Pescado con patatas fritas

A la mañana siguiente, cuando bajé de mi habitación, encontré a Padre sentado delante de la Rayburn. Ese día se levantó para preparar algo de comer, y nada más.

—¿Quieres que llame a May o a Elsie para que vengan a ayudarnos? —pregunté, pero él negó con la cabeza.

Al día siguiente volvía a estar sentado delante de la Rayburn. No se había afeitado ni cambiado de ropa ni parecía haber dormido mucho porque tenía el ojo —el ojo que yo podía ver— inyectado en sangre.

No podía preguntarle si pensaba llamar a tío Stan sin revelar que había oído su conversación, pero cuando desenchufó el teléfono me asusté y dije:

—¿Y si necesitamos llamar a alguien?

—Volvemos a enchufarlo.

Por una parte me alegré, porque así la señora Pierce no podría hablar con Padre, pero por otra me preocupó que no pensara llamar a tío Stan. «Ya lo llamará —me dije—. Ahora que Neil ya no viene a molestarnos, se tranquilizará. Llamará a tío Stan en cualquier momento.» Y no me alejé mucho de él en todo el día por si hacía esa llamada cuando yo no estaba.

En los días siguientes, el resto del cuerpo de Padre pasó por todos los tonos de azul, amarillo y verde. Vino un médico y le examinó el ojo y le dijo que había tenido suerte, que no iba a perder el ojo pero que debería haber ido al hospital. Mike venía todos los días después del trabajo y le hacía compañía durante un rato. El jueves dejó un sobre encima de la mesa. Padre lo vio cuando Mike ya salía por la puerta y me dijo que corriera a devolvérselo, pero Mike no quiso cogerlo.

Los días se me hacían largos sin ir a clase. Escribí en mi diario. Les puse a mis semillas de mostaza un poco de fertilizante Baby Bio que me dio la señora Pew. No me atreví a tocar la Tierra de la Decoración. Una mañana estaba tan harta de que no pasara nada con las semillas de mostaza que vacié la tierra del tarro en un plato y las busqué. Las que encontré estaban exactamente igual que cuando me las había dado el hermano Michaels.

Visité varias veces a la señora Pew. Me enseñó fotografías en las que salían ella y el señor Pew en un tándem y me enseñó a tocar el Chop waltz en el piano y sujeté a Oscar envuelto en una manta mientras ella le daba las pastillas para desparasitarlo, pero me dolía el estómago todo el rato de pensar en Padre, y aunque agradecía salir un rato de casa, agradecía aún más volver.

Padre se sentaba delante de la Rayburn con los ojos cerrados, ignoro si dormido o no. No decía «No des portazos» ni «¿Qué haces con la comida, juegas o te la comes?» ni le molestaba que yo hiciera ruido, y eso que yo hacía ruido a propósito sólo para ponerlo a prueba. Miraba las cosas como si no las reconociera. A las ocho iba a acostarse. Por la mañana, cuando yo bajaba, él aún dormía. Lo único que hacía era levantarse para preparar el té o quedarse contemplando la portezuela abierta del horno de la Rayburn, con aquella lengua negra y aquel espacio negro con posos calcinados y las resistencias negras, como si allí dentro se ocultara algún gran secreto.

Todas las noches comíamos patatas con beicon o salchichas. Las preparaba yo porque Padre decía que ya era mayor para hacerlo, y no me quedaron bien ni una sola vez, pero él no se dio cuenta. Ya no rezábamos ni leíamos la Biblia ni reflexionábamos, aunque yo reflexionaba por mi cuenta, y mucho. El domingo se quitó el parche del ojo y empezó a leer el periódico, de modo que después de cenar recogí los platos y fui a buscar las Biblias.

—Nos habíamos olvidado —dije.

Padre se quedó mirando su Biblia unos minutos; entonces inspiró hondo por la nariz, como si estuviera despertándose, y dijo en voz baja:

—Ahora no puedo, Judith.

Noté una oleada de calor y como si me cayera.

—Pero ¡es importante! —exclamé—. ¡Hoy es domingo y ni siquiera hemos ido a la reunión! ¡Hace mucho que no leemos!

Padre enarcó las cejas y negó con la cabeza.

—Ahora mismo no puedo concentrarme, Judith.

Al oír eso me asusté.

—¿Qué quieres decir? —pregunté.

—Que necesito… un poco de espacio.

—¿Espacio?

Padre suspiró.

—Hay cosas demasiado complicadas que los niños no pueden entender.

—Yo puedo entenderlo —dije—. ¡Explícamelo!

Pero Padre se levantó y se sentó dándome la espalda.

—Bueno, pues yo voy a leer —dije—. Leeré por los dos.

—¡No necesito que nadie me lea! —dijo subiendo la voz. Por un momento pensé que iba a enfadarse, pero su expresión cambió rápidamente, y añadió—: Sólo necesito un poco de paz.

Yo sí leí, sobre los Nefilim y el Diluvio y cómo Dios lo destruyó todo. Porque hacía tanto tiempo que no leíamos que había olvidado por dónde íbamos y empecé a leer por donde abrí la Biblia, que resultó ser el Génesis; pero el Diluvio no era un tema que me gustara mucho, y enseguida lamenté haber empezado al azar. Por eso me llevé una alegría y una sorpresa cuando Padre me interrumpió:

—¿Te apetece comer pescado con patatas fritas?

—¿Qué?

—Digo si te apetece comer pescado con patatas fritas.

Me pregunté si aquello sería una especie de prueba, pero Padre seguía mirándome y no me pareció que pretendiera engañarme, sólo parecía increíblemente cansado.

—Sí —contesté por fin.

Nos pusimos los abrigos y caminamos bajo la lluvia hasta el pie de la colina y fuimos a Corrini’s. Era la primera vez que Padre salía de casa, y temblaba y no paraba de subirse el cuello del abrigo.

En la cola de Corrini’s, Padre parpadeaba bajo las luces y la gente lo miraba. Cuando le tocó su turno, Padre dijo: «Bacalao con patatas fritas, por favor», y la dependienta hundió la pala en la bandeja metálica, llenó el cucurucho, lo cerró y dijo: «Tres libras.» Mientras la dependienta esperaba para cobrarnos, el dependiente que en ese momento estaba en la caja registradora miró a Padre y volvió a agachar rápidamente la cabeza.

Padre compró cuatro latas de cerveza en la tienda de vinos y licores y luego nos fuimos a casa. Yo llevaba el cucurucho de pescado con patatas fritas y su olor y su peso y el crujido del papel eran casi insoportables. Cuando llegamos a casa me puse a comer del cucurucho; comía tan deprisa que se me hizo un bulto en el esófago y tuve que parar un momento antes de seguir. Las patatas estaban blanditas y el pescado se desmenuzaba formando copos. El rebozado crujía y luego rezumaba. Estaba tan delicioso que se me empañaron los ojos.

Padre no me dijo que comiera más despacio ni que cogiese un plato ni que usara cuchillo y tenedor. Cuando iba por la mitad me di cuenta de que él no había comido nada.

—¿Quieres un poco?

—No; es para ti —contestó.

Pero de pronto se me pasaron las ganas de seguir comiendo.

—Mira esto —dije, y me puse dos patatas bajo el labio superior y puse cara de mala.

Padre dio un sorbo de su lata y sonrió, y luego siguió contemplando el horno de la Rayburn. Yo estaba deseando que me regañara por jugar con la comida.

Me quité las patatas de la boca y agaché la cabeza sobre el cucurucho de papel de periódico.

—¿Estás bien? —pregunté.

—¿Por qué no iba a estarlo?

Había muchas razones para que no estuviese bien, pero ninguna de la que pareciera posible hablar.

—No lo sé —dije. Miré el reloj. Eran más de las diez; Padre ni siquiera se había dado cuenta de que era la hora de acostarnos—. ¡Mira qué hora es!

—Ah, sí.

Me levanté.

—Gracias por el pescado con patatas fritas.

—De nada —repuso sin mirarme.

—Será mejor que vaya a acostarme, ¿no?

—Buena idea.

—Pues buenas noches.

—Buenas noches.

Fui hasta la puerta, pero una vez allí me volví.

—Estás bien, ¿verdad?

Vi parpadear algo en su cara.

—¡Claro que estoy bien! —respondió, y casi parecía el de siempre.

—Ah, vale —dije, y me sentí mejor de lo que me había sentido en todo el día.