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Una feroz tormenta del noroeste
En el extremo norte de Jutlandia, donde los bancos de arena se extienden hasta la orilla del mar, hay una iglesia antigua enterrada en la arena. Tan sólo la torre asoma por encima de las dunas, como si fuera la lápida de la iglesia.
Recuerdo la primera vez que visité ese lugar. Cuando llegué con el coche, la torre apareció de pronto como de la nada. Me detuve y vi que la arena la rodeaba y que, además, había sepultado la iglesia.
Permanecí allí un buen rato. De forma instintiva comprendía lo que significaba la palabra «efímero». Antiguamente tenía una carga religiosa poco clara, un modo de no llamar a la muerte por su nombre, que el nombre de la muerte está muerto.
Y allí estaba ahora, contemplando aquella torre solitaria. La arena volando en el aire, algún que otro arbusto, allá a lo lejos el mar, siempre presente gracias al rumor lejano de las aguas. Y de pronto, aquella torre, en su lucha eterna y tenaz contra la arena y las dunas, que crecían sin parar, cada vez más altas.
Hubo un tiempo en que la población empobrecida del pueblo pesquero de Skagen llenaba la iglesia los domingos. La arena se aproximaba constantemente a la iglesia y al muro que la rodeaba. Ya a principios del siglo XVII acechaban las dunas sigilosas y crecientes, cada vez más amenazadoras, como una infantería enemiga que se reuniese lentamente en torno al templo, preparándose para el ataque definitivo.
Con ocasión de una feroz tormenta del noroeste, la arena alcanzó por primera vez el muro en 1775, e incluso alcanzó la nave. Luego bastaron veinte años para que la iglesia fuera vencida. En 1795 el rey danés decidió que había que abandonarla. Todos los bienes que se pudieran sacar de allí debían transportarse en coches de caballos hasta la capilla de Österby, donde quedarían a buen recaudo hasta que construyeran una iglesia nueva. Se procedió a la execración del templo y se cerraron sus puertas para siempre.
La iglesia, que llevaba allí desde el siglo XIV, se rindió al fin a la supremacía de las arenas migratorias.
En la actualidad sólo queda la torre. Debajo de las dunas se encuentra enterrado el resto del edificio. Y debajo está también la pila bautismal, que nunca se llevaron, puesto que estaba tallada en roca viva y pesaba demasiado.
El único sonido que se oye allá abajo, en la oscuridad, es el rasgueo de la arena al caer en cuanto encuentra una bolsa de aire en las dunas, que nunca están totalmente inmóviles. Las arenas migratorias se hallan en constante movimiento, a fin de someter nuevos territorios.
Sin embargo, el objetivo principal de mi viaje a Skagen no era ver aquella iglesia enterrada en arena. Me encontraba allí porque tenía la intención de enviar a aquel lugar a uno de mis personajes, Kurt Wallander, que debía pasar un duelo que exigía que abandonase su vida por un largo periodo de tiempo.
Recorrí las playas interminables mientras me imaginaba cómo reaccionaría allí mi personaje. Estábamos a finales de otoño. Hacía frío, soplaba el viento, de vez en cuando unos copos de nieve que surcaban el aire para anunciar el inminente invierno.
Había cogido una habitación en una pensión que estaba desierta, como desierto estaba Skagen en otoño. Fue una época de un cansancio enorme, rayano en un hastío insólito en mí. A veces, por las noches, me preguntaba si no sería yo, en lugar del personaje, quien debería pasar un tiempo en aquellas playas sin fin.
En la pared, al lado de la cama, había una estantería con unos cuantos libros antiguos y muy usados. Una noche, tomé uno al azar.
Estaba impreso en Skagens Boktrykkeri, y trataba de Skagen: la historia, el mar, las vidas de los hombres, la iglesia enterrada en arena. Me pasé la noche despierto y leí el libro de principio a fin. Por extraño que parezca, había ido a parar a la estantería sin que nadie lo hubiera leído, y tuve que bajar sigilosamente en busca de un cuchillo para abrir los pliegos sin cortar.
En algún momento de la madrugada se fue la luz. Ocurría con frecuencia en Skagen, donde soplaba mucho el viento, y me habían dado un quinqué.
Lo que mejor recuerdo es el relato de una nave llamada Daphne que naufragó al encallar en las traicioneras dunas. De no ser por el heroico valor de unos cuantos pescadores temerarios, habría sido la historia de un barco que se hundió «con tripulación y todo». Sin embargo, fueron precisamente aquellos que, por voluntad propia, se lanzaron a salvar a la tripulación los que peor parados salieron.
El 27 de diciembre de 1862, hacia las seis y media de la mañana, el huracán que había azotado la zona toda la noche empezó a amainar. Las nubes recorrían el cielo hechas jirones. Uno de los hombres encargados de vigilar bajó a la playa en cuanto empezó a clarear para ver si el huracán había ocasionado alguna desgracia en el mar. Alguien había dicho que había visto luz en alta mar durante la noche. Nunca se sabe lo que puede ocurrir en la oscuridad cuando el huracán arrasa.
El vigilante descubrió un barco de gran envergadura encallado en las dunas que se adentraban en el mar. Dado que el vendaval había amainado, podrían salir con botes salvavidas a rescatar a la tripulación, aseguraba el vigilante. No les llevó más de una hora echar el bote al agua. Los pescadores de Skagen, que participaron voluntariamente en el salvamento, empezaron a remar para llegar al barco, pero las corrientes eran tan fuertes después del huracán que fracasaron no una, sino hasta dos veces. Entonces trataron de hacer llegar un cabo al barco lanzando un cohete improvisado, y al final lo consiguieron. Pero para entonces ya era otra vez de noche y los pescadores que habían intentado salvar a la tripulación estaban tan agotados que tuvieron que retirarse.
Al día siguiente reinaba una calma todavía mayor, aunque las olas seguían altas y las corrientes circulaban con fuerza. El bote salvavidas consiguió llegar al barco, pero una ola lo volcó de repente. Ya no era sólo cuestión de salvar a los tripulantes del barco, sino que era más perentorio aún salvar a quienes se encontraban en el bote que acababa de volcar.
Zarpó otro bote con un equipo de voluntarios. Lograron sacar con vida a Niels Andersen y a Jens Jensen Norsk. Los dos habían conseguido mantenerse a flote sin morir congelados, pero la mayoría de los que iban en el bote habían perecido. En una lápida conmemorativa que erigieron en Skagen años después pueden leerse sus nombres:
JENS CHRISTIAN JENSEN
NIELS CHRISTIAN SIMONSEN
IVER ANDREASEN
ANDERS CHRISTENSEN BRUUN
CHRISTEN THOMSEN KNEP
JAKOB TØNNESEN
JENS PEDERSEN KJELDER
THOMAS PEDERSEN
Pescadores pobres todos ellos. La mayoría jóvenes, todos casados y con hijos. Algunos aparecen en instantáneas borrosas en blanco y negro delante de sus barcos. No es fácil distinguir sus caras sin una lupa.
Eran tímidos, sencillos, creyentes y muy trabajadores.
Finalmente, lograron rescatar a la tripulación del Daphne, pero a un alto precio. El 31 de diciembre, la misma noche de Fin de Año, enterraron a los ocho voluntarios. Ocho mujeres enviudaron y veinticinco menores quedaron huérfanos de padre.
El naufragio del Daphne no era más que uno de una larga serie. No en vano, las aguas de la costa de Skagen se consideraba que eran como un cementerio marino enorme que no paraba de crecer. Desde siempre, los barcos encallaban en los bajíos de arena, cuando no los arrastraban a tierra los vientos del noroeste.
Para los pescadores que formaban parte de la tripulación de los botes de salvamento era algo incuestionable. Jamás se oyó de nadie que se negara a participar y a arriesgar su vida por unos marineros desconocidos que luchaban por salvarse entre los escollos. Correr peligro de muerte formaba parte de la vida de los hombres de mar, y cuando llegaba la tormenta, estar dispuesto a arriesgarla por la de otros.
Uno de los pilares de nuestra civilización es la disposición y la voluntad de, motu proprio, embarcarse en un bote de salvamento. Por más que hoy no sean frecuentes acciones de salvamento tan dramáticas y con tan alto coste de vidas humanas como la de aquel 27 de diciembre de 1862, sigue habiendo voluntarios que dan su vida en diversos contextos.
A menudo me pregunto cómo reaccionaría si, de repente, un niño echara a correr hacia la carretera y yo fuera el único que estuviera cerca. Un niño al que nunca hubiera visto, un niño con el que no tuviera ninguna relación. No lo sé, nunca me ha ocurrido. Lo único que puedo hacer es confiar en que no dudaría en tirarme a la carretera en un intento generoso de salvarlo de los coches que pasaran a la carrera.
Debería ser algo obvio. Pero no lo es. La gente se cae redonda en la calle, víctima de un mareo repentino. Al final siempre hay alguien que se para a ayudarle, pero la mayoría se apresura a pasar de largo y finge no haber visto al hombre o a la mujer en el suelo.
Me he hecho la pregunta desde aquella noche en la pensión de Skagen: ¿era el valor lo que los movía? ¿Acaso ellos se consideraban valientes? ¿O era la certeza de que formaban parte de la comunidad humana más fuerte que existe: la que surge cuando los seres humanos nos vemos en peligro?
Hoy por hoy, aquel viaje a Skagen se me antoja casi un sueño. Escribí aquel libro, y Kurt Wallander recorrió aquellas playas con su duelo, hasta que un día, en aquel lugar desierto, entre la niebla y el aullar de las sirenas, conoció a una persona que lo devolvió a su vida de siempre.
Sueño con el bote de salvamento que, en diciembre de 1862, zarpó para tratar de salvar a la tripulación del Daphne. En el sueño, trato de verme a mí mismo entre los hombres, remando desesperados con las botas de goma y los chalecos salvavidas.
Pero no estoy seguro de si voy o no a bordo.
No puedo estar seguro. No podré estar seguro.