La ley
El lunes por la noche un hombre con traje, corbata y maletín llamó a la cancela. Fui a avisar a Padre, porque no sabía si él lo había oído, y me dijo que lo dejara entrar. Corrí los cerrojos, hice girar la llave en la cerradura y abrí. El hombre se quedó mirándome. Creo que esperaba encontrar a alguien más alto. «Pase», le dije. La cancela se cerró con un fuerte ruido y el hombre dio un respingo.
Miró el árbol quemado y la ventana cegada con tablones. Miró la puerta con el panel tapado y la tierra negra y las botellas rotas.
Lo conduje hasta la cocina. Padre estaba de pie de espaldas a la Rayburn. El hombre se tocó la corbata y dijo:
—Supongo que sabrá por qué he venido, señor McPherson. Ha recibido usted una carta en la que le expresábamos nuestra preocupación por su empalizada y le pedíamos que se pusiera en contacto con nosotros cuanto antes.
—No sé qué problema puede haber con mi empalizada —dijo Padre.
—El problema estaba claramente explicado en la carta: es una monstruosidad. Y, además, sumamente peligrosa. Alguien podría hacerse daño.
—De eso se trata.
El hombre se quedó mirándolo en silencio.
—¿Tiene usted idea de lo que hemos tenido que soportar? —añadió Padre.
—Eso no es asunto mío, señor McPherson. Cuénteselo a la policía.
—He intentado hacerlo. Llevo dos meses intentándolo. Ya no me quedan muchas opciones.
—Mire, yo sólo hago mi trabajo. —Cuadró los hombros—. Me temo que sus vecinos quieren que retire esa empalizada. —Recogió su maletín—. Voy a volver a la oficina para redactar un informe. Si consideran que la empalizada es inapropiada, tendrá que quitarla; si no la quita, recibirá una citación. Entonces será el juez quien decida si la empalizada se queda o no.
—Acompaña a este caballero hasta la puerta, Judith —dijo Padre.
De pronto el hombre se sobresaltó. Seguí la dirección de su mirada hasta el hacha que colgaba sobre el dintel de la puerta de atrás. Se quedó mirando el hacha. Luego miró a Padre. A lo mejor era raro tener un hacha encima de una puerta. De pronto me pregunté si Padre la habría puesto allí unos meses atrás; me pregunté si se le habría ocurrido levantar una empalizada. O si se habría limitado a decir: «Judith, los problemas son peldaños que nos acercan más a Dios.»
El técnico de urbanismo y yo volvimos al recibidor, salimos por la puerta principal y recorrimos el sendero del jardín. Abrí la cancela y lo vi marchar.
Cuanto más se alejaba, más rara me sentía.
—¡Espere! —lo llamé, y corrí tras él.
El hombre se volvió.
—¡Por favor, no le haga quitar la empalizada a mi padre!
—Me temo que eso no puede ser. —Echó a andar de nuevo.
—¿No puede hacer una excepción? —insistí entre jadeos—. No es peligrosa, porque nadie trepa por ella. ¡Y si la quitan, no quiero pensar en lo que podría hacer mi padre!
El hombre dijo:
—Lo siento, no puedo seguir hablando de esto. —Apretó el paso.
—¡Desde que tenemos la empalizada, todo va mucho mejor! ¡Ya nadie llama a la puerta! ¡Y nadie provoca incendios! Ni destrozan el cerezo ni nos meten cosas por el buzón. ¿No pueden dejarla donde está?
El hombre dijo:
—Lo siento. —Abrió la puerta de su coche y subió. Cerró la puerta, volvió la cabeza y arrancó.
—¡Es injusto! —grité.
El coche desapareció por la esquina. El hombre se había olvidado de abrocharse el cinturón de seguridad.