Capítulo 8

LOPO escuchó el restallido al acercarse a la tienda. Un silbido agudo, un golpe seco y un gruñido ahogado. Había estado aguardando por Xián en el campo de entrenamiento, pero el muchacho no había aparecido, así que al final, extrañado, se acercó hasta la tienda de Bento para buscarlo.

—¡Maldito bribón! ¿Qué te has creído, gandumbas? —Distinguió la voz de Xende, uno de los escuderos de Bento, y apresuró el paso—. ¿Que puedes ir y venir a tu antojo y descuidar a tu señor? ¡Yo te enseñaré cuál es tu lugar!

La gran tienda que servía de alojamiento se hallaba desierta, solo ocupada por Xende y Xián. El chiquillo tenía las calzas bajadas y se inclinaba sobre una mesa con el rostro oculto entre los brazos mientras el escudero, de espaldas a la puerta, le sujetaba el cuello con una mano y descargaba la vara con la otra una y otra vez contra sus nalgas.

—Apártate de él.

El escudero se detuvo y se volvió hacia la entrada. Una mueca de desdén le desfiguró el rostro al descubrirlo.

—No te metas en donde no te llaman —escupió, sin soltar su presa.

El labio leporino acentuaba la mueca y convertía su expresión en una máscara de carnaval. Lopo dio un paso adelante.

—Apártate —repitió en voz baja, cortante como un cuchillo.

Xende se percató del hielo de su tono y vaciló. Sus ojos destellaron, pero su mano izquierda soltó la presa del cuello de Xián.

—No eres nadie aquí —masculló con furia—. No tienes ningún derecho a intervenir.

Lopo lo sabía. Y sabía también que Xende, como escudero, era hidalgo. No tenía autoridad sobre él, y él sí la tenía sobre el paje de su señor. Pero aquella no era forma de tratar a un chiquillo.

—¿Solo te atreves con los pequeños, Xende? —Xián se había incorporado y se estaba levantando las calzas. Tenía la faz arrebolada, aunque Lopo no sabía si por la rabia, el dolor o la vergüenza—. ¿Te sientes más hombre así?

El escudero escupió al frente a través de su labio retorcido.

—Me limito a cumplir con mi deber. Y es mi deber disciplinar a los pajes díscolos, gorrión. —Lopo no acusó el insulto. Era el término despectivo con el que el bando nobiliar (nobiliario) llamaba a los irmandiños—. El chiquillo descuida sus obligaciones.

—Lástima, pero en este momento Xián está ocupado. Es hora de entrenar. —Se volvió hacia el paje—. Xián, vete al campo y espérame allí.

—¡No lo haré! ¡Tú no me das órdenes!

La respuesta le cogió de sorpresa.

—¿Qué?

—¡No quiero entrenar más contigo! ¡No eres un caballero, eres un irmandiño! ¡Ya no quiero ser tu paje! —Y, antes de que Lopo tuviera tiempo de reaccionar, salió corriendo de la tienda.

La carcajada de Xende le sacó de su estupor:

—¡Parece que el gran guerrero se ha quedado sin su único adepto!

 

La palabra se repetía por doquier; se mascullaba, se voceaba, se escupía como si fuera un hechizo o una maldición. Los viejos se acodaban sobre las mesas mugrientas de las tabernas y se ponían a recordar tiempos ya idos con la mirada perdida. Las mujeres la susurraban en los lavaderos y sus rostros se crispaban, a medio camino entre la esperanza y el temor. Los mozos la gritaban por los caminos, impulsados por la osadía y la ceguera de su juventud. En las aldeas, en los burgos, en los cenobios y en los castillos, todos hablaban de la Irmandade. La Santa Irmandade había sido sancionada por el mismísimo rey para acabar con bandidos y salteadores, para impartir justicia y pacificar la tierra. —¿Tú qué crees que va a pasar?

Lopo y Bento cabalgaban por la ribera del río Arnoia, en las afueras de Allariz. Era un día luminoso, uno de esos días invernales de cielos limpios en los que el aire, todavía frío, lleva en su seno una promesa de primavera. Ambos avanzaban al paso, las riendas sueltas, mientras charlaban despreocupadamente. Tenían veinte años y nada en el mundo les inquietaba. Nada, salvo su inminente juramento. Unas pocas semanas más y ambos serían armados caballeros.

Lopo se encogió de hombros:

—Son simples campesinos, ¿qué quieres que pase? —También a él se le antojaba locura y alteración del orden natural de las cosas que las gentes del común pretendieran imponer la justicia. ¿Pues no era ese el cometido que el mismo Dios había encomendado a los nobles, según predicaba la Santa Madre Iglesia?

—Dicen que están formando ejércitos y que persiguen a los bandidos.

—¿Ejércitos? ¡Si son labriegos, Bento! ¿Con qué van a luchar, con sus azadas? Además, ¿contra quién? No se atreverían a enfrentarse a los nobles, sería lo mismo que escupir a Dios. —Aquello era imposible, un sinsentido. Cierto que algunos señores alojaban y protegían a los bandidos que asaltaban a los viajeros y expoliaban la tierra, él mismo había visto cometer muchos abusos al tenente de Allariz. Pero se resistía a creer que no hubiera cien nobles justos por cada uno infame. La simple idea de que los villanos se tomaran la justicia por su mano escapaba a su comprensión, se le enredaba en el estómago como un vómito. ¿Qué sentido tenía la caballería, sino defender a los débiles? Meneó otra vez la cabeza y, de súbito, se le iluminó el rostro al recordar la inminencia de su consagración—. ¡Nosotros defenderemos la justicia! ¡Cumpliremos nuestro deber de caballeros!

Bento, a su lado, dejó escapar una sonrisa desvaída y no respondió. Lopo contuvo un suspiro de frustración. Se sentía incapaz de transmitir el entusiasmo que sentía a Bento. Este anhelaba consagrarse caballero, pero hacía ya mucho que no sentía la ilusión de convertirse en campeón de los desvalidos. Ambos habían visto cometer demasiados desafueros y, sospechaba Lopo, Bento incluso había participado en alguno, animado por el tenente y sus hombres. Era su amigo, pero eso no le impedía ver que era débil. Y la debilidad le hacía sumiso.

—¿No quieres ser armado? ¡No te preocupes, le diré al tenente que no estás preparado! —se burló, para picarle—. ¡Venga, cógeme si puedes! —y espoleó a Brasa, que salió disparada por la vereda.

Galoparon lanzándose pullas que resonaban en la serena tarde, dejando que sus risas se deslizaran por la ribera. Lopo iba delante. Sentía el aire frío en el rostro, la excitación de la galopada y los músculos poderosos de la yegua entre sus piernas. Se entendía a la perfección con su montura. Cuando participaban en combates de entrenamiento, ambos parecían un solo cuerpo y una sola mente. Brasa era en el castillo de Allariz su más fiel compañía, más incluso que Bento, pues entre ambos no se interponían envidias ni rencores. Hacía tiempo que se había percatado de que su habilidad con las armas despertaba algo más que admiración en su compañero: un resquemor soterrado, unos celos que Bento no conseguía disimular. Pero con Brasa nada de eso sucedía. Lopo se encargaba de la yegua sin permitir que nadie, ni mozo de cuadra ni palafrenero, le pusiera las manos encima. Él la alimentaba, él la cepillaba con la bruza, él la cuidaba y la sacaba a hacer ejercicio cada jornada.

—¡Cuidado! Galopaba despreocupadamente, gritándole chanzas a su amigo con la cabeza vuelta hacia atrás. Antes incluso de escuchar el grito vio la alarma en el rostro de Bento y tiró instintivamente de las riendas. Los músculos de sus piernas se contrajeron para refrenar a Brasa, como si su cuerpo pretendiera clavar al animal contra el suelo. Escuchó unos gritos femeninos y distinguió confusamente un revuelo de ropas. El brusco parón de Brasa lo arrancó de la silla y lo arrojó hacia delante. La costalada contra el suelo le quitó la respiración.

—¡Así os lleven mil demonios! —Escuchó confusamente gritar a Bento, un tartajeo histérico—. ¿Pretendéis matarnos, malas zorras?

Brasa inclinó la cabeza sobre Lopo, olisqueándole con ansiedad animal, como preguntándole si se encontraba bien. Alzó la mano para acariciarle la testuz y tranquilizarla. Se sentía aturdido, el cuerpo insensible, rígido. Comenzó a incorporarse con dificultad.

También las mujeres se estaban incorporando, asustadas por los denuestos y maldiciones de Bento. Una de ellas era una muchacha regordeta, de rostro rubicundo y una expresión bovina en los ojos que en aquel momento humedecía la amenaza de las lágrimas. La otra tenía facciones delicadas, el rostro un óvalo y el cabello suelto de las doncellas. Ayudaba a su amiga a levantarse con movimientos gráciles y confiados.

Lopo sintió que se le vaciaba el aire del pecho como si su boca fuera una espita reventada. Le sacudió un estremecimiento y un anhelo extraño se le agitó en el vientre y en el alma. La mirada de aquella muchacha ardía, tan viva y luminosa como las hogueras de San Juan en la noche de verano. Sus pupilas eran de un color castaño claro. Lejos de mostrar temor, chispeaban con la furia de una tronada estival.

—Yo fui el culpable —exclamó, terminando de levantarse, mientras todos los músculos de su cuerpo protestaban.

Su declaración fue una guadaña que segó el torrente de improperios de Bento.

—¡No digas sandeces! —farfulló este, tan confundido que apenas se le entendió. Las muchachas no eran campesinas, cierto, vestían paños de calidad que las identificaba como hijas de algún comerciante de Allariz. Pero eran hebreas, a juzgar por el manto que llevaban, que entre los de su raza llamaban simlah. Y la simple idea de que un noble se disculpara con unas hebreas se le antojaba un insulto contra el orden mismo de la Creación.

Las muchachas se volvieron hacia Lopo. Una con la expresión desconcertada de un buey al que acaban de librar del yugo y no comprende por qué. La otra… a la otra le resplandecían las pupilas, le bailaba en ellas la sorpresa y la duda.

—Yo fui el culpable —repitió, sin hacer caso de Bento. De repente lo único que le importaba era que aquella desconocida le creyese—. Iba distraído, ni siquiera miraba al frente. Os debo una disculpa. ¿Os encontráis bien?

Otro destello, una luz asombrada y sagaz:

—Sí, lo estamos. —Se volvió a su acompañante, que balbuceó algo parecido a un asentimiento—. No ha pasado nada, os agradecemos vuestra preocupación. —Sonrió, y en sus mejillas se formaron unos hoyuelos pícaros que a Lopo se le antojaron muy graciosos. Al punto, con gran turbación, pensó que se estaba comportando como un necio—. Aunque tenéis razón, la culpa es vuestra —siguió diciendo la muchacha—. Deberíais tener más cuidado, podríais habernos matado.

Hasta su amiga abrió la boca, tan sorprendida por la desfachatez de su acompañante que solo acertó a balbucear unos gemidos ahogados.

Elina, se llamaba, y su simple nombre despertaba desconciertos en la imaginación de Lopo. Pronunciaba su nombre y cada sílaba le parecía maná celestial, miel más dulce que la del más fragante panal. Las noches se le iban entre sueños esquivos de ojos castaños, talles frescos y risas embriagadoras y se pasaba los días distraído, incapaz de concentrarse en sus tareas. Todo le recordaba a Elina, al rocío de su sonrisa, al fulgor avispado de sus ojos. Se dijo que aquella era una destemplanza que pronto remitiría y se enojó consigo mismo por su embobamiento. Dio en pensar que era presa de alguna oscura infección del alma y que necesitaba confesarse, pero la idea de abrirle su corazón al capellán de la torre, un hombre más lascivo y lenguaraz que un gallo celoso, le resultaba tan desagradable que cada vez que se decidía algo detenía su lengua.

Hacía lo posible por apartar de sus pensamientos a la muchacha. Era hebrea y vivía en la aljama, su Dios y sus costumbres los separaban, haciendo impensable cualquier relación. Los judíos de Allariz eran una comunidad próspera y respetada, pero tan distantes de los cristianos como el agua del aceite: podían morar muy cerca, pero jamás se mezclaban. Sus relaciones con los villanos solían ser cordiales, pero los caballeros los trataban con altanero desprecio… salvo cuando necesitaban recurrir a sus dineros. Hacía lo posible por dejar de pensar en ella, pero cuando creía haberlo logrado se le venía a las mientes el talle esbelto, la cascada de los cabellos y los hoyuelos de sus mejillas y se sumía en un pozo de frustración.

—¿Se puede saber qué te pasa? —Se enojaba Bento al verlo distraído—. ¿En qué demonios estás pensando?

Elina y Rajel eran hijas de un platero de Allariz. Vivían en la judería, a la sombra del castillo, tan cerca que Lopo se preguntaba cómo era posible que hubieran pasado tantos años sin conocerse. Comenzó a rondar la casa de las muchachas. Se agazapaba durante horas para hacerse el encontradizo cuando se dirigían al mercado o a la sinagoga. Se sentía estúpido y le avergonzaba su comportamiento, pero seguía acechando con la esperanza de robar una mirada o una sonrisa. Al fin, un día en que vio que las muchachas se dirigían a la ribera, convenció a Bento para que le acompañara y les salieron al paso.

—¡Así que quieres darle un buen revolcón! —exclamó Bento con una mueca salaz, un intento de complicidad rijosa que desagradó profundamente a Lopo—. Pardiez que no es mala idea, que esas hebreas tienen fama de ser muy ardientes tras sus velos y mantos, aunque a mí la tal Elina me parece un tanto delgaducha.

Pero al cabo aceptó acompañarle y ambos se acercaron hasta el río, Bento muy ufano y bravucón, Lopo presa de nerviosismo. La mueca burlona de Elina cuando les vio aparecer llenó de aprensión su pecho, pero esta se desvaneció en el aire cuando la moza les saludó con desparpajo:

—¡Pensé que iba a tener que ir yo al castillo!

Elina y Rajel eran hermanas, aunque difícilmente podían ser más distintas. Rajel era una muchacha sencilla, de carnes y miradas blandas y la turbación siempre rondándole la piel. Elina… Elina era fuego aprisionado, una viveza que le embelesaba, una tersura que le robaba la respiración. Poseía una inteligencia despierta que jamás había imaginado en una mujer. Era ingeniosa y alegre, apasionada y de opiniones firmes sobre las más variadas cuestiones. Las únicas mujeres que Lopo conocía, además de su propia madre, que tenía un carácter apacible y sosegado, eran las campesinas que veía en los campos y las sirvientas de las torres de Milmanda y Allariz, que se mostraban respetuosas y distantes. Pero Elina le trataba con el descaro y la libertad con que se trata a un igual.

Era desconcertante. Al principio se sentía incómodo, pues la única camaradería que conocía era la grosera fraternidad de los escuderos, que se nutría de fanfarronadas y rivalidades. Con ellos, Lopo había aprendido a mantener sus sentimientos a buen recaudo, pues cualquier muestra de sensibilidad era recibida con burlas y socarronería. Pero Elina no se comportaba como… como se suponía que debía comportarse una mujer. Lopo siempre había imaginado que las mujeres eran muy poco diferentes a las vacas, seres apacibles y pacientes que cargaban con sus obligaciones con mirada vacía, incapaces de emocionarse o de luchar. Como mucho, podía imaginarlas siendo rescatadas de altísimas torres por sus campeones tras correr grandes peligros, o gentilmente adoradas en boca de juglares y trovadores, como se adora la imagen de la Virgen o de alguna santa de especial devoción. Mas de súbito allí estaba Elina, que le trataba de igual a igual, que le hacía preguntas cuya respuesta le obligaba a reflexionar sobre cuestiones jamás sospechadas y que no se reía cuando mostraba ternura o piedad.

Al principio, Bento acompañaba a Rajel cuando los cuatro paseaban por la ribera, hasta que un día la hermana de Elina dejó de acudir. Bento montó en cólera.

—¿Quién se cree que es la muy zorra? ¡Si solo se trata de una asquerosa judía!

Cuando la interrogó al respecto, Elina no quiso contarle las razones de Rajel, así que Lopo no insistió. A partir de ese momento comenzaron a verse a solas. Se pasaban horas y horas hablando y discutiendo sobre lo humano y lo divino, riendo, devorándose con la mirada, como si un fuego interno les quisiera consumir. Ambos sabían que su relación no tenía futuro alguno. Lopo se iba a casar poco después de su consagración como caballero, sus padres habían concertado la boda y ni siquiera conocía a la muchacha, hija de un noble al servicio de Pimentel. Y Elina también se casaría pronto con el hijo de algún comerciante hebreo.

No tenían futuro y lo sabían, y quizá por eso vivían cada instante con una intensidad que les desbordaba. Lopo descubría el mundo a través de los ojos de la muchacha, cuya curiosidad y pasión lo fascinaban. Pronto se percató de que Elina estaba mucho mejor informada que él a pesar de tratarse de una mujer. En la torre de Milmanda, su madre permanecía siempre en silencio cuando su padre y su tío hablaban de cuestiones propias de hombres, ya fuera del cuidado de las tierras o de las disputas entre nobles. Pero Elina no solo no callaba: antes bien, le hablaba de los acontecimientos que sacudían al reino con una pasión y una viveza que lo desconcertaban, pues con frecuencia ni siquiera sabía de qué se trataba. Fue Elina la primera en hablarle de la junta que se había reunido en Melide en febrero de ese año del Señor de 1467 y en la que se había creado la Santa Hermandad del Reino de Galicia. Las pupilas de la muchacha brillaban excitadas mientras le contaba que por doquier se reunían asambleas de hermanos, se elegían alcaldes, diputados y cuadrilleros entre las gentes del común y todos se proponían acabar con las maldades y rapiñas de los bandoleros.

—Han acordado tomar las fortalezas para que los bandidos no sigan refugiándose en ellas —exclamaba Elina con viveza—. Y en las hermandades participan por igual cristianos, moros y judíos, que no hacen distingos de razas ni credos.

Lopo pensaba en su padre, allá en la fortaleza de Milmanda. Jamás en toda su vida había alojado a malhechores o salteadores. Era un hombre honesto que impartía justicia con ecuanimidad y las gentes le apreciaban. Le parecía imposible que los villanos se alzaran en armas y conquistasen la torre.

—Jamás lo conseguirán —murmuró, como si aquello fuera lo más obvio del mundo. Elina no podía saberlo, claro. ¿Qué sabía ella de luchas y castillos?— Es una locura, una insensatez.

Pero Elina reaccionó con inusitada violencia:

—¿Una locura? ¿Es una locura tratar de defenderse de la crueldad del tenente Nuño y sus caballeros? ¿Es que estás ciego? ¿No ves lo que pasa a tu alrededor?

Lopo trató de apaciguarla, asombrado por su vehemencia:

—¿Y lo ves tú? Ya sé que el tenente es un mal bicho, pero me niego a creer que todos los nobles sean iguales. ¡Mi padre no lo es! Además, ¿no comprendes que solo traerá muertes y desdichas? ¡Sería alterar el orden divino! ¿Y qué van a hacer unos simples campesinos contra los caballeros?

Elina quedó en silencio, la mirada perdida más allá de la ribera. La primavera comenzaba a abrirse y el aire estaba lleno de vida diminuta. Cuando se volvió hacia él, la expresión de su rostro era tan dura como el pedernal:

—Yo también me negaba a creer que todos los nobles fueran iguales. Pensaba que tú eras diferente, pero ahora comprendo que me equivoqué.