El primer milagro

Miré la nieve y me pregunté si todavía estaría soñando. Pero las casas no estaban hechas de cartón y las personas no estaban hechas de arcilla: el señor Neasdon intentaba encender el motor de su coche, la señora Andrews miraba entre las cortinas, unos niños hacían un muñeco de nieve y el perro del número 29 levantaba una pata para orinar en un montón de nieve y luego iba trotando hasta el siguiente. Parpadeé, y todo seguía allí. Me pellizqué y me dolió. Me senté en la cama y me miré las rodillas. Entonces me levanté y volví a mirar por la ventana. Me puse la ropa y bajé corriendo la escalera y abrí la puerta de la calle.

La nieve no era algodón ni fieltro. Era nieve de verdad. Levanté la cabeza y miré el cielo. La blancura me selló los ojos y los labios. El frío me envolvió como el silencio. Entré en casa.

Se cerró la puerta trasera y Padre entró en la cocina. Tenía las mejillas coloradas y el bigote erizado. Dejó un cubo lleno de carbón en el suelo y se sirvió una taza de té.

—Pon mucho —dijo—. Hace mucho frío y la casa tardará en calentarse.

—¿No vas al trabajo?

—Hoy no hay trabajo —contestó—. En la fábrica se han quedado sin luz. Y tú tampoco vas a la escuela. Han cortado la carretera; no puede pasar ni el camión de la grava.

Me senté a la mesa y permanecí muy quieta porque algo silbaba dentro de mí. Padre dijo:

—Jamás había visto nada parecido. En octubre, jamás.

Y me pareció que me hablaba desde muy lejos, y de pronto todo era nuevo y extraño: el ruido de la tapa de la cocina, el ruido del cubo del carbón, el burbujeo de las gachas de avena. Estaba de pie en un sitio elevado, pero no quería bajar. Quería subir aún más. Dije:

—¡A lo mejor la nieve es una señal de que llega el final! Sería emocionante.

Padre dijo:

—Aquí lo único emocionante es que se nos está enfriando el desayuno. —Puso dos cuencos de gachas en la mesa, se sentó, agachó la cabeza y dijo—: Te damos gracias por estos alimentos que nos proporcionan energía y Te damos gracias por este nuevo día que estamos decididos a emplear juiciosamente.

—Y Te damos gracias por la nieve —dije por lo bajo, y tendí el brazo y puse una mano sobre la de Padre.

—En el nombre de Cristo, amén —dijo él. Apartó la mano y añadió—: La oración es para concentrarse.

—Me estaba concentrando —dije. Escondí la mano en la manga.

—Come —ordenó—. Quiero ir a comprar pan antes de que se acabe.

Nos pusimos las botas de lluvia y los abrigos. Echamos a andar por la calle, sobre el rastro rosado que había dejado el camión de la grava. Ya no nevaba; el cielo estaba despejado y el sol se reflejaba en todas las ventanas. Y todas las cosas que antes veíamos —las cacas de perro, las colillas de cigarrillo, los chicles y los escupitajos— habían desaparecido. Los coches estaban arropados bajo edredones de nieve. En la calle sólo había gente que llevaba bolsas o retiraba la nieve con palas o se soplaba las manos.

Llegamos al final de la cuesta y la ciudad se extendió ante nosotros. Yo sabía que todo seguía allí, pero ese día había que fijarse mucho para estar seguro. Pasamos por el aparcamiento de varios pisos, la estación de autobuses y la calle principal, y todo estaba cubierto por una gruesa capa de nieve.

—Me gusta —dije—. Espero que siga nevando.

—No seguirá nevando —dijo Padre.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo dice el parte meteorológico.

—Pues esto no lo habían previsto, ¿verdad?

Pero él no me escuchaba.

En la Cooperativa había mucho movimiento. Salían chorros de aire caliente y la gente se daba empujones. «¿Verdad que es extraño?», decían. «El hombre del tiempo no lo había anunciado», y: «Y además en octubre.» No quedaban periódicos junto a las cajas, ni muchas barras de pan. Pagamos nuestra compra, Padre cogió cuatro bolsas y yo cogí una y regresamos andando a casa.

Cuando estábamos a mitad de la cuesta dije:

—Padre, ¿cómo se sabe que ha ocurrido un milagro?

—¿Qué? —Iba resoplando y estaba colorado.

—¿Cómo se sabe que ha ocurrido un milagro?

—¿Un milagro?

—Sí.

—¿De qué me estás hablando?

—Me parece que esta nevada podría ser un milagro.

—¡Sólo es nieve, Judith!

—Pero ¿cómo se sabe?

—Mira, no alarguemos la discusión, ¿de acuerdo?

—Pero ¿cómo se sabe que muchas cosas en realidad no son milagros? —insistí. Aceleré para seguirle el paso y añadí—: Creo que mucha gente no creería que ha ocurrido un milagro aunque lo tuviese delante, aunque alguien se lo dijera. Siempre creería que lo había provocado alguna causa natural.

—¿Adónde quieres llegar, Judith?

Abrí la boca y volví a cerrarla.

—Todavía no puedo contártelo —respondí por fin—. Primero necesito más pruebas.

—¿Pruebas?

—Sí.

Padre se paró.

—¿Qué acabo de decirte?

—Es que…

Entonces Padre arrugó la frente y dijo:

—Basta ya, Judith. Basta, ¿vale?