Capítulo 15

A primera vista, el patio de armas permanecía sumido en la calma que precede al alba. Aquí y allá se distinguían bultos, sombras agrupadas en el patio o recostadas contra los lienzos de la muralla, desparramadas por el reducido espacio como espectros adormecidos. Alguna tos nerviosa, un rumor ahogado de ropas y metales revelaba la desazón de la espera. Pese a la calma aparente, todo se hallaba dispuesto para el ataque.

Lopo aguardaba apoyado contra la estructura de piedra que albergaba la cocina. Desde su posición podía vigilar cómodamente la portezuela que, a media altura, franqueaba el acceso a la torre. Hacía ya un buen rato que había impartido las últimas instrucciones y solo restaba esperar.

—¿Vais a matarle?

Dio un respingo. En la oscuridad de estrellas de la madrugada no se había percatado de que alguien se le acercaba.

—Vais a matarle, ¿verdad? —Xián se hallaba de pie a solo unos pasos de él, escrutándole con reconcentrada atención.

El soldado lo observó a su vez. En la penumbra el muchacho parecía tan vulnerable como un polluelo fuera del nido, pero tenía una expresión de determinación que chocaba con su aparente fragilidad.

—Si lo hacéis, el conde os entregará la torre. Es lo que dicen.

Aunque no podía distinguir el rostro, Lopo percibió su nerviosismo y sintió un ramalazo de afecto por él. El ganapán tenía valor, eso había que reconocérselo. Quizás, cuando fuera señor de Tenorio, aceptaría convertirse en su paje. “Eso le gustará, sí”. Todavía no se creía que estuviera a punto de convertirse en señor de la torre. ¡Por Dios que era cuanto había soñado alguna vez! ¡Señor de una torre, como antes su padre y su abuelo! “Aunque nunca hubiera imaginado que sería el conde de Camiña el que me entregaría el feudo”, reflexionó, tratando de contener el amargor de la bilis.

—Pensé que ya no me dirigías la palabra —dijo.

—Gómez de Probén es un hombre de honor. No puede rendirse porque ha jurado lealtad a la reina Isabel y cumplirá su palabra, pero no merece terminar así.

—¿Así, cómo?

—Derrotado por el conde. El conde no es… un hombre de honor.

Lopo crispó el rostro. Una mueca acerba que el muchacho no alcanzó a percibir en la oscuridad que les rodeaba.

—Sin embargo, él fue quien derrotó a los irmandiños. Pensaba que los que no te gustaban eran los irmandiños.

El arrapiezo rebulló sobre sus pies, aunque su voz sonó firme:

—Y no me gustan. Pero el conde es un hombre cruel. ¡Vos conocéis bien sus desmanes!

El soldado masculló una imprecación. El chiquillo era avispado y decidido. Y tenía la cabeza llena de sueños, una combinación que le auguraba un futuro difícil. Aunque, a fuer de honesto, Lopo no podía dejar de admirar su coraje. Meneó la cabeza, enfadado consigo mismo.

—Así es la guerra. Así son los caballeros que tanto admiras.

—¡No es cierto! ¡Un caballero de verdad jamás defendería una causa injusta! ¡No si es un hombre de honor y respeta su juramento!

—¡Maldita sea! ¿Qué sabrás tú de juramentos? Me importa un bledo el honor, muchacho. Lo único que me importa es comer.

Xián no respondió. Su pequeño cuerpo se estremecía, presa de una gran agitación. Lopo se percató con asombro de que estaba llorando.

—¿Sabéis? —soltó al cabo de un rato el chiquillo, la voz tensa y entrecortada—. Eso que decís no es cierto. No sé por qué lo decís, pero no es cierto. ¡Es mentira! Yo sé que vos sois diferente. ¡Sois un caballero de verdad! —Y se dio la vuelta, fundiéndose en la noche.

Lopo lo observó alejarse con un redolor de hielo en el pecho.

—Si tú supieras, muchacho. Si tú supieras.

 

Aquel día maldito siempre le acompañaba, agazapado en el borde de la conciencia como una manzana podrida en el fondo de una cesta, devorándole lentamente el alma con la perseverancia de un gusano. Durante años, la gruesa coraza con la que se protegía le había bastado para mantener los recuerdos a raya, pero finalmente el gusano había conseguido asomar su cabeza al exterior. Y con él rezumaban toda la ponzoña y el amargor que creía olvidados.

La ceremonia de su juramento había sido una pesadilla. Bento reapareció justo antes del alba, visiblemente borracho, y Lopo se vio obligado a sumergirle la cabeza en un chorro de agua helada para que se despejara lo suficiente. Pero la noche en vela y el desengaño por la actitud de su amigo pudieron con su determinación de no recriminarle su comportamiento y ambos mantuvieron una feroz discusión.

—¿Y quién eres tú para decirme nada? —le gritó un descompuesto Bento cuando ya llevaban un buen rato echándose pestes—. Así que tú puedes andar de aquí para allá con una hebrea y yo no puedo tirarme a una ramera cuando me apetezca, ¿es eso?

—¡No te permito que la compares con una ramera!

—¡Claro! ¡El caballero está prendado de su dama, por supuesto! ¿No te cansas nunca de ser perfecto? ¡Yo nunca seré como tú! ¡Las mujeres no se prendan de mi gordura y los hombres no admiran mi torpeza con las armas! ¿Por qué te crees que voy con Sancho y los demás? ¡Ellos al menos me aprecian por lo que soy, no por lo que quieren que sea!

El resto del día las cosas no hicieron sino empeorar. Ambos entraron en la iglesia con la espada colgada del cuello y el humor agriado y recibieron la bendición del sacerdote sin reparar en lo que sucedía. Lopo se obligó a prestar atención. Durante la larga noche en vela, se había reafirmado en su decisión de ser fiel a los principios de la caballería. Que los caballeros que conocía no los respetasen, ¿no era acaso una razón añadida para que él sí lo hiciese? Ya no se trataba de las quimeras de los cantares o de una idea ilusoria de la caballería, sino de ser fiel a sí mismo. Y a Elina.

De alguna forma.

Reconfortado por su determinación, pronunció su juramento despacio, esforzándose por penetrar el significado de cada palabra pese a que lo conocía tan bien como una oración demasiadas veces recitada. Juró derramar su sangre en defensa del rey, la religión y la patria, de las mujeres, los huérfanos y los oprimidos. Juró también obedecer a los superiores, ser como un hermano para sus iguales y cortés con todo el mundo, no aceptar pensión de príncipe extranjero, no mancharse los labios con mentiras o calumnias ni faltar jamás a su palabra.

Al terminar, los barones que ejercían de padrinos les fueron colocando la armadura y las espuelas de oro propias de su nueva condición. Tras ello, ambos se arrodillaron y el señor de Allariz, Nuño Gómez de Puga, les ciñó las espadas y les dio el espaldarazo con la propia mientras pronunciaba las palabras que les convertían en caballeros: “En el nombre de Dios, de san Miguel, de san Jorge y de Santiago, yo te armo caballero. ¡Sé denodado, valeroso y leal!”. Bento y él empuñaron lanza y escudo y, a lomos de sus caballos, blandieron sus armas en la iglesia y a las puertas del castillo para demostrar su habilidad. Las gentes les dieron vivas, aunque Lopo sospechaba que tenían más que ver con el comienzo del festín que con la alegría por el juramento.

Aunque tratara de ocultárselo, se sentía decepcionado: por Bento, que trataba de ahogar los bostezos en jarras de vino a su lado y no paraba de lanzarle miradas cargadas de rencor; por la caballería, que decía defender a los débiles y solo servía para sostener a los poderosos; por la ceremonia, que no le había transformado como siempre imaginara. Si el aliento de Dios había descendido sobre sus hombros para conferirle la dignidad de caballero, en verdad el roce había sido tan leve que ni se había percatado.

Pese a todo se aferró a su determinación, que percibía como una joya preciosa escondida en lo más profundo de su pecho, y trató de disfrutar del banquete. Pero cuanto veía contribuía a amostazarle el ánimo: los chascarrillos soeces, el estruendo de voces ebrias, el exceso que los criados depositaban sobre la tabla, un montón de fuentes repletas de volatería, lechones dorados al fuego, cabritos, pavos… Siempre había imaginado que aquel día sería muy diferente.

Daba igual. Ya era un caballero. Podía salir al mundo, empuñar armas y llevar una vida honrosa, defendiendo la justicia lejos de aquel nido de víboras. Pronto se reuniría con Elina, y entre ambos tomarían una determinación. Encontraban una salida. Tenían que encontrarla. ¿Pues no se amaban con todo el corazón?

—¡Por Dios, caballero! ¿Se puede saber qué demontres te sucede? ¡Se diría que estás en un velatorio!

Tardó un instante en darse cuenta de que se dirigían a él. Nada menos que el señor de Allariz, Nuño Gómez de Puga, que presidía el banquete y le contemplaba con gesto de fastidio. En derredor, las risotadas de los barones e infanzones, muchos ya completamente beodos, amenguaron un tanto. Unas pocas cabezas se volvieron hacia él, olfateando la diversión.

—Estoy bien, mi señor —murmuró Lopo, tratando de pasar desapercibido. Lo último que le apetecía era atraer la atención de un hato de borrachos.

El tenente le observó con curiosidad. En su rostro se perfiló una sonrisa burlona:

—¿Habéis oído? ¡Dice que está bien! —exclamó, dirigiéndose al resto de los comensales—. ¡Pues se diría que esta noche le han desinflado el “arma”, de tanto velarla! La carcajada sacudió la sala de banquetes como un trallazo. Estaba claro que lo de visitar la mancebía era una práctica común durante la noche de armas.

—¿Y a ti, Bento? —prosiguió Nuño Gómez, que tenía el ánimo jaranero—. ¿También te dejaron “el arma” agotada?

—¡Hasta el alba, mi señor! ¡Mejor no os cuento cómo libaban las fulanas! —respondió este, levantando otra ráfaga de risas. El muchacho sonrió con gesto algo bobalicón, encantado de ser el centro de atención. Entonces su mirada se cruzó con la de su compañero y un gesto avieso le atravesó el rostro—. Lopo fue tan amable de dejármelas todas para mí, ¡y yo les dejé bien claro cuáles son las verdaderas habilidades de los caballeros!

—¿Todas para ti? —terció el tenente extrañado, imponiéndose a la hilaridad reinante—. ¿Entonces él qué hacía? —Se volvió hacia Lopo—. No serás uno de esos que disfrutan mirando, ¿verdad?

Una chispa malévola cruzó las pupilas de Bento:

—No, mi señor, a fe que no, ¡es demasiado virtuoso! Veló armas en la iglesia para honrar a Dios y a su dama, como es de ley en todo caballero…

Las carcajadas ebrias titubearon un tanto. Las turbiedades del alcohol no permitían decidir a bote pronto si aquello era digno de elogio o de mofa.

—Vaya, vaya —murmuró el tenente Nuño, también indeciso—. Así que nuestro joven caballero tiene ya una dama a la que honrar. ¡Prisa se da el mozalbete! ¿Y quién es la afortunada?

Lopo rebulló en el banco y lanzó una mirada de desesperación a Bento, rogándole en silencio que cerrara su bocaza. Pero este estaba lanzado:

—Una tan insólita que jamás lo imaginaríais, tenente, pues ni es dama ni tan siquiera cristiana, aunque como tal sea tratada. —Se rió de su propia agudeza y paseó la vista en derredor para asegurarse de que había logrado despertar la curiosidad—. ¡La hija mayor de mosé Marcos el platero!

Nada más cerrar la boca, Bento comprendió que se había propasado. Él solo pretendía provocar unas risas y que los caballeros se rieran un poco de Lopo, pero el silencio que se abatió sobre la estancia fue tan espeso como el engrudo de un carpintero.

—¿Mosé Marcos el hebreo? —La voz del tenente rasgó el mutismo como una cuchilla una tela demasiado tensa—. ¿Me estás diciendo que este mamarracho le hace la corte a la hija de un perro judío?