Soltó un tremendo alarido y mordió la nariz del rufián con todas sus fuerzas mientras su mano derecha, que acababa de encontrar el cuchillo, lo clavaba una y otra vez en los riñones del emboscado. Este se retorció, pero la presa de la nariz le impedía moverse con soltura. Sufrió un espasmo, dejó escapar un grito inarticulado. Y se venció sobre Lopo.
Peso muerto. Soltó la nariz y escupió un trozo de carne. Por Dios, qué mal sabía. Aquella no era precisamente una táctica de caballeros, pero era efectiva. Y qué diantres, hacía demasiado tiempo que no se sentía un caballero. “Menos mal que no me ves, padre. No te iba a hacer mucha gracia verme luchar.”
Apartó de un empujón al infeliz, todavía jadeando, el pecho un retumbo.
—¡Mala landre!
Temblaba. Esa vez se había librado por poco, lo sabía bien. “Gracias, san Martín, compañero”. En la penumbra distinguió un rostro picado por la viruela, un casco abollado y un cuchillo roñoso, con la hoja rota y el filo oxidado. Un campesino hambriento. Un pobre diablo. Se llevó la mano a la cara y tanteó la herida. No parecía profunda, pero sangraba como un cerdo por San Martiño. Otra cicatriz para su colección.
Se estaba poniendo en pie cuando percibió un siseo. Se giró a tiempo para entrever el hacha que volaba directamente hacia su pecho. Oyó un crac y sintió la fuerza brutal del impacto, que le cortó la respiración y lo empujó hacia atrás. Cayó al suelo, súbitamente consciente de que acababan de matarle. La idea hizo que se le vinieran a las mientes escenas de la vida que se le escapaba, tan vívidas como las imágenes pintadas de la fachada de las iglesias. Su padre acariciándole la cabeza frente al fuego del hogar, allá en la torre, mientras desgranaba una historia de caballeros. Elina rogándole que le matara, el rostro roto por el terror. Xoán Afonso derribado por una flecha en plena batalla.
Menuda mierda de vida. Todo cuanto quiso alguna vez lo había perdido: su padre, sus ambiciones, su amor. Todo por lo que había luchado se había desvanecido. De haberlo sabido, sonrió con amargura, habría elegido el bando contrario… pues seguro que así perdía. Aturdido, alzó la mirada para tener un atisbo del rostro de su asesino. Si había otra vida, estaba seguro de que ambos se encontrarían de nuevo en el infierno y quería saber a quién tenía que cobrarle el favor.
Era una mujer. La idea penetró en su mente tan sinuosa y punzante como la cimitarra de los muslimes. Se echó a reír y la risa le provocó un ramalazo de dolor. Así que después de tantos combates era una mujer a la que no había visto nunca y contra la que nada tenía la que le esperaba con la guadaña en la mano. Siguió riéndose entrecortadamente, tenía su gracia la cosa. Con razón decían que la muerte era señora de armas tomar.
Algo extraño sucedía. La hembra se había dado la vuelta y corría hacia la espesura. Y él seguía vivo. Bajó la mirada hacia el pecho: allí no había sangre alguna. ¿Qué diablos?… El hacha debía de haberle golpeado con el mango o con el encastre de la hoja. La muy lerda no sabía lanzar, se había limitado a arrojarle el arma como si fuera una piedra. Y al escucharle reír se había asustado y decidido que era mejor desaparecer.
Soltó una carcajada, pero el dolor del pecho era agudo de verdad. Una costilla rota. Una jodida costilla rota. La idea le trajo a la mente el conejo.
—¡Por todos…!
La carne tierna y dorada se había convertido en una masa de carbón. Lopo maldijo a los cuatro vientos su suerte, sin preocuparse por el escándalo de sus gritos atravesando la noche.
—¿Tenías que cobrártela, viejo sapo? ¿Tenías que cobrarte tu ayuda de esa forma?—increpaba a san Martín, a su sombra, al silencio desordenado de insectos de la noche.
Cuando se calmó, tras arañar cuanta carne renegrida pudo del fardel de huesos calcinados en que se había convertido su cena, regresó al bosque y cacheó los cadáveres de sus asaltantes.
Por mil ratas bastardas. Ni siquiera podría sacarles una escudilla o un jubón. ¡Si al menos tuvieran botas! Pero solo eran unos pobres diablos hambrientos que habían creído que la Virgen les mandaba un conejo para cenar.
Bueno. La Virgen quizá no, pero el Diablo no andaba lejos. Y el conejo estaba tan carbonizado que bien podría servirles de cena en el jodido infierno.
Por la mañana, los carroñeros ya habían comenzado a hacer su trabajo. Una bandada de grajos se afanaba sobre los cadáveres, peleando entre sí por las mejores tajadas. Pensó en enterrar los cuerpos, pero no se sentía con ánimos. Que les dieran a los muy mandrias. Que les dieran. La costilla rota le había impedido dormir y el tajo de la mejilla palpitaba como el pecho de una cría de gorrión caída del nido. Por no hablar del agujero del hambre en su estómago.
Así que no estaba de humor para misericordias. Si querían un responso, que hubieran asaltado a un cura. Él lo que quería era llegar a Pontevedra con tiempo para recorrer la ciudad y hacerse una idea de cómo estaba la situación. Sabía que el conde de Camiña había puesto cerco a la fortaleza de Tenorio y había pensado acercarse a Pontevedra, que quedaba a un tiro de piedra de la torre, para informarse. En el burgo sabrían bien qué estaba pasando.
Y todavía le quedaba un buen trecho, así que recogió su morral, echó tierra sobre los rescoldos de la hoguera y reemprendió su viaje.
Sin embargo, mientras avanzaba por el viejo camino real su decisión comenzó a perder fuelle. A ambos lados de la calzada, el paisaje se perdía entre bosques y cultivos en sazón. Más bosques que cultivos, pues muchos campos abandonados por las continuas guerras se esforzaban con ahínco por reintegrarse en la selva. Apenas se divisaban construcciones, solo de cuando en cuando un casar olvidado hasta por sus moradores. Lopo caminaba con el paso vivo del viajero habitual, el morral al hombro, la espada al cinto, con sus viejas botas envueltas en paños para que aguantaran un poco más.
De repente se descubrió pensando que no le apetecía ir a Pontevedra. Nunca le habían gustado las ciudades: demasiada gente, demasiados callejones oscuros. En el bosque se sentía a gusto, conocía los susurros de las ánimas que flotaban en la niebla, los espíritus del musgo y de la espesura. Vivía con ellos, los respetaba y ellos le respetaban a él. Pero en la ciudad era distinto. Allí todo era hostil. Con la costilla rota apenas podría defenderse del ataque de un salteador cojo, cuánto menos de una banda de mendigos del burgo. Y no tenía ganas de responder a las preguntas de los guardias de la puerta. Con su aspecto, lo más probable era que ni siquiera le dejaran entrar. Lo mejor sería dar un rodeo e ir directamente a la torre de Tenorio. Quizá pudiera acercarse al campamento del conde de Camiña y tantear el terreno…
Sí, eso haría. En un asedio sabía perfectamente cómo desenvolverse, mucho mejor que en una ciudad. Le sobraba experiencia.