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Un mago y un timador

De una de las galerías del palacio de mis recuerdos rescato un cuadro de Hieronymus Bosch, de 1475 aproximadamente, que representa a un mago o ilusionista en plena actividad. Un monito que parece llevar una especie de máscara se atisba dentro de la cesta que sujeta el mago, que se encuentra detrás de una mesa con los tres cubiletes consabidos y unas canicas. Al otro lado de la mesa hay un grupo de espectadores y el primero es un hombre que se inclina hacia los cubiletes. Resulta imposible decir si lo que siente es sólo asombro o admiración, o si hay además en su expresión algo de suspicacia.

Y el mago sonríe. Para sus adentros, como suele decirse. No sonríe para provocar a sus espectadores. Es una sonrisa introvertida, como si pensara que, una vez más, ha creado una ilusión o ha conseguido engañar al público.

Los magos suelen dedicarse a hacer trucos amables con los dedos. Pero hubo una vez un israelí llamado Uri Geller que, desde mi punto de vista, era un timador. Viajaba por el mundo, y a principios de la década de 1970 actuó en la televisión de varios países. En esas actuaciones doblaba cucharillas solamente con la fuerza de la mente, según decía, mientras las sujetaba entre el pulgar y el índice. También era capaz de adivinar lo que otras personas, sentadas en otra sala y, por tanto, fuera del alcance de su vista, dibujaban en un papel. Dio mucho que hablar y todo el mundo se preguntaba si Geller era un charlatán experimentado o si de verdad poseía una fuerza que no sabíamos cómo manejar.

Quiso la casualidad que yo estuviera presente cuando actuó en la cadena de televisión noruega NRK. Yo fui uno de los que respondía al público, que llamaba indignado, ya que Geller actuó en directo y la centralita de la NRK casi se colapsó con las llamadas. En sus cabañas y desde rincones perdidos de Noruega, la gente había visto por televisión cómo se doblaban las cucharillas y cómo se paraban los relojes. Recuerdo muy en particular a un hombre mayor que, indignado, llamó para contarnos con voz temblorosa que su mujer había tropezado y se había roto un brazo. ¿No sería porque Uri Geller había enviado una radiación mágica a través de la pantalla del televisor?

No sé qué le respondí, pero yo nunca creí en la fuerza de Uri Geller. Había en él algo de calculador, algo que guardaba más relación con la especulación que con una práctica artística. Cuando colgué el teléfono después de hablar con el anciano, me eché a reír con una carcajada llena de ira.

Uri Geller dedicó muchos años a denunciar a quienes lo acusaban abiertamente de timador. Por lo que yo sé, nunca ganó ninguno de los juicios. Quizá fuera eso, sobre todo, un tipo que se empeña en tener razón.

No hay mucha distancia entre Uri Geller y el cinismo de todos esos especuladores que utilizan a los enfermos de cáncer tratando de venderles todo tipo de terapias inútiles. Comprendo perfectamente la desesperación que puede abocar a las personas a visitar a un charlatán. Y no sé cómo podría evitarse que eso suceda una y otra vez.

Sin embargo, estoy totalmente abierto a que se respeten diversas formas de medicamentos naturales, por ejemplo, y a que se utilicen al mismo tiempo que aplicamos lo que se llama «medicina occidental».

Pero el cáncer no puede tratarse con ilusiones. Eso lo sé yo por experiencia después de estos seis meses de tratamiento periódico y de los conocimientos que he adquirido de tantos ámbitos de la medicina como he podido.

He comprendido el triunfo que para el ser humano supone la investigación del cáncer. Y, aunque suceda mucho después de mi generación, estoy convencido de que un día venceremos a la enfermedad.