Capítulo 13
LOS lamentos de los heridos estremecían el aire denso de la tarde. El humo de las hogueras se elevaba al cielo con indiferencia mientras los barberos calentaban en el fuego los cuchillos que utilizaban para sajar y cauterizar heridas. Los sacerdotes avanzaban entre los cuerpos repartiendo conjuros y oraciones con desgana, como gordos grajos ahítos de grano.
Un gemido. Sujetó con fuerza la mano derecha de Cibrao, que le contemplaba con medio rostro renegrido y desfigurado. El irmandiño se moría y eso era lo mejor que podía sucederle. Un caldero de pez ardiente le había abrasado la mitad del cuerpo, despellejándolo como si fuera un conejo. El hedor de la brea se mezclaba con la peste a sangre y heces que flotaba sobre el pobre diablo como si de una pesada manta se tratase. Era la fetidez de la derrota.
—¿Dónde se ha metido el maldito carnicero?
Los físicos se hallaban en aquel momento atendiendo a los heridos desperdigados por el cerco, repartiendo emplastos y conjuros, limpiando cortes con estopas húmedas y sajando miembros. Pero nadie parecía acordarse de los irmandiños: tres peones con quemaduras de diversa consideración, otro con una pierna quebrada por una caída y un quinto con una saeta ensartada en el hombro. Y Cibrao. No soportaba la mirada perdida de Cibrao, el rictus de dolor en lo que le quedaba del rostro.
Había sido una degollina. Los defensores de la fortaleza habían mostrado una resistencia inesperada. Era pocos, pero se hallaban bien organizados y mejor dirigidos. Habían abrasado a los asaltantes con calderos de pez, flechas incendiarias y balas de paja ardiendo que les frenaron en seco. Tres veces lo habían intentado y las tres habían sido rechazados.
—¡Físico, maldita sea! —reclamó con voz potente. Se puso en pie y echó un vistazo en derredor sin encontrar respuesta. Cibrao se moría sin un médico que le aliviase el dolor ni un sacerdote que le confesase. Cibrao, que había sido su más fiel cuadrillero durante las guerras irmandiñas. Su rostro sonrosado siempre había expresado una completa confianza en él, pero en ese instante solo era una máscara desencajada por el tormento. Emitía quedos gemidos y expulsaba una baba sanguinolenta por lo que había sido la boca, que ya no era sino un agujero negruzco. Divisó a Bento a lo lejos y sintió que la rabia le borboteaba en el pecho.
—¡Bento!
El gigantón estaba siendo desarmado por sus escuderos, que procedían a quitarle la armadura y a pasársela al paje para que la lustrara. Eran piezas muy costosas, que necesitaban de mil cuidados para conservarse en buen estado, y el hidalgo no cesaba de despotricar cada vez que Diego, Xende o Xián golpeaban una pieza con otra o las rascaban sin querer. Aunque sabía que mantener en buen estado una armadura podía ser la diferencia entre la vida y la muerte, le indignó tanta preocupación mientras sus hombres yacían heridos.
—¡Maldita sea, Bento! ¿Qué mierda creías que hacías?
Los escuderos se interpusieron entre Lopo y su señor y se llevaron las manos a la empuñadura de las espadas con gesto adusto. Bento se hallaba distraído, pero al escucharle se volvió hacia él y su semblante se demudó:
—¡Tú… tú, hideputa! —bramó. Lopo se quedó tan sorprendido que se detuvo en seco, la boca entreabierta y desconcertada—. ¡Tú eres el culpable! ¡Si me hubieras hecho caso, nada de esto habría pasado! —Apenas podía dar crédito a lo que oía. La expresión del hidalgo rezumaba un odio tan intenso que le golpeó en la cara con la fuerza de un guantelete—. ¡No me obedeciste! ¡No me obedeciste! Siempre te creíste por encima de los demás, ¿verdad? ¡Siempre te creíste mejor que yo! ¡Pues mira a tu alrededor, esto es obra tuya! ¡Si hubieras atacado cuando te lo dije, estaríamos festejándolo en la torre del homenaje!
La retahíla tuvo la virtud de diluir su propia furia, como si se hubiera sumergido en un torrente helado. La ceguera de Bento hacia sus propios errores era tan intensa que no tenía sentido decirle nada. Siempre había sido incapaz de asumir sus culpas, que repartía como el estiércol sobre el campo en otoño. Observó el rostro desencajado de su antiguo compañero, la rabia que rezumaba, y de súbito sintió compasión por su ceguera.
Pero muchos habían muerto por su estupidez y Cibrao estaba a punto de hacerlo. Se acercó a él despreciando la amenaza de sus escuderos y habló con voz contenida:
—Mis hombres necesitan un físico con urgencia.
—¡Muchos necesitan un físico, y todo por tu culpa!
Así no iba a ninguna parte. Necesitaba hacerlo reaccionar cuanto antes.
—¿Quieres esa maldita torre, Bento?
Su antiguo compañero se le quedó mirando sin comprender. Un atisbo de interés asomó a su rostro de luna.
—Cla… Claro, el conde…
—Olvídate del conde. La quieres para ti, ¿verdad? Quieres ser el primero para convertirte en su tenente. —El otro no respondió—. Mándame un físico y yo te la entregaré. Mañana por la mañana será tuya.
Y, sin esperar una respuesta, se dio media vuelta y se alejó.
Cibrao murió poco después de la medianoche. El físico solo pudo administrarle una pócima y unos conjuros para mitigar el dolor, pero al menos un monje le había sacramentado y el irmandiño se fue en paz.
—¿Listos?
El Rata y el Negro asintieron. Se habían embadurnado el rostro y vestían ropas pardas para evitar ser vistos en la oscuridad. Los tres llevaban las vainas de los aceros a la espalda, unos rollos de cuerda y unas hachas de mano a la cintura. El Negro portaba además un arco corto encordado y una aljaba con flechas. Se había presentado voluntario a última hora y Lopo, que conocía bien su habilidad con el arco, se había alegrado de su incorporación. Quizá la muerte de Cibrao sirviera para borrar sus diferencias, después de todo.
Les rodeaba el resto de los hombres, un círculo de sombras atentas. La mayor parte eran irmandiños, aunque también distinguía algunas caras de peones del hijodalgo. Bento había ordenado a sus hombres que le obedeciesen en todo.
Se maldijo por centésima vez. Iba a arriesgar la vida de sus compañeros y la suya propia para conseguirle un castillo a Bento, maldita fuera su negra alma. Pero había empeñado su palabra y sabía que aquella era la forma más rápida de acabar de una vez por todas con el asedio. No era la primera vez que hacía algo así.
—Formad dos líneas frente al foso, una de infantes y otra de arqueros. Aguardad en silencio con los arcos preparados. Si escucháis gritos o ruidos de combate en el interior disparad a los centinelas para distraerlos, pero si no escucháis nada manteneos atentos al portón.
Varias cabezas asintieron con decisión. Querían vengar a los compañeros caídos y resarcirse de la humillación de esa mañana.
—Vamos allá.
En el fondo, Lopo era consciente de que no lo hacía solo por cumplir la palabra dada. También estaba el riesgo. La excitación del peligro que le hacía sentirse otra vez vivo tras tantos años de tedio. Y había más: puede que el castillo fuera para Bento, pero sin duda Madruga se fijaría en él. Y se vería obligado a tragarse su desdén.
Se deslizaron a través del campamento en penumbra, rodeando la fortificación hacia su extremo este, donde el terreno caía por el desgalgadero: el barranco por el que el tenente había despeñado a su hijo bastardo. Aquella era la zona menos vigilada de la muralla. No tenía sentido hacerlo, porque tras unos pasos en desnivel el terreno se quebraba hacia el río que discurría al fondo del valle. La torre por ese lado se asentaba sobre una gran masa de roca viva, el asalto con escalas era totalmente imposible y solo un loco se atrevería a intentar la escalada. Y en el improbable caso de que ese loco no se rompiera la crisma al intentarlo, todavía tendría que enfrentarse a los defensores, conseguir llegar hasta el portón de entrada y franquear el paso a los demás, y todo después de una agotadora ascensión.
Era exactamente lo que pretendían.
Descendieron en silencio, cada cual sumido en sus pensamientos, las respiraciones contenidas. Los tres llevaban tanto tiempo en el oficio de la guerra que no necesitaban que nadie les dijera lo que tenían que hacer.
El resplandor de las estrellas sobre sus cabezas, el reclamo estridente de los grillos y el calor de la noche de verano retrotrajo a Lopo a otras muchas noches de una década atrás. Le producía cierta desazón encontrarse nuevamente con sus compañeros, disponiéndose a asaltar un castillo como si no hubiera pasado el tiempo. En aquellos tiempos, los días eran para los hermanos y para asaltar fortalezas, pero las noches eran para Mariña, que era capaz de convertir la más inmunda gallofa en un manjar y que se desvivía por cuidarlo pese a que sabía bien que su corazón no le pertenecía. “¿Estás aquí, no es así?”, le susurraba con una sonrisa triste cuando a él se le escapaba la nostalgia hacia el vacío. “Estás aquí e quentas a miña cama. Non quero máis”. Y Xoán Afonso, el alcalde de la irmandade y lo más parecido a un amigo que jamás había tenido, que sabía bien por lo que había pasado, meneaba la cabeza y repetía: “¡Non sabes o que tes, fillo de puta, non sabes o que tes!”.
Pero él no pensaba en Mariña. Dejaba que la mujer le cuidase y le hacía el amor bajo las estrellas, pero solo era capaz de pensar en Elina. El recuerdo de lo que le había sucedido a la muchacha le arrancaba las tripas de cuajo y le hacía sentirse el más miserable gusano de la tierra.
—Aquí —susurró el Rata.
Alzó la cabeza para examinar la vertical. En la oscuridad era difícil calcular las distancias, pero distinguió, muy arriba, el perfil de la muralla y de la torre del homenaje contra la claridad de estrellas. El lugar estaba bien elegido: justo el límite entre la pared de la torre y el inicio del adarve, un extremo que los centinelas no solían vigilar con excesiva atención. Y menos todavía en esa torre. ¿A quién se le iba a ocurrir la locura de subir por ese lado? Contemplando la roca lisa que tenía sobre él, se sintió tentado de darles la razón.
—Arriba —ordenó.
Se persignó, preguntándose de súbito si sería la última cosa que hiciera en su vida. Pero dejó escapar el pensamiento, dominado por la excitación de la empresa. Por más que se repitiese que estaba loco, en aquellos momentos se sentía más vivo de lo que se había sentido en años. No se trataba solo de llenarse el estómago. Disfrutaba con lo que estaba a punto de hacer, así le perdonara su majadería el Señor. Y a fe que no era la primera vez que lo hacían: el Rata era capaz de hallar un camino en una pared por muy lisa que fuera.
Comenzaron a ascender. La primera parte era la más difícil: la masa de roca sobre la que se asentaba la torre era una superficie lisa que ofrecía muy pocos asideros. Rata iba delante, su cuerpo amoldándose a la roca, buscando de forma instintiva el equilibrio del peso. El irmandiño sabía bien lo que se hacía: no solo por las muchas veces que se había visto en similares tesituras, sino porque tenía una habilidad prodigiosa para las alturas. Era capaz de moverse al filo del abismo con la misma libertad con la que otro bailaba en una taberna. Lo observó en la semioscuridad de estrellas: avanzaba con calma, manteniendo un asidero hasta que encontraba el siguiente; después desplazaba la mano o el pie con un movimiento preciso y aseguraba la nueva posición. Siempre mantenía tres puntos de anclaje y utilizaba la mano libre para explorar. Su forma de actuar le daba tranquilidad: aunque le excitara el riego, a Lopo le desagradaban las alturas.
El procedimiento obligaba a avanzar muy lentamente. Solo de cuando en cuando unas raíces o el tronco retorcido de un arbusto les permitía un respiro. Sentía la caricia fresca de la piedra contra el rostro, la respiración agitada y el vacío cada vez mayor bajo él y notaba el bombeo potente de su corazón en el pecho, como si pretendiese taladrar la roca sobre la que se recostaba. Volvió a pensar en Mariña, en las muchas ocasiones en que la mujer le había esperado con el corazón en un puño mientras asaltaban alguna torre como aquella y en la silenciosa dicha de su expresión cuando le veía regresar. Mariña le quería con toda su alma aunque él fuera incapaz de corresponderla.
Se obligó a concentrarse en la ascensión. La nostalgia era un animal extraño, una enfermedad que cegaba la mente y pudría el alma. Tanteó en busca del siguiente asidero, consciente de que a sus pies se abría ya un abismo. “No mires”, le decía siempre el Rata, “imagínate que bajo tus pies hay un camino ancho como la nave de una iglesia y no mires”. Pero era difícil no hacerlo. Lopo agradecía que fuera de noche.
Ascendían en procesión, Rata primero, Xoán el Negro en medio y él en último lugar, cada cual ocupando los asideros que dejaba libres el anterior. Si en ese momento el Negro quisiera librarse de él, le bastaría con simular que se le resbalaba el pie. Una patada en la cabeza y se habría acabado todo.
El pensamiento le hizo detenerse. Estaba casi seguro de que no haría algo así, no después de tantos años, pero hacía mucho tiempo que había aprendido que la tentación que mejor se resiste es la que no se pone al alcance. De súbito se le vino a las mientes la mirada que el irmandiño le había lanzado aquella madrugada, cuando Bento le pidió que dirigiera el asalto. Aguardó un instante hasta que su compañero se distanció unos pasos.
—¿La muchachita se cansa? —susurró este al percatarse de que se había detenido.
No hizo caso. La animadversión del antiguo aprendiz de carpintero era demasiado vieja como para molestarle, aunque había tardado en darse cuenta de la razón de tanta ojeriza. En aquellos primeros días en Allariz, Xoán aprovechaba la menor ocasión para provocarle: le trataba con desdén, se reía de sus preguntas al maestro carpintero y continuamente procuraba dejarle en ridículo o despertar sospechas sobre su lealtad…
Había sido Elina la que le había abierto los ojos:
—Se siente amenazado —le explicó un día—. Hasta que tú llegaste todos le seguían, pero desde que has comenzado a entrenarlos teme que le desplaces. Sabe que no puede competir contigo, así que trata de apartarte.
Era cierto, claro. Xoán estaba demasiado acostumbrado a ser el gallo del corral, el jefe indiscutido de los muchachos de Allariz. En el fondo era como Sancho, el escudero de la torre, aunque ambos procedieran de ambientes muy distintos y ejercieran su dominio sobre zagales diferentes. Pero si algo sabía Lopo por aquel entonces era cómo tratar a Sancho: con una suerte de cordialidad distante, sin hacer caso de sus provocaciones ni mostrarle temor. Xoán, como Sancho, se crecía ante el miedo de los demás, pero no sabía qué hacer ante alguien que no le temía.
Además, por aquel entonces el rencor del aprendiz de carpintero se le daba un ardite. Se hallaba demasiado deslumbrado por el mundo que se desplegaba ante él como un tapiz extraño y colorido como para preocuparse por el Negro. Pasaba mucho tiempo con Xoán Afonso. El carpintero era un hombre cabal, con una capacidad de liderazgo innata y una serenidad que infundía confianza, cualidades todas que le desconcertaban. Siempre había creído que tales atributos eran propios de los de noble condición, pero allí estaban, presentes y evidentes en un simple villano. Xoán Afonso era el alma de un nutrido grupo de mercaderes, campesinos, peones y aprendices, tanto cristianos viejos como moros o judíos, hombres y mujeres por igual. En aquellos primeros días Lopo iba de asombro en asombro, confundido al comprobar que no se hacían distingos de credo o condición en aquella irmandade, al palpar la camaradería franca y la esperanza que aleteaba en sus corazones como mariposas inquietas. Se reunían en el taller del carpintero o, si eran muchos, en un prado cercano, y allí, constituidos en lo que llamaban asamblea, cual si de nobles o prelados se tratara, pasaban revista a la situación del reino en lo que a Lopo se le antojaba un ejercicio tan pasmoso como inútil. ¡Unos plebeyos discutiendo de los asuntos del reino! Pero los irmandiños estaban bien informados, mucho mejor que él mismo o que los caballeros del tenente de Allariz. En el castillo no se hablaba de los vientos de inquietud que recorrían la tierra, cual si fuesen simples brisas que se evaporan con el amanecer. Hidalgos, escuderos y pajes vivían despreocupados por lo que se avecinaba, como topos refocilándose al sol, ciegos a las tormentas que enturbiaban el horizonte.
Al principio, la hermandad le acogió con recelo, con un respeto que se debía más a su valedor que a él mismo. Solo Xoán Afonso le trataba con campechanía, sin importarle que fuera hidalgo o caballero. Cada vez que tenía un rato libre, Lopo se acercaba por su taller para charlar con él. Le gustaba su verbo fluido y la pasión de su discurso, sus ademanes serenos y la franqueza de su mirada. El artesano le hablaba de derechos y justicias, de las tribulaciones de los menesterosos y de la profunda iniquidad de muchos que se decían caballeros. Lopo le escuchaba con embeleso creciente y la vergüenza en el rostro, pues en sus palabras descubría un mundo que, de alguna forma, le convertía en uno de aquellos opresores de los que le hablaba Xoán Afonso.
Lo que más le avergonzaba era que nada de cuanto le decía el carpintero le sonaba a nuevo. En el fondo, lo único que hacía el alcalde de la irmandade era quitarle la venda que cegaba sus ojos. Siempre se había dicho a sí mismo que la rapacidad y los abusos del tenente de Allariz eran la excepción a la norma, pero en el fondo de su corazón sabía que la mayor parte de los caballeros se comportaban como sanguijuelas sedientas. Por eso comenzó a entrenar a los villanos en el uso de las armas, pues deseaba colaborar para quitarse la pegajosa costra de la culpabilidad, y luchar era lo único que sabía hacer. Y sabía, por lo que le decían los hermanos, que pronto harían falta hombres que supieran combatir. Y aunque no se sabía qué haría llegada la hora de la verdad, si tendría arrestos para dar la espalda a los suyos y engrosar las filas de la hermandad, algo más poderoso que él le compelía a seguir adelante, postergando cualquier decisión.
En abril de ese año del Señor de 1467, finalmente, la excitación sacudió la asamblea con la electricidad de un fucilazo: los irmandiños de Ourense asaltaron el castillo Ramiro y lo derribaron hasta sus mismos cimientos. La noticia se extendió por el reino entero, enardeciendo los ánimos y desatando una fiebre de justicia, cual si ante los mismísimos ojos de la gente se hubiera materializado un milagro.
—¡Viva el Rey! —El grito se extendió por los valles, poderoso y esperanzado.
La nueva le aturdió, pero por entonces todo él era una completa perplejidad. Y no solo por la hermandad: también estaba Elina.
Elina. Su simple nombre le arañaba el alma y le llenaba de astillas el corazón. Elina era un torbellino de vitalidad, una sonrisa fresca y una mirada que le quemaba la piel. Desde que Lopo frecuentaba a los irmandiños, la muchacha y él habían vuelto a verse y pasaban todo el tiempo que podían juntos, bebiéndose con los ojos, devorándose, riendo y discutiendo sin cesar.
La muchacha era asombrosa. Lopo jamás había imaginado que pudiera haber una mujer tan vital, tan apasionada y curiosa. Todo parecía interesarle, cual si la naturaleza no hubiera hecho con ella distingos de sexo o razón. En verdad, Elina poseía un raciocinio muy superior al de muchos hombres, y el propio Lopo se sentía con frecuencia intimidado por ella, por cuanto sabía y por cuanto ansiaba saber, cual si una sed antigua le abrasara el alma. Cuando discutían, el rubor le encendía las mejillas y sus pupilas echaban fuegos de vitalidad. Pertenecía a la hermandad en cuerpo y alma y, como Xoán Afonso y muchos otros, soñaba con un mundo de justicia fraternal. Lopo, para picarla, le decía que tal cosa era imposible, que cómo iban los villanos a entender de leyes, respetos y armas, y entonces la muchacha se acaloraba hasta que Lopo era incapaz de contener más tiempo la risa y ambos terminaban devorándose con ansiedad animal, con una libertad y una alegría que el escudero nunca había sospechado que pudieran existir. Se amaban más allá de lo razonable, se amaban como solo podían amarse dos personas que sabían que jamás podrían estar juntas. Por eso bebían el tiempo que pasaban con el otro cual si se tratara de la última libación antes de que llegara el invierno…
Su pie derecho resbaló sobre unos guijarros y Lopo regresó violentamente a la roca y al vacío de la escarpa. Se aferró como pudo a las grietas y contuvo el aliento mientras sentía una ráfaga de aire frío en la nuca.
—¡Por Santiago! —masculló, furioso consigo mismo. Había estado a punto de despeñarse.
Notaba el sayo húmedo por el sudor y el temblor de su respiración. Mal que le pesara, ya no era ningún mozo y el esfuerzo comenzaba a agotarle. Echó un vistazo hacia arriba, buscando a sus compañeros. Ambos estaban justo encima de él. Habían alcanzado el lugar donde la fortaleza se asentaba sobre la roca de la escarpa. Allí, un pequeño reborde permitía descansar con cierta seguridad.
—¿Todo bien? —preguntó el Rata.
Lopo asintió, tratando de que no se le notasen los jadeos.
—Solo queda la muralla.
La noche era un agujero silencioso, un rumor de brisas entre las ramas de los lejanos árboles, de ululares y murciélagos. Todo parecía sumido en un sueño bucólico, como si los gritos de guerra y los alaridos de esa misma tarde jamás hubieran sido pronunciados. Al fondo, como estrellas lejanas, titilaban los rescoldos de las hogueras del campamento.
—Sigamos.
—Descansad un segundo, yo buscaré la vía —susurró el Rata.
Comenzó a alejarse por el reborde mientras palpaba la pared. Lopo distinguió la palidez nocturna de sus manos en contraste con el sayo oscuro. Acariciaban los sillares como si se tratara de una mujer, con suavidad y firmeza. El Rata amaba las piedras. Disfrutaba con ascensiones como aquella.
A unos diez o doce pasos de donde se encontraban pareció encontrar un punto que le convenció. Les echó un vistazo rápido para asegurarse de que se fijaban en él y después comenzó a ascender. En aquel lado, la muralla tendría una altura de cinco o seis cuerpos hasta el adarve.
Lopo se volvió hacia el Negro para indicarle con un ademán que se adelantase, pero el gesto se le congeló en el rostro. El aprendiz de carpintero tenía la cabeza alzada y el torso apoyado contra la pared, en tensión. Sus manos se movían con fluida suavidad, como un par de anguilas, buscando el arco y una flecha.
Siguió la dirección de su mirada, aunque ya sabía lo que iba a encontrar. Por una de las troneras del paseo de ronda, justo encima del Rata, asomaba un centinela.
Se quedó muy quieto, conteniendo la respiración y rezando para que su sayo fuera lo suficientemente oscuro, muy consciente de que cualquier movimiento brusco podría atraer sobre sí la mirada del soldado, que había sacado medio torso fuera de la muralla y seguía el ascenso del Rata con un arco en la mano.
Iba a disparar. El irmandiño no se había percatado de la amenaza y seguía escalando de forma lenta, precisa, absorta.
—¡Rata! —susurró, su mejilla pegada contra la fría piedra de la pared, tratando de advertir a su compañero—. ¡Rata!
El cuerpo del centinela era una mancha pálida que resaltaba contra la claridad de las estrellas. Lopo lo observó con morbosa fascinación mientras el hombre aseguraba la flecha y tensaba el arco. Estaban atrapados como moscas en un tarro de miel.
—¡Rata, cuidado! —repitió, más alto.
El irmandiño se volvió hacia él con un gesto de extrañeza y Lopo le hizo señas para que se aplastara contra la pared. En el mismo instante en que se percataba de lo que sucedía, el centinela soltó su flecha. La saeta atravesó la noche, tan silenciosa como un gato, tan letal como un áspid. El Rata se hallaba con la cabeza vuelta hacia arriba, tratando de localizar el peligro, cuando un astil pareció brotar de su boca abierta, un esbelto retoño de tejo en primavera. Se quedó petrificado, el cuerpo todavía en equilibrio, como si no acabara de creerse que ya estaba muerto. Después la cabeza se le venció hacia atrás y sus manos se desprendieron de la pared. Cayó al vacío en completo silencio, sin un estertor.
Instintivamente, Lopo se aplastó aún más contra la muralla y se volvió para ver qué hacía el centinela mientras en sus oídos resonaba el golpe seco del cuerpo de su compañero contra el suelo de la quebrada. Al principio no consiguió localizarlo. ¿Dónde se había metido, habría ido a dar la alerta? No, en ese caso escucharía sus gritos… Entonces lo vio: un bulto sobre la piedra de la tronera, los brazos vencidos por encima de la cabeza. ¡Por todos los…! ¿Qué había pasado? Buscó al Negro y lo descubrió colgándose el arco de la espalda. ¿Sería posible?… Volvió a fijarse en el cuerpo del adarve y, ahora sí, distinguió la sombra de la flecha que le atravesaba el cuello. El Negro debía de haber disparado en el mismo instante en que lo hacía el centinela. ¡Por el Cristo!
Todo había sucedido en apenas un suspiro. El ribaldo le contemplaba con una mueca mellada en la boca.
—¿Vas a quedarte toda la noche pasmado o podemos seguir? —masculló, su rostro un destello taimado de luna.
Que lo llevaran mil demonios bastardos. El muy hideputa ni siquiera mostraba el menor pesar por la muerte del Rata, con el que llevaba más de una década combatiendo codo con codo. Que lo llevaran mil demonios bastardos. Tragó saliva y echó un vistazo al cadáver del centinela mientras luchaba por controlar la opresión repentina que sentía en su garganta. ¿Qué Dios se llevaba a Cibrao y al Rata y dejaba vivir al Negro?
—Hay que apurarse. Si alguien lo ve dará la alarma —masculló, la voz a punto de quebrársele.
Continuaron la ascensión, el Negro delante, Lopo detrás. Sin la guía del Rata avanzaban más lentamente, dos sombras negras contra la negra pared, pero los sillares de esa parte estaban desgastados por el tiempo y no les resultó difícil alcanzar el pretil de la muralla.
El patio de armas se hallaba sumido en un silencio de fuegos, bultos y ronquidos. En el centro ardía con desgana una hoguera que vigilaba un muchacho adormilado. En derredor, desperdigadas al abrigo de la muralla, yacían los peones de armas, las mujeres del servicio, los criados, aguadores, muleros y buena parte de los campesinos del contorno, que se habían refugiado en la torre para evitar los estragos de la guerra: cuerpos arracimados e inmóviles en lo profundo de la noche de verano. La puerta que daba acceso a la fortificación interior, en un lateral del patio, se hallaba cerrada a cal y canto, con la escalera de acceso retirada. Dentro dormían el tenente y sus hombres de armas: los caballeros, los pajes y los escuderos.
Había otro centinela en el paseo de ronda. Estaba de espaldas a ellos, en el sector opuesto de la muralla, apoyado con desgana contra un merlón mientras contemplaba el exterior. Para llegar hasta él había que atravesar el patio o rodear toda la muralla sobre el portón de entrada.
—Allí —le señaló el Negro con un susurro hacia lo alto de la torre.
Unos tres o cuatro cuerpos por encima de donde se encontraban, apenas visible entre las almenas, se distinguía la sombra de otro centinela. El más peligroso, pues desde su posición los tendría todo el tiempo a la vista.
Lopo hizo un gesto hacia el arco del Negro. Este escrutó las alturas por un instante y negó con la cabeza. El atalayero se movía de un lado para otro y su cuerpo quedaba velado intermitentemente por los bloques de piedra que cercaban la azotea. El riesgo de que la saeta topara contra la pared y su sonido alertara al peón era demasiado grande.
No les quedaba otra opción que exponerse a ser vistos para abrir las puertas y bajar el puente levadizo. Al menos, la atención del vigía parecía centrada en el exterior, y no en el patio de armas. Hizo un gesto con la cabeza hacia la entrada:
—Despacio.
El Negro dejó escapar una mueca burlona y, sin abrir la boca, se dirigió hacia los peldaños que descendían del paseo de ronda al patio. Su silueta oscura era apenas visible en la noche estrellada.
Lopo lo observó alejarse. Que le dieran. Un redolor de amargura le envolvía, una opresión que sentía como un fardo de piedras sobre el pecho. Una parte de él se preguntaba si todo aquello tenía algún sentido. La imagen de la flecha brotando de la boca del Rata le atravesó por un instante, pero se obligó a sí mismo a apartarla de la mente. Necesitaba concentrarse en lo que tenía que hacer.
Tras unos instantes de vacilación, se dirigió él también a las escaleras y comenzó a descender con la espalda pegada a la pared para evitar que un movimiento brusco alertara al vigía. Desde el patio le llegaba el rumor de cuerpos, ronquidos, los chasquidos de la hoguera. Una sombra se deslizó furtivamente entre los durmientes y el corazón le dio un vuelco en el pecho hasta que reconoció la silueta de un gato.
Se obligó a sí mismo a seguir descendiendo paso a paso. Cuando llegara al patio tendría que seguir la línea de la muralla hasta el portón de acceso, una distancia de quizá cincuenta pasos. Rogó para su coleto, la mano en la empuñadura de la espada, por que el calor de la noche no mantuviera desvelado a ninguno de los durmientes. Y por que no hubiera centinelas vigilando las ruedas del puente levadizo.
¿Dónde se había metido el Negro? No lo veía por ninguna parte, aunque no habría tenido tiempo de llegar hasta la entrada. ¡Maldita fuera su estampa! ¿Qué pretendía el muy mandria? Mascullando maldiciones, Lopo alcanzó el patio. Se sentía viejo y estúpido. Hacía demasiado tiempo desde la última vez que se había visto en una situación como aquella y comenzaba a preguntarse qué demonios le iba a él en el entuerto. ¡Y pensar que había echado de menos aquella vida!
Un gruñido muy cerca, a su derecha, le hizo dar un respingo y su corazón comenzó a galopar desbocado en el pecho. Un perro. Por todos los demonios que era cierto, ya estaba viejo para tantos sobresaltos. Se agachó lentamente mientras hurgaba en su zurrón buscando un pedazo de cecina que había llevado para la ocasión:
—Psss, ven, can, toma, can…
El chucho se acercó gruñendo con desconfianza, pero el castillo llevaba semanas invadido por labriegos y se había acostumbrado a los extraños. Cuando olisqueó la cecina, meneó la cola con alegría y hundió el morro en ella. Lopo aguardó a que comenzara a masticar. Con un rápido movimiento, le sujetó el hocico con una mano para evitar que gañera y le cortó el cuello de un tajo limpio. El pobre diablo murió sin un solo quejido.
El patio de armas seguía en silencio. Un murciélago atravesó el cielo, una sombra fugaz contra el claror de estrellas. Se puso en pie y echó un vistazo a la torre y el paseo de ronda. Los guardas seguían atentos al exterior, sin sospechar lo que sucedía a sus pies. Se lo agradeció mentalmente a san Martín, el patrono de los hombres de armas, y le rogó su protección. Alabado fuera el santo, un poco más y lo habrían conseguido. Solo un poco más y las muertes de Cibrao y del Rata tendrían sentido. Si es que una muerte podía tener sentido.
La idea le animó. La estructura de la entrada estaba formada por dos torres de escasa altura unidas, por la parte exterior, por un matacán con parapeto y suelo aspillerado cuyo objetivo era proteger a los defensores y permitirles al tiempo asaetear a los atacantes. Por el interior, las torres flanqueaban un breve pasadizo diseñado para dificultar el acceso en masa. A él daban el portón principal y dos vanos laterales, uno en cada torre, que comunicaban el acceso con las dependencias de la guardia.
Lopo pegó la espalda a la pared y escrutó el pasadizo. Un resplandor difuso salía del vano de la derecha. Maldijo para sí: más centinelas. Aunque en realidad le habría sorprendido que no los hubiera: el castillo se hallaba sometido a asedio y el señor de Probén no parecía ningún mentecato. La contundencia con que sus hombres habían rechazado el asalto de esa tarde ponía de manifiesto la disciplina de sus mesnadas.
Pero Lopo también era consciente de que el tenente no tenía nada que hacer. Las tropas de Soutomaior eran mucho más numerosas y la torre de Tenorio apenas podría aguantar un mes más, dos a lo sumo, y eso en el caso de que consiguiera rechazar todos los asaltos y que el Negro y él fracasaran esa noche. La superioridad del conde de Camiña era abrumadora. Sorprendentemente, esa certeza le escocía.
Compuso una mueca irónica. Vaya. Al parecer, los cuentos de hadas del mocoso Xián habían hecho mella en él. ¡Mala landre! Si tan bien le caía el tenente, ¿qué demontres hacía allí plantado, a punto de abrir el acceso a las tropas de Soutomaior? Por Dios y la santísima Virgen que se estaba convirtiendo en un majadero. El chiquillo era solo eso, un chiquillo con la cabeza llena de pájaros. Y un ingrato que le rehuía después de todo lo que Lopo había hecho por él.
Tenía ante sí una oportunidad de las que solo se presentan una vez en la vida y por mil pulgas de rata que no iba a dejarla pasar: si conseguía abrir el castillo, Madruga no tendría más remedio que admitirle entre sus hombres. Volvería a ser respetado como caballero. Quizá incluso conseguiría, con el tiempo, la tenencia de una torre pequeña a la que retirarse a descansar. Una torre como la de su padre en Milmanda, para envejecer alejado de los caminos. Sonrió para sí con amargura: de joven pensaba que la fortaleza de su padre era el lugar más aburrido y apartado del universo, pero en ese instante añoraba llamar suyo a un lugar como aquel.
Si la derrota de Probén era el peaje que debía pagar, lo pagaría con gusto. Le daría lástima, cierto, pues el tenente poseía una rara honestidad, una suerte de rectitud que le diferenciaba de sus iguales. ¡Si era capaz de despeñar a su propio hijo para no faltar a su palabra, como si de un maldito adalid de un cantar de gesta se tratara! El mismo Camiña, con toda su arrogancia y su crueldad, ¿por qué odiaba tanto a Probén, sino porque veía en él al caballero que le gustaría ser? Los hidalgos como Probén solo podían ser aplastados: su mera existencia ponía en entredicho las vilezas de los demás. Aunque a él, Lopo, aquellos dimes y diretes no le concernían. Lo único que le concernía era su estómago, que bastante maltrecho se hallaba tras una década de vagabundeo.
Un rostro surgió repentinamente ante él. A duras penas consiguió contener el grito de sorpresa que pugnó por escapar de su garganta. La sonrisa mellada del Negro le hizo muecas de ajo y cebolla a un palmo de su cara:
—¿Qué pasa, hildalguete? ¿Te ha dado el canguelo? —susurró divertido, soltando sordas carcajadas que sonaban como hipidos.
Algo dentro de la cabeza de Lopo estalló. Quizá la tensión, quizá la muerte del Rata o la inquina vieja que el Negro le había demostrado desde que lo conocía. Una ira de pedernal impulsó su mano como el resorte de una catapulta y aplastó la garganta del felón contra la pared.
—Hideputa —masculló, presionando, con un susurro—. ¿Quieres jugar? ¿Quieres jugar de verdad, Negro? —Acercó su rostro al del irmandiño—. ¿Quieres que me libre de una vez por todas de ti, maldito bastardo?
A su alrededor, la noche se mecía con somnolienta indiferencia. Una tos, un carraspeo procedente del patio en sombras y la cordura regresó tan rápido como se había ido. Se quedaron inmóviles, tratando de fundirse con las sombras y rogando para que no hubieran despertado a nadie.
La tos se convirtió en un ronquido. Ambos respiraron, solo entonces conscientes de que habían estado conteniendo la respiración. Lopo retiró la mano y retrocedió un paso, todavía luchando contra su ira. El Negro se llevó su propia mano al cuello y se lo acarició sin dejar de mirarle con una mueca siniestra pintada en su boca.
—¿Dónde te escondías, Negro? ¿Hacías de vientre por algún rincón?
—le espetó Lopo, todavía luchando con su ira.
La sonrisa del irmandiño se congeló y en sus ojos brotó un destello vesánico. En una ocasión había sido hecho prisionero por un señor feudal y estado a punto de ser ajusticiado. Se salvó en el último minuto, cuando ya la soga le apretaba el cuello, gracias a que el noble aceptó canjearlo por un rehén. Cuando le quitaron el dogal y lo entregaron, las calzas del Negro apestaban a heces, lo que le había convertido durante meses en el hazmerreír de la partida.
—No vuelvas a repetir esa mierda —masculló, acercándose tanto a Lopo que este se tragó una vaharada de cebolla podrida—. ¡No te atrevas a repetir esa mierda! —Se le escapaba la voz peligrosamente alta, al borde de la histeria.
Maldición. En cualquier momento los descubrirían. Lopo respiró hondo una, dos veces, haciendo un esfuerzo por calmarse. El fulano le sacaba de quicio, siempre lo había hecho. ¿Por qué no se habría caído él en vez del Rata, maldita fuera su suerte?
Todavía con la cara a un palmo de la de su compañero, hizo una seña hacia el vano por el que salía el resplandor:
—¿Hay centinelas?
El otro le mantuvo la mirada, pero acabó por volverse con renuencia y se señaló el cuello con una mueca petulante:
—Cuando quieras el mismo tratamiento solo tienes que avisarme.
Lopo hizo caso omiso de la amenaza, aunque no pudo menos que reconocer para sí la habilidad del irmandiño.
—¿Y arriba? —señaló el piso superior de la torreta que flanqueaba la puerta. Si aquel era el cuarto de la guardia, en él dormiría la guarnición.
Xoán el Negro se dirigió a la entrada sin molestarse en responderle. Tras un instante de vacilación, Lopo fue tras él. No tenía sentido enfrentarse en ese momento, pero por sus muertos que ya se había hartado de desplantes y desprecios.
El grueso portón estaba cerrado por una tranca encajada en dos soportes. Afortunadamente, la torre era demasiado pequeña para tener rastrillo, por lo que bastaría con librar el travesaño y bajar el puente para franquear el paso. El Negro tentó el madero, pero se dio cuenta de que no podría cargar con él sin ayuda.
—¿A qué cojones esperas? —susurró en su dirección.
Comenzaron a desencajarlo entre ambos. Era un tablón rugoso, duro como el pedernal y pesado como un tonel de vino. Probablemente en tiempos de paz emplearían otra tranca más ligera, pero ésta estaba pensada para resistir un ariete. Durante un rato bregaron en silencio, sin apenas mirarse entre sí, levantando poco a poco el travesaño hasta que finalmente quedó libre. Lo depositaron con mil precauciones en un lateral, de forma que no obstaculizase la apertura de la puerta, y se dirigieron a las ruedas que mantenían tirantes las gruesas maromas del puente levadizo rogando para que estuvieran engrasadas. Era lo único que restaba por hacer para franquear el paso a las tropas. Hasta entonces estaban teniendo suerte, pero el menor chirrido les echaría encima a todos los hombres del castillo.
Necesitaban girar las manivelas al mismo tiempo para que el puente descendiera sin atascarse. Y necesitaban hacerlo lo más rápido posible. Lopo rogó para que, en el exterior, los irmandiños estuvieran preparados para el asalto. Se dirigió hacia una de las manivelas y sujetó con firmeza el mango.
—¿Listo? —preguntó.
Un destello de hielo con el rabillo del ojo, un pulso del corazón. Retrocedió de forma instintiva, aunque no lo suficiente para evitar la punzada de un filo en su cuello. Notó el olor de la sangre y la humedad descendiendo por su pecho mientras su mano, en un movimiento reflejo, hacía presa en un brazo. Forcejeó con su atacante, tratando de quitarle el cuchillo mientras su corazón se agitaba como una procesión de mortajas en su pecho y pensaba de forma neblinosa que debía tratarse de un centinela agazapado en la sala opuesta a la iluminada. ¡Maldito inútil! ¿Cómo podía haber dejado la estancia sin revisar? ¡Y todo por fiarse del Negro! El atacante se hallaba a sus espaldas, pero Lopo sujetaba con firmeza su brazo. Dio un tirón brusco hacia adelante para obligar al desconocido a pegarse a su espalda y reducir su libertad de movimientos. Después retrocedió violentamente contra la pared.
—¡Ugghhh! —Un gemido ahogado, un sordo crac. ¿Por qué no gritaba, por qué no daba la alarma?
El fulano no estaba fuera de combate: su mano libre machacó el rostro de Lopo, los dedos buscando sus ojos. Bregaron en la oscuridad, entre gruñidos y gemidos ahogados, hasta que un codazo en el esternón dejó sin respiración al atacante. Lopo consiguió arrebatarle el puñal y se giraba para clavárselo cuando distinguió su rostro. El desconcierto detuvo el cuchillo cuando ya se hundía en el pecho.
—¡Por todos…! —El Negro le observaba fijamente desde la pared, sus ojos rezumando un odio tan intenso que Lopo lo sintió como un mazazo—. ¡Hideputa! —masculló, sin saber qué decir, qué pensar—. ¿Por qué, maldita sea, qué mierda te pasa?
—Tú me la robaste, cabrón —barbotó el rufián destilando hiel por sus labios—. Tú me la robaste, hidalgo de los cojones, tú y tus palabras de mierda. —Aturdido, Lopo no acababa de comprender.
—¿De qué hablas? ¿De quién…? —Todavía el desconcierto, el asombro. Una parte de su mente captó en medio de la confusión un ruido a sus espaldas, pero se hallaba demasiado volcado en el aprendiz de carpintero, demasiado aturdido por la sorpresa—. ¿Mariña? ¿Te robé a Mariña?
Un fucilazo de odio rancio, denso:
—¡Hablo de Elina, hideputa! —casi gritó. Desde el patio les llegaron voces, murmullos confusos.
Lopo estaba desconcertado. ¿Elina? ¿Sería posible que el Negro hubiera estado enamorado de Elina todo aquel tiempo? ¡Pero… el Negro no era judío! Inmediatamente, se percató del absurdo de su asombro. Tampoco él lo era.
Aquello explicaba el odio, la inquina permanente. Apretó el cuchillo contra el jubón:
—¿Por qué ahora? ¡Han pasado casi diez años! —susurró, fuera de sí. No lo entendía. No entendía que el antiguo aprendiz de carpintero hubiera esperado todo ese tiempo para vengarse. ¿Para vengarse de qué, por otra parte? ¿Qué podía saber? ¡Él no había estado allí! Y si lo supiera, ¿por qué esperar tanto? Había tenido mil ocasiones para ajustar cuentas con él durante la guerra de las hermandades.
—Ahora sé lo que pasó aquella noche, hideputa. Ahora sé lo que pasó.
Sus palabras fueron un mazazo en la frente. De repente allí estaba otra vez aquel día maldito que llevaba una década tratando de arrancarse de los ojos. La congoja y la vergüenza le anegaron como si no hubiera pasado ni una noche, como si todo acabara de suceder, y arrasaron su resistencia. Dejó caer los brazos.
—¿Cómo… cómo lo sabes? —Voces más fuertes, gritos al fondo de la niebla, en alguna parte muy lejos de allí. ¿Serían sus pesadillas que regresaban?
—Escuché al gordinflón borracho la otra noche. Se jactaba ante sus escuderos de lo que hicisteis, hideputa. —El Negro había sacado de alguna parte otro cuchillo y ahora le amenazaba, la hiel en sus pupilas.
Mas Lopo ni siquiera se percató. El gordinflón. Bento. Bento había estado allí. El rostro arrasado por las lágrimas de Elina surgió ante él y por un momento fue como si la tuviera delante, tan adorable con su mirada fresca y apasionada y con los hoyuelos de sus mejillas. Bento había estado allí.
—¡Eh! ¿Qué pasa ahí?
Comenzó a volverse, todavía turbado, justo a tiempo de ver cómo se le abalanzaba un sujeto desgreñado con una tranca en la mano. Llevó su mano a la cintura, buscando el mango del hacha, cuando un empellón tremendo lo proyectó contra el hombre. Los dos cayeron entre imprecaciones y se revolvieron en una lucha desesperada. De súbito regresó la lucidez, la necesidad de defenderse. El tipo debía de ser campesino, un fulano macizo que apestaba a tierra y sudor. Era fuerte, pero no era rival para Lopo. Le soltó un tremendo codazo en la nariz mientras echaba un vistazo en derredor para hacerse una composición de lugar: ¿cuántos se les venían encima? Distinguió la sombra del Negro enzarzado en una pelea con otro fulano y entrevió varios más que se acercaban.
El puente. Si no conseguían abrir el puente, estaban perdidos. Afirmó el hacha, soltó una patada al sujeto que se le acercaba y retrocedió hasta una de las manivelas. La maroma era tan gruesa que requirió de varios tajos, pero finalmente consiguió cortarla. A esas alturas el patio de armas era un desbarajuste de gritos y alarmas, ladridos, órdenes y rumor de pies que corrían. Rezó una vez más para que los hombres del conde estuvieran preparados en el exterior.
El Negro se había librado de un enemigo y se enfrentaba en ese instante a otros tres que le amenazaban con palos y horcas, aunque se mantenían a distancia a la espera del refuerzo de sus camaradas. La afilada hoja del hacha del irmandiño, la destreza con la que la movía y el cadáver que yacía a sus pies bastaban por el momento para contenerlos.
Soltó un hachazo a un tipo que se abalanzaba sobre él. La hoja se le incrustó en la cabeza y provocó una rociadura de sangre y sesos mientras el fulano caía como un fardo a sus pies. Luchó para extraer la hoja, atascada entre las astillas de hueso. Necesitaba auxiliar cuanto antes al Negro. La otra manivela se hallaba justo a sus espaldas.
—¡Negro, la maroma! —gritó, al ver que dos hombres más se le echaban encima y que no podría llegar hasta él. En cualquier momento más hombres de armas se les echarían encima. Pero desde donde se hallaba no tenía oportunidad de acercarse al Negro, no mientras no se librara de sus atacantes.
Retrocedió contra el puente, obligado por la presión de sus enemigos. Estos ya no eran campesinos, sino soldados, y sabían hacer uso de sus armas. Iban a fracasar. Por todos los demonios, iban a fracasar cuando solo les separaba de la victoria una maldita cuerda.
—¡Negro!
Por un segundo, sus miradas se cruzaron a través de la noche. El irmandiño se esforzaba por mantener a raya a sus atacantes lanzando hachazos a diestra y siniestra, pero los hombres del tenente eran cada vez más y tenía que emplearse a fondo. La algarabía era ya estruendosa. Lopo percibió confusamente el sonido de muchos pasos corriendo, los gritos, la campana de alarma. Maldita sea, iban a fracasar.
—¡Viva el Rey! —lanzó el viejo lema irmandiño, dándolo ya todo por perdido, al tiempo que soltaba un tremendo hachazo a uno de sus atacantes. Al menos, moriría luchando.
—¡Viva el Rey! —gritó a su vez el Negro, un potente grito que desgarró la noche. Y después hizo algo que asombró a Lopo: se dispuso a golpear a uno de los peones que lo cercaban, pero, en el último momento, varió la dirección de su golpe y descargó un tremendo hachazo contra la maroma que se hallaba a sus espaldas.
Sus enemigos no desaprovecharon la oportunidad. Al ver desprotegido su flanco, el más cercano le hincó la horquilla en el costado. El Negro se estremeció y soltó un alarido, pero en vez de defenderse volvió a golpear con las fuerzas que le quedaban la maroma.
La gruesa hoja del puente dejó escapar un fuerte crujido. Después, como si fuera un gigantesco cadáver, se desplomó sobre el foso. Por encima del estruendo, Lopo escuchó el clamor de un centenar de voces que se alzó a sus espaldas.