Capítulo 10
AMANECIÓ un día claro, de nieblas tenues que fueron evaporándose a medida que se alzaba el sol. A primera hora, Lopo se dirigió al campo de armas para ejercitarse en compañía de algunos irmandiños. Aquel día concluía el plazo del ultimátum y el campamento semejaba una soga sometida a presión por ambos extremos.
—¡Eh! ¿Qué mierda te pasa? —le espetó Xoán el Negro cuando un espadazo astilló su broquel de madera. El irmandiño se le vino encima rabioso—. ¿Pretendes matarme, hideputa?
Lopo comprendió que estaba peleando como si le fuera la vida en ello, dejando que la rabia y la frustración le dominaran. La cabeza se le iba, incapaz de dejar de pensar en los últimos acontecimientos.
—Pelea con otro, Negro —y comenzó a alejarse de allí. Necesitaba pensar.
—¡Que te den! —espetó el peón a sus espaldas—. ¿Te crees muy listo? ¿Te crees mejor que los demás, hijodalgo de los huevos?
Lopo no respondió. Las palabras del irmandiño rezumaban rencores que llevaban demasiado tiempo dormidos y que no tenía intención de azuzar.
Vagó por el campo de entrenamiento, más atento a sus pensamientos que a los peones que se ejercitaban. El problema era Probén. No conseguía sacarse de la cabeza la expresión del tenente en el momento en que despeñó a su hijo. ¡Por todos los demonios! ¿Cómo podía un hombre hacer aquello, matar a su propio hijo? ¡Si al menos lo hubiera hecho en un momento de enajenación, dejándose llevar por la rabia o la ira! Pero en el semblante de Probén no había habido ni rastro de desesperación. Solo firmeza y dolor, un dolor hondo, calmo, una desolación serena. Por mucho que Lopo se asombrara, por cruel que fuera la decisión de Probén, había en ella una suerte de nobleza digna de admiración. Las historias que le había contado Xián sobre la familia del tenente le rondaban por el caletre como hormigas borrachas. Con razón el chiquillo se sentía fascinado por aquellos caballeros que morían por la bandera, vengaban ofensas y ponían la lealtad a sus señores por encima de la propia vida. ¡Maldita fuera su estampa! Harto conocía las hazañas de los señores, sus abusos y tropelías y hete aquí que se encontraba con el único caballero de verdad que quedaba. Y se tenía que enfrentar a él.
Los irmandiños reencontrados, la mirada decepcionada de Xián, la sorpresa de encontrarse con un noble que daba valor a su palabra, todo se conjuraba para hacerle volver atrás. Su mente retrocedió hasta toparse de bruces con Elina y los días de Allariz.
“Pensaba que tú eras diferente, pero me equivoqué.” Las palabras de la muchacha habían espoleado algo dentro de su cabeza, un aguijón sutil e insidioso. Durante días había rondado su casa y los lugares que frecuentaban ansiando verla, vislumbrar siquiera sus cabellos, el hoyuelo de su sonrisa, repitiendo en su cabeza las palabras que le diría para convencerla de que él no era como los demás. Pero la muchacha se mantenía apartada como si Lopo hubiera contraído la lepra. Al cabo, tras mucho rondar, había tomado una decisión: le demostraría que estaba equivocada.
No le fue difícil localizar al cabecilla irmandiño en Allariz. Tenía su pequeño taller de barcas cerca de las tenerías, aguas abajo de Allariz, entre casuchas de paja y hedores que revolvían las tripas. Lopo se acercó hasta allí con el estómago agitado y la repugnancia minando su resolución. Los chiquillos que le contemplaban desde el barro, los perros esqueléticos y repletos de pulgas y la miseria de la barriada contrastaban con el lustre de Brasa y con sus ropas de escudero. A pesar de que vivía a un tiro de piedra, jamás se había acercado por allí.
—¿Eres tú el que llaman Xoán Afonso?
El hombre se hallaba en el exterior de una choza en compañía de un muchacho que debía de tener la edad de Lopo y que le ayudaba a serrar unos troncos. Xoán Afonso Carpinteiro era de mediana edad, de mirada clara y manos callosas, moldeadas por el escoplo y la sierra. Tenía el torso desnudo, cubierto solo por un mandil de cuero propio de su oficio. Unos hilillos de sudor le resbalaban por entre el vello canoso del pecho.
El carpintero interrumpió la faena y le contempló con curiosidad mientras se pasaba el antebrazo por la frente para secarse el sudor. Repentinamente, Lopo se sintió incómodo, muy consciente de lo lujoso de sus ropas y de la calidad de su montura en aquel lugar, como si tuviera que justificarse ante el villano. Ni siquiera sabía bien qué hacía allí. Había acudido a él por un impulso, para demostrarle a Elina y a sí mismo que… ¿qué? ¿Qué quería demostrar? ¡Por Dios, él no era como aquellos villanos, era un noble que estaba a punto de jurar como caballero! Cada uno tenía su misión y su lugar en el esquema de la Creación, así lo repetían los sacerdotes y él no era quién para discutirlo. No podía renegar de su condición, pero sí podía tratar de cumplir lo mejor posible con sus deberes de caballero, que no eran otros que defender a los débiles e imponer la justicia. Aquel pensamiento le animó.
Xoán Afonso le observaba con atención amable, exenta de crítica, lo que le tranquilizó un poco.
—¿Me buscáis para hacerme algún encargo?
Lopo se fijó en el muchacho que ayudaba al carpintero, un joven de rostro tan atezado que parecía uno de los moros que vivían en el sur y que eran de piel tan oscura como el alma de los condenados. El aprendiz le contemplaba con una mueca burlona.
—¿Sois alcalde de la Santa Irmandade?
El hombre frunció el ceño, pero fue solo un momento de sorpresa. Asintió:
—Lo soy.
Ya estaba. ¿Y ahora qué? Lopo masticaba nerviosismos, luchaba contra la sensación de estar haciendo el ridículo. La mirada del carpintero era amable, aunque no así la de su aprendiz, que repasaba sus avíos con desdén.
—¿Es cierto que vuestra irmandade tiene como misión acabar con los bandidos y salteadores?
Una mueca divertida asomó a las comisuras de los labios del carpintero, aunque al punto fue sustituida por una sonrisa amable:
—Lo es. El mismísimo rey Enrique ha sancionado nuestra unión y nos ha encargado librar la tierra de abusos.
—Y defender a los débiles.
—Sobre todo, defender a los débiles.
Así que era cierto. El mundo parecía haberse vuelto del revés. ¿Cómo era posible que el rey, el primero entre los nobles, alterara de tal modo el orden del mundo otorgándole a los villanos las funciones propias de los caballeros?
—¿Y no os extraña? —balbució, más pensando en voz alta que formulando una verdadera pregunta—. Quiero decir, vos sois un villano. Un carpintero. ¿Qué sabéis de armas? ¿Cómo… cómo…? —dejó morir la pregunta, confundido. No concebía que un campesino o un artesano pudieran realizar la tarea de los nobles. Sabía bien que muchos hidalgos descuidaban sus deberes, claro que sí. No estaba ciego. Conocía los desmanes del tenente de Allariz, Nuño Gómez de Puga, sus rapiñas y sus arbitrariedades. Era un personaje infame que deshonraba a los suyos, pero sin duda había otros muchos que cumplían sus votos.
Echó un vistazo en derredor para aclarar sus ideas. El río bajaba calmo, sobrevolado por libélulas indiferentes. Un perro cojo perseguía a un moscardón en la ribera. Un poco más abajo, unas mujeres lavaban la ropa sin dejar de observarle y cuchichear entre ellas.
—¿Es cierto lo que se rumorea, que os proponéis tomar todas las fortalezas para que los bandidos no sigan refugiándose en ellas? —preguntó, sin saber muy bien qué decir.
El aprendiz escupió a un lado y se adelantó a su maestro:
—¡Todas, malditos seáis! ¡Vamos a haceros morder el polvo!
—¡Xoán! —restalló el maestro carpintero, cortante como una guadaña. Después se volvió hacia Lopo y su voz se tornó nuevamente amable—. No hagáis caso de lo que dice este zoquete, no pretendemos hacer daño a nadie, joven escudero. Solo evitar que se sigan cometiendo abusos. Nuestro señor el rey nos ha ordenado velar por el orden y eso es lo que haremos.
—¡Pero esa es la función de los caballeros, velar por el orden y la justicia!
El maestro carpintero se le quedó mirando con una expresión triste que Lopo no consiguió descifrar. Bajó la vista hacia la librea de Lopo, que tenía los colores del señor de la comarca.
—Sois hombre de Pimentel. ¿Diríais que el merino Nuño vela por el orden y la justicia? —Lopo se ruborizó, pero mantuvo la mirada. El carpintero prosiguió—. Cuando el brazo está podrido, lo más inteligente es cortarlo antes de que se pudra el resto del cuerpo.
La serenidad del villano le desconcertaba, le resultaba muy cercana a pesar de sus palabras. —Entonces, ¿tomaréis las fortalezas?
Se encogió de hombros:
—Solo las que escondan bandidos.
—¿Y cómo lo vais a hacer? Quiero decir, no tenéis armas, no sabéis luchar, sois solo… —iba a decir que eran solo villanos, pero sus palabras murieron en la boca. El aprendiz le contemplaba con una mueca despectiva.
Xoán Afonso Carpinteiro sonrió:
—¿Qué os preocupa? ¿Que no podamos cumplir nuestra palabra o que sí lo hagamos?
Lopo respiró hondo y suspiró. No conseguía apartar de la cabeza las palabras de Elina. Él no era como los demás, dijera lo que dijese la muchacha. No lo era e iba a demostrárselo. De súbito, supo para qué había ido hasta allí.
—Dentro de poco seré armado caballero —dijo, volviéndose hacia el maestro carpintero.
Lopo prefirió pasar por alto la sonrisa del hombre.
—Me alegro por vos.
—Y la principal misión de un caballero es defender a los débiles. —El maese no dijo nada, se limitó a observarlo con atención—. Así que creo que es mi deber ayudaros.
Ajeno al fragor de espadas del campo de entrenamiento, Lopo meneó la cabeza para sí al recordar la ingenuidad del muchacho que había sido. Hacía tanto tiempo y habían pasado tantas cosas desde entonces que se le antojaba la vida de algún otro en el que ya no se reconocía. En aquel tiempo tenía la cabeza llena de pájaros. Todavía creía en la justicia y soñaba con convertirse en paladín. En un caballero que hiciera honor a su juramento y que alcanzara reputación por sus proezas.
Alzó la mirada. Ante él, el palenque rebosaba de hombres de armas. Un grupo de arqueros se ejercitaba disparando contra unas balas de paja sobre la que habían colocado unas toscas dianas. Descubrió a Xoán el Negro entre ellos, el arco armado, pavoneándose como un gallo en corral ajeno. El Negro, el antiguo ayudante de Xoán Afonso Carpinteiro. Escuchó el tintineo de monedas que pasaban de mano en mano, las voces crispadas, las muecas de satisfacción. El irmandiño estaba apostando con los demás arqueros mientras Cibrao le recogía las ganancias.
Un hormigueo en la base del cuello le hizo volverse hacia el perímetro del campo. Xián. Su corazón palpitó con fuerza una, dos veces. El paje se hallaba de pie tras la cerca de madera, observándolo con reconcentrada atención y el ceño marcado en su rostro infantil. Avanzó hacia él, dispuesto a aclarar las cosas de una vez por todas.
—¿Se puede saber qué te pasa, muchacho?
El chiquillo le contempló con las pupilas aceradas y los labios fruncidos, enfurruñado. Todo su cuerpo rezumaba tensión. Retrocedió un paso al ver que se acercaba, pero no le respondió.
—¡Voto al Infierno! —rezongó Lopo, dolorido por el rechazo muy a su pesar—. ¿Qué mala pulga te ha picado? Querías ejercitarte en el uso de las armas, ¿no? ¡Pues eso es lo que hemos hecho!
Xián permaneció callado, los pequeños puños crispados, sin apartar la mirada. Lopo acercó la mano para sujetarlo por el hombro, pero el paje se revolvió y dio otro paso atrás:
—¡Yo confié en vos!
—¿De qué demontres hablas? —Estaba comenzando a enfadarse—. Querías un maestro de armas y encontraste uno. Deseabas con tanta fuerza un caballero que tú mismo te lo creaste. ¿Cuántas veces te dije que yo no lo era?
—¡Pero sí lo sois! ¡Lo sois! —Y se abalanzó sobre él, dándole golpes con sus pequeños puños—. ¡Lo sois!
Lopo recibió el bombardeo de puñetazos sin defenderse, desconcertado por la rabia del muchacho.
—¡Pero…!
Con lágrimas en los ojos, Xián siguió golpeándole:
—Yo… yo pensé que erais como Probén —se detuvo de súbito y le enfrentó—. ¿Cómo pudisteis uniros a los irmandiños? ¡Ellos derribaron la torre de mi padre y mataron a mi hermano! —Y, sin darle ocasión a reaccionar, se dio la vuelta y salió corriendo.
Lopo lo dejó marchar. Así que de eso se trataba. Maldito fuera el mocoso, maldita fuera su estampa. Y malditos sus sueños de caballeros y nobles.
Pero, mientras lo veía alejarse, se sorprendió a sí mismo al notar un redolor en el pecho.
—Demonio de chiquillo —masculló.
Le recordaba demasiado a sí mismo. Antes de convertirse en el mercenario que era.