Estar por encima
Esa noche, después de cenar, Padre dijo:
—Quiero hablar contigo, Judith.
—¡Ay! —dije. De repente me dieron ganas de ir al lavabo.
Padre juntó las manos sobre la mesa y me miró con gesto severo.
—Supongo que estarás preocupada por lo que ha estado pasando en casa. Bien, pues no te preocupes. A veces los siervos de Dios somos objeto de ataques aunque no hayamos cometido ninguna falta. Cuando eso sucede, no debemos pensar que Dios ha dejado de ayudarnos. Es una prueba de nuestra fe, ¿me entiendes?
Asentí con la cabeza.
—A nadie le gusta que lo pongan a prueba, pero eso forma parte de ser cristiano. Cuanto más dura es la prueba, más valor tiene. —Arrugó la frente—. El caso es que la fe nos ayuda a estar por encima de esas cosas. Ya no nos parecen tan graves, porque vemos lo que realmente son. Sólo entonces podemos ver lo que realmente son: peldaños que nos acercan más a Dios. Sin embargo, también ayuda saber cuál es la verdadera razón que hay detrás de los incidentes de estos últimos días.
Noté un vacío en el estómago, como si hubiera subido a un puente muy alto. Dije:
—La verdadera razón…
—La verdadera razón de las cosas —me interrumpió Padre— no siempre es obvia. Esos chicos no actúan de forma independiente aunque ellos crean que sí; el malestar que hay en la ciudad no lo ha provocado la fábrica; todas esas cosas son peones de fuerzas mayores. Detrás de todo esto hay alguien.
—Ah, ¿sí? —dije, y de pronto todo se quedó muy quieto en la habitación.
—Esas cosas también son señales de que se acerca el final —sentenció Padre—. Y nosotros sabemos quién está errando por ahí como un león que busca una presa para devorar.
—Ah —dije, y la habitación volvió a cobrar vida—. Te refieres al Diablo.
—Él es nuestro verdadero enemigo —confirmó Padre—. Él es el verdadero enemigo de todos los cristianos.
—Pero entonces, ¿no crees que esos chicos sean malos?
—¿Existen las malas personas o sólo existen las malas acciones?
Pensé un momento y respondí:
—Existen las malas personas.
—Eso no es lo que dijo Jesucristo —me corrigió, y advertí que le satisfacía hacerlo—. Jesucristo dijo que lo que condenaba a las personas era el mal que salía de ellas.
Y entonces entendí lo que quería decir Padre, porque antes nunca se me había ocurrido pensar que pudiera sentir lástima por Neil, pero después de haber visto a Doug y saber cómo era ya no estaba segura de lo que sentía por Neil; ahora estaba enfadada con Doug. Pero ¿y si Doug hubiera tenido un mal padre? ¿También sentiría lástima por él? ¿Y el padre de Doug? ¿Y su madre? De pronto apareció una larga línea de figuras, como las de una guirnalda de papel.
—Entonces, ¿a quién hay que culpar?
—¿De qué?
—De todo.
—Al Demonio.
—¿Y si él también fuera un recortable? —me apresuré a aventurar—. Es decir, ¿y si alguien lo hizo así también a él?
—No. El Demonio tuvo las mismas oportunidades de ser bueno que el resto de los ángeles.
—Entonces, ¿hemos de estar enfadados con el Demonio?
—No hace falta que estemos enfadados con él. Jesucristo no estaba enfadado. Él dijo: «Perdónalos porque no saben lo que hacen.»
—Pero Dios dijo: «Ojo por ojo» —repliqué—. «Vida por vida.» —Me enderecé y añadí—: Es la ley fundamental.
—¿Cuál preferirías que te aplicaran a ti? —preguntó Padre.
No respondí.
Esa noche, cuando Padre ya se había acostado, me desperté y oí voces bajo mi ventana. Neil Lewis, Gareth y Lee estaban con otros chicos bajo la farola, montados en sus bicicletas y apoyados en la valla. Neil iba de paquete en la bici de otro chico. Bebían de unas latas y las aplastaban y las colgaban en las ramas del cerezo de Madre. Sus risas sonaban como rebuznos de burro y gruñidos de cerdo. Dos de los chicos se acercaron a la valla de nuestro jardín y se abrieron las braguetas. Vi dos relucientes arcos de líquido que reflejaban la luz y me recorrió un escalofrío. Me senté en la cama y dije:
—Tenemos que estar por encima.
Dije:
—No saben lo que hacen.
Dije:
—Os perdono.
Pero no funcionaba.