Capítulo 3
ABRIÓ los ojos y contempló la oscuridad cargada, densa de trasudores y ventosidades. La paja y las pulgas le picaban a través de la camisa de noche, pero no hizo caso. Permaneció muy quieto, tratando de averiguar qué era lo que le había despertado. Quizá el ululato de un búho. No, había sonado más como el maullido de un gato. Pero en ese momento solo rompían el silencio de la cámara los ronquidos de Vela, el criado que dormía junto a la puerta, y las respiraciones acompasadas de sus compañeros.
Y algo más. Sí, ahí estaba otra vez. Muy tenue, ahogado. Un maullido. No, no era un maullido, sino… un llanto. Alguien estaba llorando.
Supo al punto de quién se trataba. El nuevo paje. Acababa de llegar esa misma mañana, flaco, larguirucho, asustado como una liebre al penetrar en una zorrera. Lo había visto a lomos del caballo de su padre, observándolo todo con los ojos de par en par y el temor saliéndosele por la boca abierta. Después sus obligaciones le habían absorbido y no volvió a acordarse del recién llegado.
Se irguió con cuidado de no despertar a los que dormían a su lado y se deslizó hasta la ventana por la que entraban los fríos del final del invierno.
Los paños empapados en aceite poco podían contra el helor del alba, que colaba sus zarpas a través del vano en busca de presas. A los recién llegados siempre les tocaba apencar con el peor sitio.
—¡Eh! —susurró cuando estuvo junto al niño—. ¡Eh! ¿Estás bien?
El chiquillo dio un respingo y los llantos cesaron, pero no se movió.
—No te preocupes, se te pasará. Ya verás, dentro de unos días estarás mejor.
Por un momento no sucedió nada. Pero de súbito el muchacho apartó la manta con brusquedad:
—¿Y tú qué mierda sabes? —susurró, los ojos enrojecidos, las mejillas surcadas por regueros blanquecinos en medio de la suciedad.
Tenía miedo. Temía que su intención fuera burlarse. Cuatro meses atrás él mismo estaba en la misma situación y le habría gustado que alguien se le acercara como amigo.
—Ya verás —repitió, tozudo.
El recién llegado era un chiquillo de unos siete años, con el rostro colorado y los ojos oscuros y redondos como lunas llenas. En el albor de la madrugada distinguió el pelo negro y largo que se le pegaba a la frente y le acentuaba la hosquedad de la expresión.
—¿Qué quieres? —preguntó el chiquillo con aspereza, pasándose los puños por las mejillas para limpiarse el rastro de las lágrimas—. ¡Déjame en paz!
—Yo también lloré. Al principio, ¿sabes? Echaba de menos a mi madre y a los criados. Pero sobre todo echaba de menos a mis perros… —el chiquillo le escuchaba con una mezcla de recelo y curiosidad que le animó a seguir—. Tengo uno más listo que el hambre. Le llamo Paspán porque le encanta perseguir y comer moscas, pero es solo para meterme con él, porque es más vivo que ninguno. Cuando mi padre me lleva de caza, Paspán es el primero en levantar la liebre y el que antes localiza la pieza abatida. Quise traérmelo, pero no me dejaron. —Ahora podía hablar de ello como si no le importara, pero en su momento le había dolido de verdad.
El chiquillo le observaba fijamente, un rescoldo de lágrimas en sus pupilas:
—Mi padre tampoco me dejó traer a León. Mi perro.
—Y te dijo que tenías que comportarte como un hombre, que ya eras mayor, ¿verdad?
El otro asintió, tímido:
—Sí.
—También a mí me lo dijo el mío. —Se encogió de hombros y compuso una mueca resignada—. Siempre lo dicen.
—Es verdad.
—¿Cómo te llamas?
El chiquillo se sorbió los mocos:
—Bento —dudó—. ¿Y tú?
—Lopo.
Quedaron en silencio, pero entre ellos se tejía una nueva complicidad.
—¿Es muy duro lo de paje? —preguntó Bento al cabo.
Lopo contempló la claridad que entraba por la ventana. Había llegado al castillo de Allariz unos meses atrás, recién cumplidos los siete años y con la cabeza repleta de hazañas de caballeros y sueños de honor, lealtad y cortesía. Su padre, señor de Vilar de Cans y tenente de Milmanda, siempre repetía que no había nada más valioso que el nombre del linaje y que era deber de todo caballero defender y acrecentar su honor y patrimonio:
“La noble caballería es el más honrado oficio de todos —le explicaba por las noches, cuando Lopo se acurrucaba a sus pies frente al fuego del hogar mientras su madre bordaba—. Mas no son todos caballeros cuantos cabalgan caballos, ni cuantos arman caballeros los reyes, sino quienes guardan la regla. Que muchos se hacen armar para no pagar tributos, pero ni saben ni les interesa lo que cumple al oficio y al ejercicio de la caballería.”
Lopo siempre escuchaba a su padre con la boca abierta, vueltos sus ojos de niño hacia él para no perderse una palabra. Cuando se enfrascaba en el relato, Lopo le cogía la mano, que se le antojaba grande como pecho de buey, y se la colocaba en la cabeza para que le acariciara como si de un cachorro se tratase. Y allí se quedaba Lopo, sin osar moverse, mientras escuchaba relatos de caballeros que daban su vida por defender la bandera, y de otros que eran los más arrojados, siempre dispuestos a dar la vida por su dama o por su señor.
“Pues es cualidad noble la valentía en la lucha, mas también la generosidad con los vencidos, la cortesía, el respeto y la protección de mujeres, niños y menudos. Que si las justas y torneos son propias de nuestra condición de caballeros, no lo es menos la protección de aquellos que nos requieren.” Tales eran las palabras de su señor padre, que le llenaban las noches de sueños de épicas batallas y los días de anhelos de héroes. Lopo había aguardado con ansia infantil el momento de abandonar la torre de Milmanda para acudir al castillo de Allariz e iniciar su formación en las artes de la caballería, primero como paje y más tarde como escudero.
Pero aquellos cuatro meses habían sido un infierno. Desde el primer día chocó frontalmente con el grupo de pajes del castillo. Era una cuadrilla de zafios muchachos de origen diverso que despreciaban los relatos de caballería y parecían considerar que lo único importante en el mundo era demostrar su hombría con exhibiciones de crueldad que a Lopo le resultaban gratuitas y sin sentido. Todos ellos llevaban ya varios años al servicio del señor de Pimentel, por lo que la aparición del nuevo paje fue recibida con recelo en el cerrado grupo. Al frente se hallaba Sancho, un mozo ya que, a pesar de tener sobradamente cumplidos los catorce años, seguía sin encontrar caballero que le aceptara como escudero. El demérito no afectaba a su sadismo ni a su dominio sobre el resto, que ejercía con aires de tirano. Al poco de su llegada, Lopo se negó a escaldar a un pobre gato al que pretendían introducir en el lecho de una de las criadas. Desde entonces, Sancho le había convertido en una de sus víctimas preferidas.
—¿Lopo? —insistió Bento. Se había quedado abstraído, el pensamiento vuelto hacia el pasado—. ¿Es muy duro? —preguntó, ansioso.
Lopo le contempló con simpatía:
—No, ya verás. Yo te defenderé.
Bento sorbió los mocos y se quedó mirándole, inseguro y agradecido.
—Gracias —dijo.
Lopo asintió:
—Si quieres, puedes dormir a mi lado. Hace menos frío.
Hedía. Un tufo áspero, de bahorrina y sudores viejos, de aguas muertas, orines y podredumbres. Hedía, y la pestilencia asaltaba las fosas nasales de Lopo haciendo que se sintiera como en casa. Era la fetidez de la guerra, el olor de los campamentos.
—Por tod… tod… dos los demonios, todavía no me lo creo, Lopo, maldito bastardo —Bento se tambaleaba, se le vencía el torso seboso sobre la mesa de la taberna, una de las muchas que siempre brotaban en torno a los cercos como los mosquitos de las aguas estancadas. El hombretón estaba borracho como una cuba, lo que le parecía muy necesario: no en vano acababa de toparse con un fantasma del pasado—. De… dde verdad, no me lo creo. ¡Y vaya pintajo que tienes, si pensé que eras un jodido villano!
Lopo ni siquiera le respondió. Tampoco él salía de su asombro, el pecho convertido en un nido de recuerdos. Un nido de espinas, por los piojos de los profetas. Bento. Nada menos que Bento. Un rencor viejo le anegaba, le impedía casi respirar. Una oleada de recuerdos que creía sepultados. Se tocó la higa del cuello para alejar la desgracia.
—¡Esto hay que celebbbrarlo! —bramaba el gigantón a cada poco.
Y a fe cierta que lo estaba haciendo, que mostraba la avidez de la tierra reseca tras meses de sequía. Le había arrastrado primero al campamento y después, sin apenas dilación, de taberna en taberna, en un recorrido que no parecía tener fin. La noche se hallaba ya bien avanzada e incluso los más recalcitrantes bebedores comenzaban a retirarse, sus canciones ebrias rasgando la quietud del asedio. Los dos escuderos de Bento, Xende y Diego, hacía tiempo que dormitaban sobre los bancos, pero el hijodalgo no mostraba trazas de rendirse.
—¡Posadero, diantre! ¿Dónde estás, pedo de rrrata, hipp, jamelgo moro? ¡Trae másh vino, maldito! —reclamó, segando las esperanzas de Lopo de una pronta retirada.
Lopo no se sentía cómodo. No se fiaba ni de Bento ni de su suerte. La costilla rota le lanzaba punzadas, la herida del rostro le ardía, el cuerpo entero le escocía como si se hubiera dormido sobre un hormiguero. Y, por si no fuera suficiente, Bento acababa de estornudar tres veces seguidas, señal clarísima de que llevaba un demonio dentro. Lopo se había persignado discretamente para alejar de sí todo mal, pero seguía sin tenerlas todas consigo.
Bento. La sorpresa todavía le descerrajaba las mandíbulas. Apenas conseguía relacionar aquel cuerpo vencido de carnes y grasas con el chiquillo delgaducho que había sido su mejor amigo. El grandullón se había echado a reír tras reconocerle, una carcajada brutal que dejó pasmados a sus escuderos. Y desde ese instante todo eran palabras y más palabras, jarras y más jarras, una tolvanera de palmadas y complicidades.
Al menos por parte de Bento. Lopo trataba de ahogar los recuerdos. El dolor. El encono que durante años había llevado en lo más escondido de sus tripas.
Lo peor era que sabía que no tenía opción. Era Bento o seguir pudriéndose por los caminos.
—¡Por… por la Virgen, q… que cuando te reconocí casi me muero! —otra palmada brutal, otra carcajada—. ¡Y a punto estuviste de atrrapar al maldito… hiiiip… caballo! ¿Puess no llevamos varias semanas tras él? ¡Se ve que sigues teniendo buen ojo para las besstias!
Lopo trataba de mantenerse sobrio, pero también a él comenzaban a mezclársele las imágenes del pasado con las del campamento, que era como todos los campamentos del mundo: un rebullir de prostitutas, mercaderes, hombres de armas, pillos, mendigos y taberneros, un paisaje de tiendas y chozas, de trabucos, caballos, fosos y parapetos. La mole de la torre sitiada servía de telón de fondo, al modo de los retablos de las iglesias, siempre presente en el límite de la visión.
—Habrá que irse a dormir —sugirió Lopo, más por decir algo que por esperar la aquiescencia de Bento.
Que, en efecto, ni siquiera respondió:
—¿Másssh? —preguntó, la jarra de vino oscilando sobre su taza.
—No, gracias.
Le sirvió igualmente, derramando buena parte del contenido sobre la tabla. Intentó repetir la hazaña sobre su propia taza pero desistió al ver que no atinaba con la puntería y se llevó la loza a los labios:
—¡Saalud! —Se rió al alzar la mirada y fijarse en el rostro herido de Lopo. Era la enésima vez que se reía por lo mismo—. ¡Mira que estás feo, carallo! ¡Ese vino, tabernero! —Se volvió de súbito, solo para toparse con la muchacha que se acercaba con la nueva jarra. El movimiento fue tan brusco que buena parte del contenido se le vertió sobre las ropas.
La vasija cayó al suelo y se rompió con estrépito. Los escuderos se despertaron sobresaltados y se llevaron las manos a las dagas.
—¿Qué…?
—¡Maldita furcia! ¿Es que no tienes ojos en la cara? —Bento se levantó y se dirigió hacia la mujer, que retrocedió visiblemente asustada. Iba a pegarle un guantazo, pero en ese instante reparó en el miedo de la hembra y una sonrisa salaz le cruzó el rostro—. ¿Qué te sucede, putita, te asustan los hombres?
—Mi señor, por favor, mi señor… —El tabernero se acercó precipitadamente, las manos un fregado—. Disculpad la torpeza de la muchacha, mi señor, no es más que una hija torpe y basta, indigna de un caballero.
—Eso lo decidiré yyo, mamarracho. Como fámula es un desas… tre, pero quizá podamos ssacar algo mássh de ella… —y, al desgaire, le arrojó unas monedas al padre que este se apresuró a recoger antes de perderse en el interior de la casucha.
La moza estaba francamente atemorizada. Tenía un rostro vulgar y algo regordete, enmarcado por un pelo áspero. Bento la arrinconó contra una pared y comenzó a magrearle las tetas por encima del corpiño. No eran nada del otro mundo, solo unas tetas grandes y blandas, pero tampoco él estaba en condiciones de demasiadas proezas. Y unas tetas eran unas tetas.
—Hummm. —Se dejó caer con todo su peso sobre ella, aplastándola contra la endeble pared. Luchó por levantarle las sayas y sacarse al tiempo el miembro de las calzas, cada vez más ardiente. Le excitaba el vino, los gemidos de la moza, el posadero mesándose los cabellos—. ¡Por el Cristo, palurda, que te enseñaré a tratar a un noble! ¿Crees que puedes tirarme una jarra por encima y quedarte tan… hipp… ancha? ¿Piensas que soy uno de esos hijodalgos muertos de hambre que pululan por todas partes desde las revueltas de la plebe? —Entonces se fijó en Lopo, el hideputa de Lopo, así el diablo ss… se lo llevara, que estaba por ahí, escuchándole y viendo cómo disfrutaba, y sintió que su sexo se enardecía—. ¡Pa… Pardiez, Lopo, esta sssí que es buena, ahí estás, el mismísimo Lopo, el santurrón y noble caballero! Eh, muchacho, no iba porr tti, lo de los muertos de hambre, digo…
Se dio cuenta de que estaba jadeando. La muy furcia se le escabullía, no paraba quieta. Iba a tener que ponerse serio.
—¡Xende, cc… carallo! ¡Sujétame a esta puta!
El escudero se lamía el labio leporino con la lengua en un inconsciente gesto procaz. Se levantó y se aprestó a obedecer a su señor.
“Maldita sea”, pensó Lopo. Allí estaba el demonio que se le había metido a Bento en el cuerpo, el de los tres estornudos. Maldito fuera el hideputa. La escena le despertaba el veneno que llevaba en las entrañas como una garra afilada en mitad de la noche.
Se levantó con cuidado de no perder el equilibrio. Estaba borracho. El vino le agriaba el aliento y el humor. Le zumbaba en la cabeza. No tenía el cuerpo acostumbrado a tanta ingesta, ya no. Los gritos de la muchacha, las carcajadas de Bento, los gemidos del tabernero le estallaban en la mollera con estrépito de cigarras. Xende había conseguido inmovilizar a la moza por detrás y aprovechaba para sobarla a su vez, mientras Diego, el otro escudero, observaba la escena con indiferencia.
Escrutó la oscuridad que rodeaba el alpendre de la taberna. Aquí y allá ardían los rescoldos de los fuegos del campamento envueltos en un rumor de voces apagadas. La muchacha volvió a gritar. Lopo meneó la cabeza. También era mala suerte, tenían que haber dado con la única moza de taberna que no era prostituta. ¡Maldito posadero! ¿A quién se le ocurría poner a una hija a trajinar en una taberna con soldados cerca?
No quería líos. Bastantes había tenido ya. ¡Por todas las ratas del infierno, maldita suerte la suya! Trastabillando, comenzó a alejarse del figón.
¿Dónde tendría su tienda el hideputa de Bento? Bueno, ya la encontraría…